Por D. Arce García
0.
Primero que nada, quiero ofrecerles una disculpa; esta columna se ausentó por demasiado, demasiado tiempo. Pero ahora volvió —no en forma de fichas, pero sí me atrevo a decir que corregida y aumentada. Entremos en materia.
1.
El sábado 29 de agosto del apenas difunto 2015, está nada humilde publicación dio espacio a un ensayo firmado por Christian Emmanuel Hernández, titulado “Bullying a Murakami”. Por azares del destino, de ese pequeño y nebuloso equipo de personas que se encargan —por turnos caóticos— de subir las entradas de la Marabunta al servidor, aquél día yo era el que estaba libre, así que fue mi tarea publicar dicho texto. Hacer esto, como ustedes podrán imaginar, siempre involucra la lectura muy detenida del mismo, por aquello de cachar errores editoriales antes de que sea demasiado tarde. Todo esto no le importa mucho a nadie de ustedes, la verdad, y nunca habría sido aireado públicamente si no fuera porque Marabunta me paga la suma de treinta corcholatas al mes por hacerla, también, de crítico. El caso es que soy yo —quien aquél sábado diera cibernéticamente a luz al texto de Christian Hernández— quien ahora debe matarlo.
No, no es cierto. Es un texto intrigante y bien escrito. Si no, no lo hubiéramos publicado. Es indudablemente la obra no sólo de un lector crítico, lo cual ya es encomiable en nuestros días, sino también de alguien que ama a la literatura japonesa, la respira a diario y la lleva en la sangre.
También es (y me refiero al texto) ejemplo de un género despreciado, un género paria que apenas y figura en la lista de las cosas que el público general llega a pensar cuando se habla de escritura o literatura. No debiera ser así; en realidad es el pan de cada día para todas esas pobres almas que deciden estudiar letras o alguna carrera afín cada año; pero lo es. Es esa cosa que nadie lee, que se empolva sin remedio en los anuarios de la UNAM y es denostada cada quincena por algún pretendiente a poeta. Es un ensayo académico. Ahora, lo que yo tengo aquí es una columna de opinión crítica, lo cual implica el empleo de un estilo diferente al de un ensayo académico con todas las de la ley (o al menos así es en mi cabeza). Por lo tanto, en la elaboración de esta réplica, no utilicé tantas fuentes como Hernández lo hizo en su texto. Sin embargo, dentro de lo que cabe, buscaré mantener el rigor pertinente a una conversación letrada.
¿Qué esgrimo contra el texto de Christian Hernández? Más que nada, creo que es un buen ejemplo de algo que yo llamo el mal del especialista, que quizá sea la mayor causa de muerte académica en nuestros tiempos (la muerte de los textos, claro está; los académicos mueren, sobre todo, de amargura). Dicho mal consiste en no ser capaz de subordinar el área de interés pequeña a la cual uno dedica su vida como investigador a ese universo más grande, del cual lo que uno hace no es sino una modesta rama, por lo cual el especialista termina viendo cualquier cosa primero en términos de su ideología, y segundo en términos de todo lo demás. Muchos ni siquiera llegan a lo segundo.
Las acusaciones que Hernández achaca a Haruki Murakami son dos: 1) su obra es simple producto de mercado con el fin de atraer lectores occidentales, y 2) nunca ha mostrado conciencia sobre el papel histórico de Japón. Ambas pueden condensarse en una premisa: Murakami no representa a la literatura japonesa de verdad. Pero Hernández, sin duda un especialista en letras japonesas, olvida que toda literatura moderna es producto de personas antes que de ciudadanos. Que la identidad nacional toma el escenario central en la obra de muchos autores es innegable, pero escritores hay de muchos tipos, y sus divergencias no son crímenes. Pienso en Joyce rechazando al nacionalismo irlandés, por ejemplo, hacia el final de Retrato del artista adolescente. Pienso en Lawrence Durrell o en D. H. Lawrence, viviendo (y escribiendo) más desde sus exilios prolongados que desde su supuesta patria. Pienso en los innumerables senderos de lo humano, y en el derecho de cada uno a ser expresado en literatura.
Me niego a creer que la creación literaria japonesa sea un campo uniforme, casi militarizado, donde todos los autores tengan la misma tarea. Aun si Murakami jamás hubiera escrito una sola palabra de incumbencia para la identidad nacional japonesa, nadie tendría que reprocharle nada al respecto. Pero aún tengo otra queja. Murakami sí ha escrito esas cosas que Hernández declara inexistentes. Aunque sea sólo un poco, y con su propia voz disonante.
2.
En cuanto a su primera acusación, Hernández dice lo siguiente: “En su calidad de producto comercial de exportación, las obras de Murakami carecen de los elementos históricos-culturales para poderse llamar ‘obras maestras’ (kessaku)”. Ahora, hasta donde he podido averiguar, el concepto de kessaku es un enfoque preciosista hacia el trabajo tremendamente implantado en la mentalidad japonesa, pero parece ser más de carácter moral que formalista: “el enfoque japonés tradicional hacia todo es el siempre esforzarte al máximo, llegar lo más cerca que puedas a la perfección” (De Mente 27).[i] El anhelo del kessaku está basado en la filosofía keizen, la cual implica un continuo mejoramiento de uno mismo. Está claro que estos son conceptos japoneses, pero en ningún sitio se especifica que deban referirse a lo japonés y sólo a lo japonés. Buscar el kessaku es una forma de vida en el sentido amplio, no una etiqueta para describir al arte nacionalista. Incluso es notable que mi fuente, Lafayette De Mente, especifica la importancia de esta filosofía para la cultura fabricante e industrial de Japón: esa misma cultura que exporta celulares y consolas de videojuegos, y que Hernández deshecha en su ensayo, junto con Murakami, por su agrio olor a capitalismo. Hernández es maniqueo en este sentido: apela a ciertos valores ancestrales de la cultura japonesa como parangones de valía, pero no considera que, quizá, esos valores pueden evolucionar a través de los siglos, adaptarse a los nuevos sujetos de un nuevo Japón, uno donde el acercamiento a occidente es inevitable.
Cuando Hernández declara, “Murakami ha señalado que ha removido todo aquello “específicamente japonés” de sus historias”, lo hace en un tono condenatorio, como diciéndonos, “¿Ven? Lo que este hombre hace es falso”. Pero ese Japón difuminado, americanizado, es muy real. Es histórico. No sucedió a tiempo para afectar la sensibilidad estética de los Mishimas, los Sosekis, los Kawabatas, pero sucedió: de 1945 a 1952, tropas estadounidenses tuvieron el control de Japón, incluso ocupando Tokio, y todavía después de 1952 siguieron ejerciendo presión militar y económica sobre el archipiélago (Nakakita 9-10). Murakami nació en 1949.
El autor japonés no ignora sus flaquezas en cuanto a interacción con cultura nacional anterior a él:
“No tengo tanta conciencia de estarme rebelando contra la generación anterior de escritores, o contra autores como Kawabata y Tanizaki. En todo caso, creo que sería más atinado decir que lo que hago no tiene relación con ellos. […] En los 60s, cuando era un adolescente en Kobe, encontré que no me gustaban mucho los novelistas japoneses, así que decidí no leerlos. Dado que mis padres eran profesores de literatura japonesa, supongo que puede decirse que así fue como me rebelé. La cultura estadounidense era muy vibrante en ese entonces, y me influenció mucho su música, sus programas de televisión, sus carros, sus ropas, todo. […] Nos encantaba ese mundo de fantasía. En aquellos días, sólo EE.UU. podía permitirse esas fantasías. Yo tenía 13 o 14 años, y era hijo único. Solo, en mi cuarto, escuchaba jazz y rock-and-roll estadounidenses, veía programas estadounidenses y leía novelas estadounidenses.” (McInerney & Murakami)
Palabras como estas pueden ser un válido desencadenador de críticas hacia Murakami. ¿Superficial? ¿Escapista? Puede ser, pero en todo caso su escapismo no es, como Hernández quisiera hacer creer, simple deseo de hacer dinero exportando la idea de Cool Japan. Más bien, ese Cool Japan occidentalizado tiene raíces tangibles en la época de posguerra y ocupación, y si Murakami lo representa es porque así vivió, y así entiende a su país, desde una sensibilidad de clase media urbana: “Podrías decir que hay un carácter japonés que permanece aun cuando uno se ha deshecho, una tras otra, de todas esas cosas que son, en sí, demasiado “japonesas”. Eso es lo que realmente quiero expresar” (McInerney & Murakami).
Norwegian Wood vendió 4 millones de copias dentro de su país, así que dudo mucho que Murakami sea, en exclusiva, un fenómeno de exportación. El Japón globalizado y pop de Murakami, si es que así lo queremos ver, sigue siendo Japón, y sus novelas sí parecen decirle algo a los japoneses modernos. El implicar que debiera, por algún truco de magia, volverse en el tiempo, ser alguien que no fue desde la infancia, y escribir desde la perspectiva más tradicional de un Tanizaki, o desde la veneración nacionalista de un Mishima, es algo más que ingenuidad. Es nativismo.[ii] Una de las mayores fallas en las que puede caer un crítico al hablar de literatura producida por pueblos que, otrora aislados, deben encontrar una nueva voz al adaptarse a las interacciones culturales que les ha traído el tiempo.
3.
Al principio de su ensayo, Hernández deja ver que, de Murakami, sólo ha leído 1Q84 a medias. Más tarde se hace patente la probabilidad, que no certeza, de que haya leído Tokio Blues: Norwegian Wood también. Y ya. En caso de que no sea así, habría hecho muy bien en aclararlo, puesto que después, al momento de hacer su segunda acusación, se atreve a decir lo siguiente como si lo hubiera leído todo: “Eso explicaría por qué, en toda su obra, no aborda, ni con una línea, el pasado imperial, militar y belicista de Japón (que tanto añoraba Yukio Mishima), ni expresa su opinión sobre las atrocidades cometidas por los miembros del Ejército Imperial Japonés en la Segunda Guerra Mundial (tal como lo hizo Shūsaku Endō)” (Hernández, énfasis mío). Esta declaración suena muy definitiva y llena de autoridad cuando uno la lee, y es uno de los múltiples puntos del escrito en el que Hernández demuestra un buen conocimiento de causa a la hora de hablar de los grandes maestros de la literatura japonesa.
Pero, ese conocimiento sobre otros autores de la tradición, ¿de verdad lo convierte por sí solo en una autoridad al hablar de Murakami? Me surge esa duda incómoda porque, para mí, lo único que ese pasaje demuestra es que Hernández no ha leído una parte muy grande de la obra de aquél a quien critica. De hecho, no ha leído el que es, quizá, su libro más representativo (no el más famoso, pero sí el que le ganó el premio Yomiuri[iii] y miles de fans): Crónica del pájaro que da vuelta al mundo (1994).
Crónica… es un libro de más de 900 páginas, así que no lo releí todo para escribir esto, pero con los pasajes que revisité he verificado de contiene más de 200 páginas destinadas precisamente a eso que, Hernández dice, Murakami jamás ha abordado “ni con una línea”. En específico, una parte vital de la novela se basa en las experiencias de un antiguo teniente del ejército japonés durante la llamada Guerra de Manchuria. En el libro se describen, con lujo de detalle, varios incidentes periféricos a la derrota, a manos soviéticas, del 6° ejército japonés en Nomonhan, un pueblo fronterizo entre Mongolia y el territorio de Manchukuo (en ese entonces ocupado por Japón), si bien es cierto que la batalla definitiva en sí no es el punto focal de la historia. También, y esto es importante porque su negación es la columna central del argumento de Hernández, se toma una posición de responsabilidad respecto a las atrocidades cometidas por Japón en esta campaña:
“No me importa morir por mi país. Es mi oficio. Pero la guerra que estamos haciendo ahora, mi alférez, por más vueltas que le des, no es una guerra honesta. […] Con el pretexto de capturar a bandidos y a soldados emboscados, matamos a gente inocente y le robamos la comida. […] En Nankin cometimos muchas barbaridades. Mi unidad también las cometió. Empujamos a decenas de personas a un pozo y luego lanzamos dentro granadas de mano. Y otras cosas que ni siquiera soy capaz de contar. Mi alférez, esta es una guerra sin principios.” (Murakami 206)
Algo que me resulta interesante es que una de las fuentes de Hernández, un ensayo de 2002 escrito por el australiano Murray Sayle, sí toma nota de esta incidencia, así que Hernández no puede pretender ignorancia absoluta. Aunque puede ser que, simplemente, haya descartado al libro en aras de tomar la palabra de Sayle como autoridad, pues el australiano no es amable con Murakami: “En Crónica del pájaro que da vuelta al mundo […] trató de explorar parte del pasado sangriento de Japón, una obscura batalla peleada en Manchuria en 1939. Pero lajuvenil idea de que la razón no tiene utilidad en un mundo sin orden drenó incluso a este tentativo experimento de significado” (Sayle). Mas Hernández debería ver a quién le hace caso. Sayle fue, primero que nada, un periodista de investigación; un aventurero decidido a buscar la injusticia a lo ancho del mundo y verla a los ojos siempre. Fue un hombre que recorrió la selva para encontrar al Ché Guevara; que renunció al Sunday Times cuando no publicaron su crónica del Bloody Sunday irlandés. Todo admirable, claro, pero el caso es que es más un tórrido realista periodístico que un crítico literario verdadero.
Por supuesto que a alguien de este temperamento le parece juvenil la idea de que “la razón no tiene utilidad en un mundo sin orden”, puesto que el buen periodista de investigación será siempre un paladín de la razón y el orden, pero en círculos literarios dicha idea es un modo documentado y respetado de lidiar con el trauma de la guerra y la masacre moderna. Ahí están Catch-22 de Joseph Heller, Slaughterhouse-Five de Kurt Vonnegut (en donde esa misma idea es el eje entero del libro), El buen soldado Švejk de Jaroslav Hašek, Everything is Illuminated de Jonathan Safran Foer y un sinfín de novelas que enarbolan esta tesis y deambulan por los caminos de la guerra haciendo uso de la fantasía, el absurdo y la sátira como lente. No toda escritura del trauma es por obligación el realismo minucioso del Ōe temprano, de sus maestros y contemporáneos. De hecho, ni siquiera era necesidad enlistar las anteriores novelas occidentales para demostrar que Murakami pertenece a cierta tradición, puesto que Japón mismo tiene una fuerte genealogía de distopía fantástica de posguerra, en la que académicos como Susan Napier le incluyen sin rechistar, rebatiendo de paso el mismo argumento de críticos como Hernández o Sayle: “La generación anterior de escritores se enfurecen ante lo que consideran es una falta de responsabilidad por parte de Murakami, su negativa a confrontar de frente los males del capitalismo industrial. Mas, de hecho, […] Murakami sí lidia con asuntos políticos y sociales, si bien de un modo más elíptico, sin la vehemencia moralista de Ōe ni el nihilismo amargo de Abe” (Napier 204).
Murakami no es ni de lejos un escritor perfecto, y ni siquiera me encuentro en una situación para declarar con comodidad que su legado será comparable al de los maestros alabados por Hernández. El tipo tiene fallas: es formulista, no tiene la prosa más bella del mundo (aunque sí una notable fluidez), sus héroes son siempre variaciones del mismo hombre semivacío del existencialismo a la Raymond Carver, y muchas de sus tramas se resuelven por medios nebulosos, que a veces lo dejan a uno preguntándose cuánto hay de fantasía legítima y cuánto de deus-ex-machina. Críticas hay muchas, pero hay que buscar siempre las adecuadas, no las que salgan más fácil de la bolsa. Dicen por ahí que hay más de una manera de desollar un gato,[iv] y si dicho gato es la situación socio-económica y la historia de Japón, Murakami simplemente encontró un modo distinto de llegar al resultado final. A partir de allí, cualquier conclusión es cuestión de gustos, pero lo que un crítico nunca debe hacer es descartar desde el prejuicio, aunque sea éste el prejuicio informado y culto de un especialista militante.
[i] Las citas de fuentes en inglés están traducidas por mí. Ni modo, es lo que hay.
[ii] Tomo mi definición de nativismo del trabajo en teoría poscolonial de Bill Ashcroft, Gareth Griffiths y Hellen Tiffin, Key Concepts in Post-Colonial Studies: “el deseo de regresar a prácticas endémicas y formas culturales tal y como eran en tiempos anteriores a la colonización”. Japón nunca fue colonizado como tal, claro, pero es indudable que la época de ocupación y posguerra tuvo un efecto similar, aunque menos propagado, en la población. Si desean leer más sobre este concepto pueden consultar la obra ya citada, que es algo así como un diccionario, o bien The Empire Writes Back, de los mismos autores, libro en donde se discute teoría poscolonial mucho más a fondo.
[iii] Hablando del premio Yomiuri: Hernández parece depreciar su importancia, dado que es entregado “por un periódico” y no tiene el prestigio de los premios Akutagawa y Naoki. Aquí parece olvidar o ignorar dos cosas: 1) Mishima también ganó este premio, y 2) cuando Murakami lo ganó, el mismo Kenzaburo Ōe fue parte del jurado.
[iv] Y aquellos que hayan leído Kafka en la orilla sabrán por qué este es un refrán adecuado para hablar de Murakami.
Bibliografía
Hernández Esquivel, Christian Emmanuel. “Bullying a Murakami”. Marabunta. 29-08-2015. Web.
Lafayette De Mente, Boyé. Elements of Japanese Design. Tuttle Publishing: North Clarendon, 2006.
McInerney, Jay y Haruki Murakami. “Roll Over Basho: Who Japan Is Reading, and Why: A Dialogue Between Jay McInerney and Haruki Murakami”. The New York Times Book Review. 27-09-1992. Web.
Murakami, Haruki. Crónica del pájaro que da vuelta al mundo. Lourdes Porta y Junichi Matsuura (trad.). Tusquets Editores: Ciudad de México, 2010.
Nakakita, Koji. “La ocupación estadounidense de Japón: el proceso y alcance de la norteamericanización del país”. Revista ISTOR. Año XIII, número 51. CIDE: Ciudad de México, 2012.
Napier, Susan J. The fantastic in modern Japanese literature: The subversion of modernity. Routledge: Londres, 1996/2005.
Sayle, Murray. “Haruki Murakami: Japan’s most popular novelist has finally woken up to events in his own country. But can this ageing adolescent really grow up?” Prospect Magazine. 20-10-2002. Web.
Bitácora de lectura (dado que ésta es algo así como la columna literaria de Marabunta, a partir de esta edición compartirémos algunas de nuestras lecturas recientes, por si gustan de alguna recomendación):
– Fouché, el genio tenebroso – Stefan Zweig – Biografía semi-novelada de Joseph Fouché, un personaje que casi nadie recuerda, pero que fue el titiritero detrás de los hilos en muchísimos eventos históricos de la Francia revolucionaria y napoleónica. Pero no llegó a serlo porque fuera un gran hombre, sino porque era un gran político, cosa que, Zweig demuestra, casi siempre significa lo contrario. He leído pocas construcciones de un anti-héroe tan diestras como ésta. 4.5 / 5
– King Leopold’s Ghost – Adam Hochschild – Narrativa histórica sobre la colonización y explotación del Congo a manos del rey belga Leopoldo II. Más allá de la moralina, Hochschild se concentra en humanizar a todos los involucrados en el drama, darnos sus razones de actuar y evaluar las repercusiones de esta masacre y otras similares en la África moderna. Es de especial interés para el público mexicano una pequeña subtrama del libro: la historia de la hermana de Leopoldo, la emperatriz Carlota. 4 / 5
– Revolutionary Road – Richard Yates – Aquel monumento trágico que fuera El gran Gatsby para los años 20s estadounidenses lo es este libro para los 50s. Es la historia de una pareja que se cree talentosa y extraordinaria, y busca irse a vivir a Europa para cumplir sus sueños, pero se ve atrapada sin remedio y con consecuencias fatales por el narcisismo y la vacuidad se la cultura suburbana de posguerra. Sí, tiene película con DiCaprio, pero mejor empiecen por aquí. 4.5 / 5
– Envidia – Yuri Olesha – Novela satírica escrita en los albores de la era soviética, en la cual nuestro protagonista (un romántico empedernido con ambiciones poéticas) se siente sofocado por la aplastante banalidad y fríaldad del “nuevo orden” comunista, el cual es encarnado en un arrogante empresario que también es, desgraciadamente, su único amigo. Por momentos cáustica y aguda, es innegable que la narrativa de Olesha sí delata su edad en el estilo y las referencias. Sin embargo, bien vale la pena como documento de una resistencia muy temprana al stalinismo. 3.5 / 5