Voltereta


por Héctor Ortiz

 

Decidí en ese momento que no habría mejor manera de cobrármela que metiéndole un gol. Su habilidad bajo los tres palos era su mayor orgullo, si bien siempre he sostenido que era su gordura lo que le permitía ser un buen portero en el diminuto marco metálico. Como sea, ahí estábamos en la cancha de concreto, seis en cada lado. Gabriel lanzó el balón y acometió sobre el mismo al tercer bote del mismo, ganando el duelo a Milton. Tuvimos así la primera posesión del juego, infructuosa, ya que el remate de volea del mismo Gabriel al centro cruzado de Paco se fue muy por encima del travesaño.

Roberto me resultó apático desde el primer momento. No creo equivocarme al aseverar que el sentimiento fue mutuo. Supe de su existencia desde el primer día del ciclo escolar. No destacó únicamente por ser alumno de nuevo ingreso, incorporándose al segundo grado de secundaria, ni por tener un par de años más que el resto de nosotros. Tampoco fue su piel caucásica y ojos verdes, inusuales entre el alumnado. Lo hizo por su tamaño y redondez, por alburear al profe de biología, por rifársela bajo los 3 palos en su primera y subsiguientes apariciones en las canchas del plantel, volviendo invicto al equipo de su salón. Como si ello no bastara, hizo llorar a Páez con sus burlas.

Páez era famoso en la escuela por todas las razones incorrectas: pálido, escuálido, gangoso, carente de malicia, retraído e incapaz de albergar en su diminuto ser rencor contra sus agresores. En pocas palabras, formábamos parte de la misma especie. Éramos presas perfectas.

La verdad es que yo pude haber estado en su lugar y también me aproveché de su fragilidad: la secundaria es una jungla y cada quien es responsable del lugar que ocupa en la cadena alimenticia. Carajo, hasta las mujeres le pegaban. Hube de cazar para no ser cazado. Estuve a salvo por un tiempo.

Lauro interceptó el pase y condujo el balón a toda velocidad por la banda izquierda. Incluso yo, que jugaba de defensa no porque destacara en la posición sino por falta de habilidad, me sume al ataque. El centro fue cortado por Roberto, quien estrenaba guantes nuevos, los mismos que los del portero de la selección alemana, que hacían juego con su jersey. Fintó el despeje con el brazo, engañando a Paco que se le había acercado para ejercer presión.

Roberto se hizo el autopase y salió hecho un bólido, dejando su portería desprotegida. A pesar de las lonjas, el cabrón tenía mejor condición atlética que la mayoría de quienes ocupábamos la cancha. Fácilmente superó a Paco y a Kevin y se encaminó a nuestra área chica. Intenté cortarle el paso, pero salí despedido al suelo al impactarme contra su persona. Jaime salió a achicar un momento tarde, por lo que Roberto alcanzó a dar un pase lateral a Omar, quien simplemente la empujó. Perdíamos uno a cero en un partido a 3 goles, con regla de final anticipado en caso de que un equipo obtuviera ventaja de dos goles a cero.

Los primeros problemas comenzaron cuando, elogiándole algunos de mis amigos, les contradije, afirmando que el tal Roberto no era mas que un pendejo, que no pudo mantener el ritmo de estudio acorde a su edad (a pesar de lo deficiente de la educación en este país), que ni era rico, ni pisteaba ni era promiscuo como presumía. Puntualicé también que, a pesar de su ventaja en edad, solo agredía a los notoriamente débiles, guardándose de llevar buena relación con cualquiera que pudiera sembrarle unos vergazos.  Que no era mas que un pinche fantoche y ellos unos pendejos por creerle. No se quién fue su informante.

En las próximas semanas hube de aguantar burlas constantes por su parte, a las que hice poco caso por ser estas poco imaginativas (y por lo tanto, poco celebradas), así como para no caer en provocaciones. Conociéndome, sabía que si me ponía al tiro no podría evitar llorar de la rabia y lanzarme como kamikaze contra mi adversario. Yo no era de esos capaces de partirle en su madre.

El gol aplastó nuestra moral. Tuvimos en los minutos posteriores algunas breves posesiones del balón, infructuosas por pases imprecisos y por la presión ejercida por nuestros contrincantes, quienes se dedicaron a contragolpear. Lo que nos salvó del definitivo dos a cero fue que, tras el error inicial, Jaime se convirtió en una muralla, logrando atajadas increíbles a los remates de Omar y Milton.

Jaime comenzó a increparnos. Necesitábamos concentrarnos, ya que en algún momento la insistencia del otro equipo les recompensaría. Requeríamos empatar para obligar al alargue. Fue entonces que, en un balón dividido a pocos metros de nuestra portería, pude llegar antes que César y colocar con firmeza mi pierna para tapar el cañonazo de este. Fue como si hubiera pateado un balón de cemento, por la forma en que fue proyectado hacia el frente. No esperando a que los rivales reclamaran la falta inexistente, conduje el esférico hacia la media cancha.

Una tarde me quedé leyendo en la biblioteca después de clases, como pretexto para esperar a Alicia, quien tomaba el taller de música. Todo el primer año de secundaria pasó mayormente desapercibida para mi, hasta que, en la asamblea de final de ciclo escolar, se presentó junto al resto de los integrantes del taller para tocar un par de canciones en una explanada llena de adolescentes atontados por el sol veraniego. No tuve ojos para ningún otro integrante en la banda. Alicia, con ese vestido negro y entallado, labios rojos, cabello alaciado y el fino vello cubriendo sus brazos mientras ejecutaba las notas en el violín se convirtieron en la imagen más solicitada por mi libido durante las furiosas acometidas contra mi verga. En otras palabras, estaba enamorado.

Pasaron el par de horas de la clase de música, por lo que regresé el libro a su estante y dirigí mis pasos hacia los salones destinados a los talleres artísticos, decidido a dejar de ser para Alicia solo un compañero de clase. Pasé delante del salón justo al tiempo en que ella salía cargando con su estuche.

—Hola.

—Hola.

Caminamos en silencio hacia la salida. Continuamos así durante varias cuadras en que cada vez que intentaba emplear alguna de las frases rompe hielo que estuve preparando con varios días de anticipación, una opresión en el pecho me incapacitaba incluso para balbucear. Un semáforo nos obligó a detenernos.

—¿Se puede saber porque me estás siguiendo? —preguntó, sin siquiera voltearme a ver.

—Yo…por qué…no lo sé.

—Deja de hacerlo, por favor. Adiós.

Y cruzó la calle sin esperar el cambio de luces. Derrotado, di la media vuelta para dirigirme a casa, topándome de frente con Roberto.

—¿Qué pasó compa? Te batearon gacho.

Ignoré el comentario y con el corazón hecho añicos por la primera de muchas decepciones amorosas, caminé hasta la parada del camión. Mi pene fue otra víctima esa tarde.

Tan pronto llegué a campo rival, Octavio avanzó hacia mí, dispuesto a recuperar el balón. Siendo yo poco habilidoso y no muy veloz, supe que ni acelerando ni gambeteando iba a ganar ese duelo individual, por lo que me apresuré a deshacerme de la pelota. Afortunadamente, alcancé a percibir a Gabriel, quien con un gesto me pidió el pase. Pateando con fuerza, logré que la pelota pasara en medio de Octavio y Milton, dejando a mi compañero solo y de frente a portería. El zurdazo, de primera intención, pegó en el poste izquierdo y se guardó dentro de la portería de Roberto, quien ni siquiera alcanzó a lanzarse. El juego estaba empatado.

Al día siguiente, noté un interés inusual en mi persona tan pronto llegué al salón. Los cuchicheos y las miradas me siguieron a lo largo del día. Supe por Paco que mi fracaso con Alicia se había difundido con rapidez y en diferentes versiones, de las que no salía bien parado. A pesar de ser un personaje principal en la historia, pareciera que al final del día Alicia se había creído alguna combinación de los escenarios apócrifos, ya que no solo me confrontó al salir de clases, sino que además me amenazó con acusar mi perversión a las autoridades de la secundaria si tenía el atrevimiento de volver a dirigirle la palabra.

Humillado por segundo día consecutivo y pensando en que dicho agravio no me abandonaría por el resto de mi vida, me dirigí a la parada del camión. Nada más traspasar el enrejado de la escuela, me encontré con Roberto y sus compañeros de salón.

—¿No les dio como olor a virginidad? —preguntó en voz alta, con sorna.

Todos rieron y comenzaron a quejarse de un olor que de ser existente hubiese emanado con la misma intensidad de sus propios cuerpos. Se los hice saber.

—Si tienen problemas con el sudor, compas, les recomiendo que empiecen a traerse un desodorante a la escuela.

—¿Qué se trae este pendejo? —escuché decir a Milton, quien probablemente ya pensaba en encararme. Era conocido en toda la zona escolar por ser de esas personas que se encueran para pelear, como también lo era por ser bueno para noquear morros. Con un gesto, Roberto lo detuvo en sus intenciones cuando ya este comenzaba a sacarse el suéter.

—Ya, no te agüites, güey, es pura cura. A todos nos han mandado a la verga alguna vez, ¿a poco no?

Murmullos de aprobación. Sin responder nada, comencé a caminar y ellos a seguirme a poca distancia.

—Se llama Alicia, ¿no? La neta si está bien buena la morra, al menos buen gusto no te falta. Ha de estar bien chingón que te agarre la verga así como le hace al violín.

Nuevas risas. Mi sangre se acercaba peligrosamente al punto de ebullición.

—Te propondré una cosa: ¿Por qué no te acercas a nosotros y te enseñamos como hablarle a las morritas? Digo, para que por fin uses esa madrecilla que traes entre las piernas.

—¿Por qué no vas y chingas a tu madre?

Me traicionó la pubertad. Mi voz, que comenzaba a engrosarse, falseó, por lo que mi respuesta sonó aguda, cercana al sollozo. Aparecieron las carcajadas y las groseras imitaciones a mi lastimero quejido.

—No, güey, no vayas a llorar, por favor, ¿Qué no te das cuenta que todo es pura cura? Solo estamos divirtiéndonos un rato. ¿Es que además de virgen y pervertido quieres ser conocido por llorón?

Caminé más rápido, pero ellos no perdieron el paso.

El mediocampo desapareció. Durante varios minutos, ambos equipos estuvimos atacándonos por turnos. Nos acercábamos, ofendíamos, no lográbamos el gol. Recuperaban entonces ellos el balón. Lo conducían, merodeaban el área, disparaban. Erraban. Tanto Roberto como Jaime daban los partidos de sus vidas. A pesar de lo emocionante del juego, éste comenzaba a alargarse bastante más de lo usual, por lo que los alumnos esperando reta comenzaron a reclamar la falta de efectividad de los delanteros, pensando en que el tiempo de receso era escaso y que pudieran quedarse sin jugar.

Fue entonces que Bernardo, defensa del equipo rival, machucó un pase que pretendía para que Saúl iniciara el contraataque. Kevin recuperó el balón a escasos metros de la portería de Roberto, siendo este el ultimo hombre. Corrió directo a portería, adelantando de más la pelota. Justo cuando estaba por impactarse contra el portero, alcanzó a dar un pase lateral, llegando Paco a toda velocidad para cerrar la pinza. Tuvo que barrerse y desgarrarse el uniforme deportivo para empujar el balón. Ganábamos 2-1.

Las burlas continuaron al día siguiente. Como siempre, el asunto fue tergiversado por Roberto, para dar la mejor versión de si mismo y la peor de mí. Fantasee a lo largo del día el extraer la navaja que cargaba en mi mochila -mi colonia es peligrosa- y clavársela en el buche. Mis amigos poco hicieron por defenderme. También temían a los puños y el tamaño de mi agresor.

Al salir de clases volvía a estar allí, como si hubiese estado esperándome con su clica. Quiero creer que todo no fue mas que una casualidad. Me niego a pensar que Roberto le daba tanta importancia a estar acosándome. Imitaban sollozos mientras me seguían y advertían a las morras que pasaban a mi lado sobre mis mañas. No hice caso, limitándome a estrujar dentro del bolsillo de mi pantalón las cachas nacaradas de mi arma. Fue entonces cuando cinco dedos regordetes se posaron sobre mi hombro.

La sorpresa llenó su rostro, así como el de los que lo acompañaban. Supongo que jamás imaginó una respuesta física de mi parte. Mucho menos una humillante cachetada, que cimbró los pliegues de su papada. Se llevó la mano a la parte izquierda de la cara, como para comprobar el impacto, verificar que no lo había imaginado. Me quedé congelado, viendo como su expresión cambiaba de la sorpresa a la ira.

—Ahora si vas a llorar, hijo de tu puta madre— sentenció.

Dejaba caer su mochila para surtirme, cuando se escuchó un grito.

—¡Hey, Roberto! Ni te atrevas a tocarlo.

Era Agustín quien se acercaba. Al igual que Roberto, era también un alumno irregular, un año mayor al resto de nosotros.

—¡A ti que te valga verga!— respondió Roberto con fiereza, aunque cierto temor se notó en el tono empleado.

—Si tienes pedos con Gustavo, los vas a tener conmigo también. Si quieres agarrarte a putazos, ¿por qué no tratas de dármelos a mí?

Estuvieron un rato intercambiando provocaciones, sin que ninguno iniciara las agresiones físicas. Mejor seria decir que Roberto no se atrevió a respaldar con actos sus palabras, intimidado por el cabello a rape, los músculos y los nudillos marcados de mi protector. Terminó por retirarse en dirección contraria junto a sus compañeros. Agustín me acompaño hasta el camión y lo abordó conmigo. Resultó que vivíamos en la misma colonia. Me fue terapeando todo el camino.

—El culero vive hasta que el que oprimido quiere— me dijo, errando el refrán. Me dijo que debía defenderme de la forma que pudiera, aunque no resultara bien para mi integridad física. Me afirmó que si demostraba que no estaba dispuesto a dejarme de Roberto este y los demás perderían todo interés en seguirme chingando. Me prometió también que mientras el continuara en la escuela no permitiría que Roberto se pasara de lanza conmigo. Me dijo varias cosas más, que no pude registrar, la totalidad de mi atención fija en mi palma abierta.

Agustín era lo que cualquier madre llamaría una mala influencia. Fumaba, tomaba, probablemente repartía droga en la colonia. No obstante, era una persona recta en su trato con las personas. Era incluso amable con todos los compañeros de clase, aunque la escuela le importara un carajo. Cosechando su amistad, obtuve inmunidad por algún tiempo. Incluso el trato de los compañeros hacia mi persona se vio modificado favorablemente. A pesar de ello, no me atreví a aclarar las cosas con Alicia, asumiendo por entero la derrota en ese frente.

Entonces un profesor encontró a Agustín en un aula vacía mientras una compañera de clase se la chupaba. El que la morra fuera hija de un diputado solo provocó un escándalo mayor, que resultó en la expulsión de mi protector. Supe tiempo después que tras este nuevo traspié académico prefirió emigrar a Estados Unidos para afiliarse a la misma pandilla que su hermano. La temporada de caza se reanudó, si bien fue poco el impacto logrado en el ánimo general, mi imagen personal engrandecida por contar con el favor de Agustín.

A un costado de la cancha, las burlas fueron ahora para Roberto. Estaba por perder su primer partido en la escuela. Furioso, comenzó a insultar a sus compañeros de equipo, quienes comenzaron a dominar la posesión del esférico, sin lograr acercarse con peligro.

Entonces Lauro robó el balón a Omar y se encarreró por la banda. Con un recorte se quitó a Cesar y con un túnel despachó a Yahir. A Milton fue al que no se pudo quitar y que fue llevándolo hacia la línea final. El resto de mi equipo se lanzó al frente, esperando cabecear el centro. La pelota nunca se elevó. El pase retrasado se dirigió hacia mí. Aceleré para alcanzar a dar el punterazo. La pelota pasó entre las piernas de Roberto. Exageré la celebración de la victoria, gritándole el gol a Roberto a escasos centímetros de su cara, gotas de saliva impactando sobre su anaranjada piel. Se sintió mucho mejor que la cachetada. Alcanzamos a despachar con marcadores de 2-0 a otro par de retas antes de que el timbre nos llamara de regreso a clases.

Roberto hubo de aguantar las burlas por el resto del día, mientras que a mi no dejaron de alabarme la proeza. Casi hizo que valiera la pena la verguiza que me dio al salir de clase.

 

 

Héctor Ortiz nació en Tijuana en 1993. Es egresado de la Licenciatura en Derecho por la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Fue reportero para Semanario ZETA de 2014 hasta marzo de 2018, donde anteriormente colaboró con una columna semanal. Ha participado en talleres de narrativa con los escritores Eduardo Antonio Parra y Sidharta Ochoa. Es autor de cuentos inéditos.

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