La noche que irrumpió el fantasma


por James Thurber

Traducción de Diego Alejandro Sánchez

 

El fantasma que irrumpió en nuestra casa la noche del 17 de noviembre de 1915 causó un torrente de malentendidos tal que lamento no haberme ido a la cama sin decir nada al respecto. Su aparición provocó que mi madre lanzara un zapato por la ventana de la casa del vecino, y terminó con mi abuelo disparándole a un policía. Yo lamento, por lo tanto, haber puesto atención a sus pisadas.

Comenzaron cerca de la una y cuarto de la madrugada, una rítmica y rápida caminata cadenciosa alrededor de la mesa del comedor. Mi madre dormía en una habitación de arriba y mi hermano Herman en otra; el abuelo estaba en el ático, con la vieja cama de nogal, que, como recordarás, alguna vez perteneció a mi padre. Yo iba saliendo de la bañera y estaba ocupado secándome con una toalla cuando oí las pisadas. Eran las pisadas de un hombre caminando rápidamente en derredor de la mesa del comedor, en el piso de abajo. La luz del baño brillaba en los escalones traseros, que arrojaban directamente al comedor; pude ver el débil brillo de los platos en el trastero; no pude ver la mesa. Los pasos seguían dando vueltas y vueltas alrededor de la mesa; en intervalos regulares una tabla crujía cuando era pisada. Primero, supuse que era mi padre o mi hermano Roy, que habían ido a Indianapolis, pues esperábamos su llegada en cualquier momento. Después sospeché que era un ladrón. No me pasó por la cabeza, hasta ya muy tarde, que se tratara de un fantasma.

Tras escuchar las pisadas unos tres minutos, fui de puntillas hasta el cuarto de Herman. “¡Psst!”, susurré, mientras lo sacudía en la oscuridad. “¡Ay!”, dijo, en la voz baja y desesperada de un perro beagle abatido: siempre tuvo la creencia que algo lo atraparía por la noche. Le dije que era yo. “¡Hay algo allá abajo!”, le señalé. Se alzó y me siguió a la escalera trasera. Escuchamos juntos. No había ningún sonido. Las pisadas habían cesado. Herman me miró desconcertado. Yo sólo tenía la toalla sobre mi cintura. Él quería irse a su cama, pero lo tomé del brazo. “¡Hay algo allí abajo!”, repliqué. Instantáneamente los pasos comenzaron de nuevo, rodeando la mesa del comedor, como un hombre corriendo, que de repente empezó a subir las escaleras hacia nosotros, pesadamente, dos a la vez. La luz aún brillaba pálidamente sobre las escaleras; no vimos nada llegar, únicamente oímos los pasos. Herman corrió hacia su cuarto y azotó la puerta. Yo cerré de golpe la puerta que estaba en la cima de las escaleras y puse mi rodilla contra ella. Después de varios minutos, lentamente la abrí de nuevo. No había nada. Ni un solo sonido. Ninguno de nosotros oyó de nuevo al fantasma.

El golpe de las puertas despertó a Mamá; se asomó de su cuarto, “¿Qué demonios andan haciendo, niños?”, reclamó. Herman se aventuró fuera de su cuarto. “Nada”, dijo ásperamente, pero estaba de color verde pálido. “¿Qué fue todo ese correteo allá abajo en derredor de las escaleras?”, dijo Mamá. ¡Ella también había oído los pasos! Sólo la miramos. “¡Ladrones!”, gritó intuitivamente; traté de calmarla, bajando lentamente por las escaleras.

“Vamos, Herman”, dije.

“Me quedaré con madre”, dijo. “Está conmocionada”.

Di un paso atrás al llegar al suelo.

“Ninguno de ustedes dé un paso”, dijo madre. “Llamaremos a la policía”. El teléfono estaba abajo, entonces no entendía cómo es que íbamos a llamar a la policía –ni para qué iba a servir– pero Mamá hizo una de sus decisiones rápidas e incomparables. Levantó una ventana de su cuarto que estaba en frente de la ventana del cuarto del vecino, tomó un zapato y lo estrelló contra un panel de vidrio a través de un espacio estrecho que separaba las dos casas. El vidrió tintineó en el cuarto ocupado por un grabador retirado llamado Bodwell y su esposa. Bodwell había estado enfermo por unos años y sufría de “ataques” moderados. La mayoría de nuestros conocidos o vecinos sufría de “ataques” de algún tipo.

Eran cerca de las dos en punto de una noche sin luna; las nubes estaban negras y bajas. Bodwell se apareció en la ventana al momento, gritando y con un poco de espuma en la boca, sacudiendo su puño. “Venderemos la casa y nos iremos a Peoria”, oímos decir a su esposa. Pasaron unos segundos antes de que Mamá “se hiciera entender” con Bodwell, “¡Ladrones!” gritó, “¡Ladrones en la casa!”. Herman y yo no nos habíamos atrevido a decirle que no eran ladrones sino fantasmas, porque ella le tenía aún más miedo a los fantasmas que a los ladrones. Al principio, Bodwell pensó que había ladrones en su propia casa, pero finalmente se calmó y llamó a la policía a nombre nuestro a través de una extensión telefónica que tenía junto a su cama. Después de que desapareció de la ventana, Mamá inmediatamente hizo como si fuera a aventar otro zapato, no porque realmente fuera necesario, sino porque, como más tarde explicó, la emoción de aventar un zapato a través del cristal de la ventana le había gustado enormemente. La contuve.

La policía llegó en un tiempo de aplaudirse: un Ford sedan lleno de oficiales, dos en motocicletas y un camión patrulla con cerca de ocho adentro y unos cuantos reporteros. Comenzaron a golpear  nuestra puerta principal. Las tiras de luces iluminaban de arriba abajo las paredes, a través del jardín, bajo el camino entre nuestra casa y la de los Bodwell. “¡Abran la puerta!”, gritó una voz ronca. “¡Somos de la oficina central!”. Ya que estaban allí, yo me preoponía bajar y dejarlos pasar, pero Mamá tenía otros planes. “Estás en cueros”, señaló. “Te va a dar neumonía”. Me enrollé de nuevo la toalla. Finalmente, los policías recargaron sus hombros contra nuestro pesado portón con sus palos de vidrio biselado e irrumpieron en nuestra casa: pude oír un desgarrón de la madera y el crujir del vidrio sobre el piso del salón. Sus linternas se pasearon por toda la sala y se cruzaron nerviosamente por el comedor, irrumpieron en los pasillos, subieron por las escaleras del frente y finalmente por las traseras. Me atraparon allí arriba, sosteniendo la toalla. Un policía grande trotó por la escalera. “¿Quién eres?”, exigió por una respuesta. “Aquí vivo”, dije. “Bien, ¿cuál es el problema, tienes calor?”. De hecho, hacía frío; fui a mi cuarto y me puse unos pantalones. Cuando salía, otro policía puso su pistola en mis costillas. “¿Qué haces aquí?”, exclamó, “Aquí vivo”, contesté.

El oficial a cargo reportó a Mamá: “No hay señal de nada, señora”. “Debió haber escapado – ¿cómo lucía?”. “Había dos o tres de ellos”, replicó Madre, “gritando y levantando todo y azotando puertas”. “Gracioso”, dijo el oficial. “Todas sus puertas y ventanas estaban cerradas por dentro, apretadas como garrapatas”.

Allá abajo se oían los pisotones de los demás policías. Estaban en todos lados; las puertas forzadas, los cajones abiertos, las ventanas azotadas sin cuidado, los muebles cayeron en un golpe seco. Media docena de policías emergió de la oscuridad del pasillo del frente, del piso de arriba. Empezaron a escudriñar toda la planta, movieron las camas que reposaban junto a la pared, arrancaron la ropa de los ganchos de los roperos, tiraron maletas y cajas de los estantes. Uno de ellos encontró una vieja citara que Roy ganó en un torneo de pool. “Mira esto, Joe”, dijo, estrujándola con una gran mano. El policía llamado Joe la tomó y volteó, “¿Qué es?”, me preguntó, “Es una vieja citara que nuestro conejillo de indias usaba para dormir”, dije. Era cierto: un conejillo de indias que habíamos tenido nunca dormía en otro lado que no fuera la citara, pero debí haberme quedado callado. Joe y el otro policía me miraron largo tiempo. Y pusieron la citara de nuevo en su lugar.

“No hay señal de nada”, dijo el policía que habló primero con Mamá. “Este niño”, explicó primero a los otros, sacudiendo su pulgar hacía mí, “estaba encuerado. La señora está histórica”. Todos asintieron, pero sin decir nada, sólo me miraban. En ese pequeño silencio, se oyó un crujido en el ático. El abuelo se estaba levantando de la cama. “¿Qué es eso?”, musitó Joe. Cinco o seis policías saltaron de la puerta del ático, antes de que yo pudiera explicar o intervenir. Me di cuenta que todo iba a salir muy mal si entraban en cuarto del abuelo sin avisar, o incluso aunque avisaran. Él estaba pasando una fase en que se creía hombre del General Meade, y que sus compañeros comenzaban a rendirse o desertar bajo el constante asedio de Stonewall Jackson.

Cuando entré al ático, las cosas ya estaban muy confusas. El abuelo había llegado a la conclusión, evidentemente, de que los policías eran desertores del ejército de Meade, intentando esconderse en su ático. Salió de la cama vistiendo una larga bata de franela sobre su ropa interior de lana, su gorro de dormir y una chaqueta de cuero sobre su pecho. Los policías debieron darse cuenta inmediatamente que el viejo canoso e indignado vivía en la casa, pero no tuvieron oportunidad de decirlo. “¡Regresen, perros cobardes!”, gruñó el abuelo, “¡Regresen a sus líneas, malditas reses sin valor!”. Con eso, le atizó al oficial que encontró la citara un golpe con la mano abierta a lo largo de la cabeza y lo derrumbó. Los otros se retiraron, pero no lo suficientemente rápido; el abuelo tomó la pistola del oficial derrumbado y abrió fuego. La detonación rompió una viga, llenando de humo el ático. Un policía maldijo y llevó su mano al hombro. De alguna manera, finalmente, bajamos todos de nuevo y cerramos la puerta y encerramos al viejo caballero. Él disparó una o dos veces más en la oscuridad y se fue a la cama. “Ese es el abuelo”, le expliqué a Joe, sin aliento. “Cree que son desertores”. “Sí, eso parece”, dijo Joe.

Los policías estaban reacios a irse sin atrapar a nadie además del abuelo; la noche había sido una clara derrota para ellos. Además, obviamente no les agradó la pinta de todo esto; algo lucía –y puedo entenderlos– falso. Comenzaron a hurgar de nuevo. Un reportero de cara delgada y pálida se me acercó. Yo me había puesto una de las blusas de Mamá, al no ser capaz de encontrar algo más. El reportero me miró con una mezcla de sospecha e interés.

“¿Qué diablos está sucediendo realmente aquí?”, preguntó. Decidí ser franco con él, “Tenemos fantasmas”, contesté. Me miró largo tiempo como si yo fuera una máquina traga monedas en la que él, sin resultados, había arrojado cinco centavos. Se fue. Los policías lo siguieron; uno de ellos iba sosteniendo su brazo ahora vendado, blasfemando y maldiciendo. “Le voy a quitar mi pistola a ese loco viejo”, dijo el policía abofeteado. “Sí”, dijo Joe, “¿Tú y cuántos más?”. Les dije que llevaría la pistola a la estación el día siguiente.

“¿Qué le pasó a ese policía?”, preguntó Mamá, después de que se habían ido. “El abuelo le disparó”, contesté. “¿¡Por qué!?”, exclamó. Le dije que creyó que era un desertor. “¡Por todos los cielos!”, dijo Mamá. “Pobre joven, tan bien parecido que era”.

En el desayuno de la mañana siguiente, el abuelo estaba fresco como una margarita y lleno de chistes. Primero pensamos que había olvidado lo sucedido, pero no. Después de su tercera taza de café, nos miró a Herman y a mí con furia. “¿Qué querían esos policías armando escándalo en la casa anoche?”, interrogó. Nos quedamos inmóviles.

 

 

James Thurber (1894-1961) fue un escritor, humorista y caricaturista estadounidense. Su obra representa una piedra angular en la cultura literaria neoyorquina del siglo XX, siendo un baluarte de la revista The New Yorker por muchos años. Su escrito más conocido es “La vida secreta de Walter Mitty”, cuento que ha sido adaptado al cine en dos ocasiones.

 

Diego Alejandro Sánchez Rodríguez fue el nombre que me eligieron y nombre que me agrada bastante, o al menos no le tengo objeciones. Nací el 9 de abril de 1998 en la ciudad de Oaxaca de Juárez. La trivialidad de mi infancia es omisible; no traduje a Wilde a la edad de 9 años ni leí el Quijote en inglés. El ejercicio de las letras o la lectura no fueron algo imprescindible en mí hasta los 15 años. Ávido de repuestas, o dudas, comencé a leer. Primeramente, me abstuve de escribir, pues no había algo -o hay- que valiera ser leído (por eso prefiero traducir, la considero una actividad humilde y modesta). La traducción como actividad la aprendí (me inicié) en el bachillerato, donde tomé clases de “Traductor de textos en inglés”, cursando asignaturas como Fonética y fonología, Reglas y normas gramaticales del inglés, Técnicas de interpretación, etc.

“No tengo otro derecho sobre ellos que los de traductor y lector. A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”.

J.L.B

Ilustración de Mijaíl Petrovich Clodt.

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