Por Diana Isabel Wilson
Son las siete veintitrés cuando subes con una cajetilla casi terminada, cerillos y una botella de ron a medias. Te sientas en la cornisa, mirando el abismo donde todo se desliza bajo tus pies como lodo. Lodo muy líquido. Enciendes un cohiba y le das una calada. El humo denso inunda tus pulmones. Se siente bien. Un trago de ron. Se siente mejor. Te inclinas hacia atrás para acostarte, cierras los ojos y escuchas: la infecta obertura del ocaso en la ciudad. Una fumada más. Otro largo trago. Sublime. Te domeña el sueño y cuando despiertas son las diez menos cuarto y el tabaco se ha consumido por completo. Tienes sed y el cuerpo entumecido. Te sientas de nuevo y miras hacia abajo. Cavilas sobre el hueco frío y vacío en que se ha tornado la calle frente a ti. Nadie camina, nadie habla; el espacio parece estar en pausa y tú observas desde fuera. No suena ya ninguna sinfonola. Solo vive el faro en la otra acera, proyectando su cortina de luz amarillenta: indolente, torpe, aburrido. Ves una cucaracha corriendo allá abajo, atravesando el halo de luz y sumiéndose en la fetidez de la alcantarilla. Luego recuerdas que a veinte metros de altura no habrías podido divisar una cucaracha y ríes de tu propia estupidez. Das un trago más y miras el ron consumirse rápido. Otro. Otro más largo. Quieres ponerte en pie y deseas que haya algo para asirte o alguien para levantarte. Apoyas las manos en el borde e intentas impulsarte hacia arriba, empujando la colilla que rueda hasta quedar colgando por la mitad sobre el vacío y después cae sin inmutarse. Te impulsas un poco más y tu cuerpo, desoyendo tu voluntad, avanza unos centímetros hacia la orilla. Miras tus pies y te preguntas cómo sería caer; si sentirías tus huesos quebrarse y alcanzarías a ver tu sangre manchar el concreto, si sería suficiente para morir en virtud. Buscas la botella junto a ti y encuentras que la has volcado. El ron ahora reposa en un charquito que se vuelve más exiguo con cada segundo, en el que alcanzas a ver algo de tu reflejo amorfo. Sientes una súbita ansiedad. Tomas la botella por el cuello y la avientas hacia abajo con fuerza. La escuchas impactarse sobre el concreto convirtiéndose en diminutas fracciones de vidrio astillado y sientes alivio. Pero escuchas algo más que cae, metálico, como monedas: muchas monedas que caen. Y luego un costalito. Te quedas en silencio y esperas. Hay también algo que se desploma, como el mismo costalito pero más grande. Lo imaginas. El costal lleva sus monedas en su costalito, se cae y las tira. Una risilla ínfima que sale de tu propia boca rompe el silencio y te sacude despacio de atrás a adelante hasta que no puedes controlarla. Sigues escuchando esos sonidos que no pueden venir de ningún lugar y que no entiendes. Ahora ríes a carcajadas que hacen eco en los edificios vecinos y lastiman tus oídos. Aprietas tus muslos con los dedos. Las venas de tus sienes palpitan fuerte y tus piernas tiemblan de frío. La risa se detiene de pronto y adviertes que has perdido un zapato. Asomas la cabeza sobre la cornisa. Entonces ves el cuerpo bocabajo, la sangre manchando el concreto, la botella hecha pedazos, el costalito y las monedas.
Ilustración por Nina Gradiva. Visita su página de Facebook.