Mariola en el confinamiento


por Jorge López Asensio


No sé dónde está Mariola. En el bloque de al lado, me parece. Yo la oigo por la ventana de mi cocina. Estos días en los que no se puede salir de casa vengo aquí, abro el ventanal de par en par y tomo el café. A eso de las cinco de la tarde alguien telefonea a Mariola. Creo que es su hermana. Día a día, mientras escucho sus conversaciones, uno las piezas de quién es Mariola, aunque nunca la haya visto.

Hoy habla de cómo se pone el maquillaje. Dice que echa de menos el salón. Dice que echa de menos ir a los bares. Su hermana responde que paciencia, que todavía queda para que podamos salir. Ya, dice Mariola, pero sabes que son mis ratitos, mis momentos, allí me quieren. Esa voz que es Mariola se recrea en cada s, que se arrastra por los recovecos de las palabras para acariciar cada sílaba. A veces pienso que se va a asomar por la ventana porque oigo la voz muy cerca, pero lo único que veo es una peluca caoba que se pone, se ajusta y se quita. De su voz he hecho su rostro.

¿Te ha mandado mamá las fotos de Leti? Mariola pregunta a su hermana. Su hermana dice que sí, ¿las has visto? Está anchísima. Sí, dice Mariola, mamá no para de decir que solo come alimentos macrobióticos. Así se le ha quedado esa cara de tonta. Solo capto estos fragmentos. No tienen sentido, pero Mariola parece feliz analizando a todos sus familiares. A veces las conversaciones son cortas. En lo que doy un par de sorbos al café ya ha colgado y me quedo solo en la ventana, viendo a la luz cambiar de color.

No, no quiero ponerme la mascarilla para ir a la compra, Marta (Marta es su hermana, o al menos lo es para mí). Me asfixio. Bueno, bueno, dice Marta, pero sepárate de la gente. Sí, si hay cada gilipollas… Los cajeros se parten conmigo, dicen que soy muy graciosa. Bueno, cariño, mientras tú estés bien… Oye, acuérdate de llamar a mamá, ¿vale? Sí, luego, si eso. Entonces dicen algo que no consigo oír y veo el humo azulado del cigarrillo de Mariola salir por la ventana, pero solo eso, el humo. Cierro un poco la ventana porque empieza llover. Las gotas suenan como grava que cae sobre los alféizares.

Mariola dice que todo el mundo necesita un poco de su propia medicina, ¿sabes? Mamá no tenía esa intención, Mariola, dice Marta. Me da igual. Yo lo he vivido en mis propias carnes. En fin, dinero tirado a la basura. ¿El chaleco, dices? Sí, mi regalo. Dinero ti-ra-do. Pues yo creo que le gustó ¿Y por qué dijo eso? ¿Por qué dijo ella que soy un hijo que ya no tiene? Ya sabes cómo es, Mariola, chapada a la antigua. ¿Chapada a la antigua? Tú te casaste con un negro y ella no dijo nada. Y es esa forma de decir “te casaste con un negro” la que me confirma que Mariola es una mujer. Esa mezcla de furia y tristeza expresada en una frase que hace equilibrismos con los sentimientos. La conversación se corta ahí. Se ha ido a otra habitación. Ya no la veo, es decir, no la oigo. Me quedo mirando a todas las ventanas. Todas están llenas de nidos y mierdas de paloma. Son ventanas a las que nadie se asoma porque no hay nada que ver. Menos yo, que salgo a ver a Mariola, es decir, a oírla.

¿Y el trabajo qué tal? No sé, la gente está acojonada. Creo que la empresa se va a la mierda, Mariola. Pues yo me voy a echas dos dedos de ron con hielo y, mira, tengo la nevera llena de Coca-Cola. Salud, dice Marta. Salud. Y no te preocupes tanto.

No sé de qué hablaban antes, pero creo que a Mariola no le preocupa su trabajo. No sé a qué se dedica. La intento imaginar de cajera. No puedo. En una oficina. Tampoco. Solo la veo, es decir, la oigo, en su ventana hablando con su hermana Marta.

Hoy he decidido que la única ventana que no tiene cagadas de paloma es la de Mariola. Seguramente esté equivocado, pero me da igual. Las conversaciones se han vuelto más cortas y hay más silencio y humo que sale por la ventana. Si el viento sopla en la dirección adecuada me llega un poco y, por un momento, respiro lo que ella ha respirado.

Marta dice que mamá está muy mal, que desde ayer la han tenido que tumbar hacia abajo. ¿Y eso? Porque dicen los médicos que así respira mejor. ¿Has ido a verla? No, no dejan. Ya. Pero me dejan hablar con ella por teléfono. Con y ella con los psicólogos. Los psicólogos no valen de nada, Marta. ¿No la vas a llamar? Bah, no hace falta, mamá nos va a enterrar a las dos. ¿Seguro que es el virus y no es otra cosa? Seguro, la prueba fue positiva.

Después Mariola se hace un café (eso le dice a Marta) y ya no oigo nada más. Yo pienso en hacerme uno también y mientras sale el café se me ocurre que mi cafetera y la de Mariola son la misma cafetera y bebemos el mismo café y vemos las mismas cosas desde una misma ventana.

La tenías que haber llamado, Mariola. ¿Para qué? A estas alturas no habríamos arreglado nada. Cada s que suelta Mariola serpentea y se escapa junto al humo azul del cigarrillo. Al fondo, en otro bloque, veo ropa tendida. Ha parado de llover y los vecinos corren a tender. Veo sus camisetas, sus pantalones, su ropa interior, pero nunca les veo a ellos. Cuando me asomo a la ventana ya está la ropa: fantasmas colgados bocabajo de una cuerda que bailan cuando suena el viento.

¿Dónde van a llevar el cuerpo? Al Palacio de Hielo[1]. ¿Al Palacio de Hielo? ¿Se va a poner a patinar? No, las morgues están saturadas. Ahí es donde los llevan ahora. Joder. ¿Y no tenemos que hacer nada? No, me traen los papeles y los firmo yo. Con que firme una de nosotras es suficiente. Por la ventana de Mariola veo, es decir, oigo, un vaso llenarse con hielo. Oye, Marta. Dime. ¿Los dientes de oro se los van a quitar antes de la incineración?


[1] Durante el momento más complicado de la crisis, las morgues en Madrid (España) estaban saturadas y se derivaban los cadáveres a la pista de patinaje sobre hielo de la ciudad, que tiene el nombre de Palacio de Hielo.



Jorge López Asensio (Madrid, 1994) es profesor de inglés y traductor. Se graduó en Estudios Ingleses por la Universidad de Alcalá y habita, sobre todo, librerías de segunda mano.

Arte: Oana Catanoiu

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