Los colores prohibidos: un acercamiento queer a Confesiones de una máscara


Por Antonio Rubio Reyes

 

I

El concepto queer forma parte de un repertorio de conceptos teóricos plurisignificativos y por lo tanto siempre moldeables. Significa, en primera estancia, “bizarro, extraño, enfermo, anormal” (Eribon 1). Denomina también un comportamiento excéntrico; pero en sí, quiere decir que algo es raro en tanto que deconstruye o desestabiliza la normalidad. A finales del siglo XIX, señala Eribon, el concepto comienza a emplearse desde una connotación carnal, por lo que, bajo este punto de vista, queer indica todo comportamiento sexual que no es “normal” de acuerdo con el estricto y antinatural dogma de la naturalidad social.

Es entre los años veinte y treinta del siglo pasado cuando los homosexuales comienzan a definirse como queers. La denominación se aleja de su acepción contranatura y se convierte en un concepto que unifica a toda una comunidad, a una “minoría” que lucha y sigue luchando por sus deseos y sus derechos en pos del amor, “busca disolver las fronteras al fin de que otras identidades (transgéneros, bisexuales, etcétera) y la multiplicidad de identidades gays y lésbicas […] encuentren su lugar en un movimiento que cuestiona las normas sexuales, culturales y sociales” (Eribon 1-2). He allí que lo queer se transforma en un concepto de crítica a la sociedad y sus costumbres, en una postura que engloba a un gran conjunto de seres humanos y, por último, en un término teórico que reivindica el estudio de las manifestaciones propias dentro de la literatura y la teoría tan injustamente ignoradas por las academias y universidades. En su última vertiente, por lo general, se estudia la concepción del amor y la identidad, la búsqueda de un pasado y una explicación del ser, el análisis del deseo y el homoerotismo, por mencionar algunos temas.

 

II

Igual a las dos caras de Jano, la belleza en la obra de Mishima está vinculada con el placer y la muerte. Será siempre descrita con un dejo íntimo y prohibido, transgresor incluso. Esta característica esencial aparece de hecho antes de la obra, en el epígrafe de Los hermanos Karamazov de Dostoievski, donde también se concibe a la belleza como una tragedia dual y misteriosa: “¡La belleza es cosa terrible y espantosa! Es terrible debido a que jamás podremos comprenderla, ya que Dios sólo interrogantes nos plantea. En el seno de la belleza, las dos riberas se juntan y todas las contradicciones coinciden” (Mishima 5). En Confesiones de una máscara dicha angustia frente a la belleza se intensifica, ya que la figura de Dios se encuentra ausente y por lo tanto la búsqueda de su comprensión, desde una postura existencial compleja, debe realizarse en solitario. Además, es interesante comprender la metáfora de las contradicciones: para la belleza, de acuerdo a Dostoievski, no existe la naturalidad, y en su seno se hermanan los opuestos: escapa de cualquier axioma social, moral, ético y por supuesto religioso. En sí cualquier postura humana, racional, inteligente, como se señala en este poderoso pasaje, donde se vislumbra la verdad:

Y así vemos que aquello que el intelecto considera vergonzoso, a menudo le parece espléndida a la belleza del corazón. ¿Hay belleza en Sodoma? Creedme, muchos son los hombres que encuentran su belleza en Sodoma. ¿Sabíais este secreto? Lo más horroroso es que la belleza no sólo es aterradora, sino también misteriosa. Dios y el diablo luchan en ella, y su campo de batalla es el corazón del hombre. (5)

Aquí se sugiere la temática homosexual vista desde una perspectiva transgresora: en un espacio bíblico harto conocido donde los habitantes fueron despreciados por la homofobia irracional de Dios, el hermano Karmazov sugiere que existe belleza en Sodoma y que la divinidad se equivocó al juzgar a los hombres que habían encontrado lo que Él no: el “secreto del amor y por lo tanto de la propia belleza”. Finalmente, para el narrador de Confesiones de una máscara serán la vida y la muerte las que luchan en su corazón: un deseo por la destrucción de sí mismo, representada por el onanismo obsesivo, frente a la necesidad social de encontrar el amor en una mujer y darle un sentido natural a su vida (pese a sus deseos).

Dicha “perversión” de la belleza así como su fatalidad para un fin más bien inútil también será tratada por Oscar Wilde en su célebre cuento “El ruiseñor y la rosa” en el que un pájaro dotado de las virtudes del canto ofrece su corazón al color precioso de una rosa: su belleza nace de la muerte y asimismo el despojo de la rosa surge del rechazo propio del amor, haciendo del ejercicio ritual un mero acto estúpido e inútil. Aquí Wilde critica la superficialidad en las relaciones humanas y sociales en donde la belleza es conferida a un simple artificio de ornato humano, como el mismo Wilde lo confirma en una carta a Thomas Hutchinson:

A mí [el Estudiante] me parece un joven bastante superficial, y casi tan mediocre como la joven a la que cree amar. El verdadero enamorado, si lo hay, es el Ruiseñor. Él, por lo menos, encarna lo novelesco, mientras que el Estudiante y la joven son, como la mayoría de nosotros, indignos de ello. […] al escribirlo, como al escribir otros cuentos, no partí de una idea a la que dar forma, sino de una forma que me esforcé por hacer lo bastante hermosa para que conserve sus secretos y sus respuestas. (Wilde 155)

Aquí Wilde apunta dos cosas relevantes en el caso de Confesiones de una máscara: en primera instancia, la concepción de la belleza pura que conserva el secreto y la respuesta. Por otra parte, también trata del amor indigno para el ser humano, puesto que jamás ofrece un pedazo de sí para transgredir los conflictos. El gran fracaso del personaje de la novela de Mishima es recurrir al encierro, al platonismo, antes de revelar sus secretos al ser amado por el simple pretexto de lo antinatural: el narrador se concibe a sí mismo como un ser corrupto y por lo tanto recurre a la masturbación (el narrador le llama vicio) para satisfacer sus deseos: “Cuando la ola retrocedió, quedé lavado de mi corrupción. Juntamente con las aguas en retirada, juntamente con los incontables organismos vivos […] mis millares de espermatozoides habían sido absorbidos por el mar espumante” (Mishima 80). En este pasaje el narrador, en un páramo solitario donde concibe la fantasía del cuerpo amado (enfocándose en los sobacos como punto de referencia para lo bello), satisface su deseo y eyacula en la calma y espuma del mar penetrado. Sin embargo, su erotismo no pasa más allá de la ilusión, y una parte de sí que quedó en las olas es arrastrada lejos de él: todo onanismo induce un sentimiento de culpa, pero también de liberación y de prohibición. De la misma manera Omi, el muchacho mayor del que está enamorado, se alejará de él para siempre.

Confesiones de una máscara se disfraza además como un análisis clínico en donde el protagonista quiere explicar su conducta, su victimización, así como también busca retratar tanto su mundo interior y sus circunstancias históricas (antes de la guerra, durante la guerra y después de la misma). Para ello la voz narrativa recurre al principio de su existencia, durante la infancia: rescatar el pasado es rescatar la identidad.

En el primer capítulo, dedicado sobre todo al recuerdo esencial, una de las primeras confesiones es el miedo a la misma identidad: la cuestionan. Sus familiares temían que el niño exigiera respuestas a las preguntas ¿de dónde vengo?, ¿cómo nací? Así pues su familia ante esta angustia primigenia sobre el yo, respondían con una palmadita y le obligaban a marcharse (8). En este ambiente los primeros en negarle una identidad al personaje serán los propios familiares, que habitan aquella región en donde el recuerdo más remoto aún no se perfilaba: “Eran mi abuelo y mi abuela, mi padre y mi madre, y la servidumbre” (10). Marguerite Yourcenar en su libro Mishima o la visión del vacío señala la atmósfera caótica en la que tanto el niño de la novela como el pequeño Mishima vivían:

El niño, confinado en el orden o en el desorden familiar, siente por primera vez, atemorizado y aturdido, pasar sobre él un gran viento del exterior; todo lo que allí se sugiere continuará contando para él: la juventud y la fuerza humanas, las tradiciones percibidas hasta entonces como una rutina y que bruscamente adquieren vida; las divinidades que reaparecerán después con la forma del ‘Dios salvaje’. (14)

Yourcenar expone el choque tanto cultural y tradicional contradiciendo el interior y el deseo del ser, y todos los signos de su infancia serán reinterpretados en su educación del futuro.

Sin embargo, el antes mencionado primer recuerdo bosqueja el nacimiento de una actitud ante la existencia y el deseo. Se trata de la figura, “alguien que bajaba” desde la penumbra y tiniebla, destacándose por su claridad. Es la presencia del hombre de las “inmundicias nocturnas”, encargado de llevarse el excremento de todos: “Aquel muchacho representó para mí la primera revelación de cierto poder, la primera llamada, a mí dirigida, por una voz extraña y secreta” (Mishima 13). Para nuestro protagonista esta llamada será su primera comunicación con la tentación: “El excremento simboliza la tierra. Y no cabe duda de que fue el malévolo amor de la madre tierra lo que me tentó” (13). Así como un llamado al desdoblamiento: quiere cambiarse por él, ser él. El deseo además surge a través de dos puntos: los pantalones ajustados del muchacho y su condición de trabajador. El primero, físico, surge por un culto al cuerpo poderoso: le atrae el peso que carga el muchacho pero también la fuerza que hacen las piernas. El segundo en cambio es una apología de la tragedia y el dolor. El primer resquicio de sadismo en la novela aparece desde el primer recuerdo, como el narrador mismo apunta que le atraía por “un deseo de experimentar un dolor penetrante, una pena que atormentara el cuerpo” (13).

El segundo recuerdo, considerado por el narrador como “el segundo prólogo” de su vida trata también sobre los misterios propios de la identidad en el sexo. Maravillado, el niño contempla la imagen de una persona en caballo al que imagina al borde de la muerte. Al cuestionarle sobre la historia del cuadro, le contestan que no se trata de un hombre hermoso, como él creía, sino de una mujer vestida de caballero, Juana de Arco: “Si aquel hermoso caballero era una mujer, ¿no quedaba todo reducido a la nada?” (16). Para el niño, este choque sobre la identidad, esta “contaminación” de los preceptos sociales establecidos, será la “primera venganza de la realidad”.

Frente a esta angustia sobre el ser determinado y el ser libre, nace la primera confrontación trágica del protagonista con su propia familia. Es un episodio vinculado con el anterior, el trasvestismo en la niñez tan comentado en los estudios queer y que en Mishima parte de una vivencia real, según señala Marguerite Yourcenar, por la figura de la abuela demente: “[él] llevaba unos vestidos de niña que ella le hacía ponerse por capricho algunas veces y asistía a instancias de ella al espectáculo ritual del No y los del Kabuki, melodramáticos y sangrientos, que él mismo emularía después” (19). De este comentario de Yourcenar parto para analizar dos conceptos: el mencionado trasvestismo y el significado de máscara. El primero por supuesto se vincula con el segundo en el momento en el que la novela presenta la figura maravillosa de Shokyokusai Tenkatsu, actriz. El protagonista busca emularla, convertirse en ella como antes buscaba convertirse en el hombre de las inmundicias nocturnas. Así, en una transmigración de la identidad el niño busca entre los kimonos de su madre y elige el más vistoso y bello de todos. Después escoge una faja con rosas y se lo enrosca en la cintura y finalmente se cubre la cabeza con un crespón de China. A continuación añade: “Se me sonrojaron de placer las mejillas cuando me puse ante el espejo” (Mishima 20). El resultado de su primer espectáculo, en donde se confirma la transformación cuando grita eufórico “¡Soy Tenkatsu! ¡Soy Tenkatsu!” resulta ser otra venganza de la realidad en donde el juicio terrible por parte de la madre adquiere tonos de una tristeza innombrable:

Nuestras miradas se encontraron y mi madre bajó la vista. Y comprendí lo que ocurría. Las lágrimas le velaban la vista. […] ¿Acaso la intención de años posteriores —la canción del ‘remordimiento como preludio del pecado— se insinuó en aquel instante? ¿O quizá aquel momento me reveló cuán grotesco parecería mi aislamiento a la vista del amor, mientras aprendía, al mismo tiempo, el reverso de aquella lección, o sea, mi incapacidad de aceptar el amor? (21)

Aquí nace por primera vez la máscara, en virtud del ocultamiento del personaje. Su madre se convierte en una efigie de la vergüenza y decepción que siquiera puede sostener la mirada del niño eufórico. Pálida y deshonrada, la madre en contraste con la abuela responde con un silencio inquisidor y con las lágrimas más dolorosas para el protagonista, tanto así que juzga este acontecimiento cual profecía de un futuro en donde el amor le será negado por su propia mano. La máscara aquí cubre su identidad, aparenta un rasgo social y oculta su nombre: salvo en algún momento corto e insignificante construido a partir del diálogo de otro, el narrador jamás revelará su identidad exterior, es decir, su nombre: Kochan. Y como de forma precisa apunta Yourcenar, “la necesidad casi paranoica de ‘normalización’, la obsesión de la vergüenza social que […] ha reemplazado en nuestras civilizaciones a la del pecado, sin verdadero beneficio para la libertad humana” (23-24).

En cuanto al tema de la otredad en la novela puedo agregar que en sí el narrador ofrece pocos personajes y estos terminan diluyéndose en la poca profundidad que el protagonista les confiere: son meros objetos del deseo, fantasías casi desechables. Claro, aquí hay que nombrar a los dos personajes opuestos en la educación sentimental del personaje principal: Omi y Sonoko. Omi es su primer amor y los capítulos con más carga erótica están dedicados a él y su duplicación: otra imagen artística, su doble, el San Sebastián de Guido Reni, en el que deseo vinculado a la imaginación también sugiere la destrucción del cuerpo relacionado con los temas que más estimulaban al narrador: la muerte, la oscuridad y la sangre. De hecho sobre esta primera imagen el protagonista verá surgir el vicio de la masturbación: su semen salpica toda la ilustración. El mismo deseo corporal y destructivo, grotesco incluso, surge cuando contempla el cuerpo de su amado Omi, al que más bien el azar y las pisadas en la nieve lo unen. Sin embargo, sus escasos “enfrentamientos corporales” ocurren en los juegos infantiles dentro de una escuela profundamente tradicional. La primera vez sucede en “El sucio” un juego que consiste en tocar los genitales del otro. Sobre Omi se dice vulgarmente entre los niños que la tenía “enorme”. Además cabe agregar que este muchacho, grande tanto en edad como en el físico, es también según dichos de la escuela una persona madura y sexualmente activo. Las mujeres se mueren por él igual que nuestro protagonista. El segundo enfrentamiento pasa en un juego sin nombre en el que los niños subían a un tronco y debían luchar entre ellos para mantener el equilibrio. El contacto de sus cuerpos, contrastados por la fuerza de Omi y la debilidad del otro, culmina con la caída del último pero con su debido levantamiento por parte del primero: un roce de sus guantes carnales basa para confirmar todo amor entre ellos.

Sonoko, para concluir, cumple la función de naturalidad obsesiva por parte de Kochan. Debe amar a una mujer y casarse y quizá tener hijos. No obstante, Sonoko, quien se enamora primero y parece ser un personaje pasivo, cambia de manera trágica durante la última parte de la novela, puesto que adquiere cierta independencia al cumplir su deseo de casarse, pero sometiéndose a la aburrida rutina del matrimonio. Al encontrarse de nuevo, ambos intentan en vano despertar el viejo “amor” que, como en el cuento de Wilde, fracasa por caprichos sociales. Finalmente, Kochan confirma su “identidad” en el último momento de la novela: el color prohibido de su tentación no está dirigido hacia la reconciliación y el cuerpo dulce de Sonoko, sino hacia los hombres que bailan y sudan en una mesa, con el pecho desnudo y fuerte, los sobacos con pelo y el movimiento sexual de sus cuerpos.

 

Obras citadas

Eribon, Didier. “Somos raritos, aquí estamos” (trad. Carlos Bonfil) en Letra S (octubre 2 de 2003).

Mishima, Yukio. Confesiones de una máscara. Barcelona: Planeta, 1987.

Wilde, Oscar. Cuentos completos (trad. Mauro Armiño). Madrid: Valdemar, 2013.

Yourcenar, Marguerite. Mishima o la visión del vacío (trad. Enrique Sordo). México: Seix Barral, 1985.

 

Entrada previa Fotografía – Cristian Prieto A.
Siguiente entrada De suicidios y fraternidades