El conformismo humano es desconcertante. Detrás de su indiferencia parece esconderse algo así como la intención de progreso. Ninguna migaja nos parece pequeña porque nos han enseñado que el cambio ocurre en pequeños gestos y no en la gran algazara de la revolución. Así, convencidos de que un seis es radicalmente mejor que un cinco, nos proponemos conquistar el mundo; pero mañana, que hoy sólo con pensarlo ya hemos hecho suficiente. Ah, reconfortante es el engaño.
Ya no somos hombres de trabajo sino de postergación, no somos más animales de esfuerzos monumentales sino lentas bestias de la desidia. Para combatir nuestra negligencia hemos inventado el milagro: que podemos erradicar la obesidad agregando tres gotas de una raíz amazónica al agua; que podemos alcanzar el éxito económico sobándole la barriga a un buda; que la lectura, por sí sola, del material que sea, nos vuelve de verdad diferentes. Lo que Prometeo consiguió en las alturas se ha derramado por el piso y se ha extinguido sin que nadie lo recoja.
Porque el fuego no sirve si no hay quien logre entornar la antorcha. Los libros son esa llama que sólo ilumina a quien sabe dirigirla: “Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol” (Lichtenberg). Peor aún cuando el espejo está deforme, cuando su creador, torpe y ciego, dejó partes sin bruñir, esquinas rotas. Toda lectura es un diálogo. Una conversación entre necios únicamente puede llevar a la necedad.
Así como en el gimnasio, que también es un lugar para cultivarse, requerimos de paciencia, concentración y perseverancia, en la lectura nuestro trabajo pide constancia para rendir frutos. Más de un estudio ha señalado que los jóvenes que se inician en la lectura con libros poco demandantes no suelen cambiar a otro tipo de lecturas, no dan el salto al abismo que pide el arte. Éstas son las verdaderas amistades peligrosas, las que aturden la reflexión. Poco se puede aprender de un mal interlocutor. Algunas veces su conversación pobre nos contagia y le deja a las palabras un mal sabor de boca. “Vivimos en un mundo en el que un loco produce muchos locos (…)” (Lichtenberg).
La solución es sencilla: si se va a apostar, que sea en serio; quien juegue con las palabras debe estar dispuesto a arriesgar la vida. Pero que esta audacia pase fuera de las páginas del libro. También la vida nos solicita esta apuesta.