La Perdida Batalla del Monte de los Cruces


 

Al bajar te quemaba la garganta trovera, y te recordaba simultáneamente que esas úlceras por “bajón” ya no se marchitarían jamás. Herpes, que te quiero, herpes. Bajaba entonces la cascada de ron por esa mismísima garganta tuya, la que décadas atrás entonó furiosa las más combativas y desgarradas canciones comprometidas “contra el sistema explotador y contra el imperialismo yanqui”.

Era esa misma garganta aventurera que, a fin de siglo en el Dragonfly de West Hollywood, alternando una noche tu Banda Viajera con el grupo La Barranca, compartió micrófono y botella con el “Cox” Gaytán, violinista y exBotellito de Jerez, ex Cade cantonovero, ex Karne de Res con El Botello Mastuerzo, y ex quién sabe con cuántos grupos más había hueseado, cuando tus cuates gruperos, botella en mano, “evolucionaron” de folcloroides a roqueros, apuntaría Federico Arana. Pero eso fue a fin de siglo, camarada y subcomediante Marco Padilla. Década y media después, ya habías dejado de pertenecer a ese grupo de rock para pasarte a otro, al Grupo 24 Horas de AA.

En esta tarde de siglo nuevo, el Escuadrón de la Batalla de Botellas te había tirado, pero no al mar, sino a la tierra, como una de ellas; vacía ella y tú en tu vacío, en el callejón coyoacanense de Tres Cruces, justamente atrás de la casa de la maestra sorjuanista Margo Glantz. Estabas que te morías por la congestión alcohólica. Los transeúntes te miraban al pasar, pero lo único medianamente piadoso que lograbas allí postrado, henchido como el sapo en el barro de Arreola -como un corazón tirado al suelor- eran desdeñosas volteadas de rostros ajenos hacia la avenida Presidente Carranza, con algunos colaterales escupitajos de asco por tu apariencia de asfalto usado.

Sin embargo, la Parca en que te irás tiene una Cruz de Olvido: la del crucifijo en oro que otra tarde lejana en tiempo, en un monte-volcán que escolta a la Ciudad de México, te montó en el pecho Alexandra Gutiérrez, exiliándola y abjurándola del suyo. Sí, Ale, Alexa, Alexandra Gutiérrez (su nombre se escribe con “X”, que mucho tiene de cruz, y de calvario, como Mexiquín y Chilinski). La misma Alexa desafinada, pero combativa vocalista de otra banda cantonovera del neonostálgico y pretérito periodo sigloveintesco; ¡Ale y olé! La guapa y criolla militante full-time de tantos Eventos Culturales Solidarios por los Pobres en Chinga Revolucionaria (en aquel tiempo, hablando de troveros y canciones, no eran todavía La Ahora Pendeja Prole PeñaNietera, sino el Entonces Proletariado Combativo en Lucha). Compañero, son los finales de los setentas: “tú defines si le entras”. Era la misma luchona Ale, Alex, Alexa, Alexandrovna Leninstóvica y Trotskyóvaia que te colgó su fetiche áureo -regalo de su famosa madrina actriz, Katty de Hoyos, en sus XV (los de Ale)- como antídoto o conjuro para tu Viacrucis Etílico, tratando de sacarte inútilmente del idealismo y del alcoholismo al mismo tiempo, con los recursos que fueran, aunque ya fuera tarde.

Alexandrina Marxistova Gutiérrez había sido, desde que le acompañaste virtuoso un memorable palomazo de rolas inéditas de Jaime López en la coyoacanense Hostería del Trovador en 1979, tu Joan Baez de Tarango, tu Violeta Parra mixeada con Judith Reyes (puedes googlearlas), y sobre todo, tu María Magdalena, pero sin ser tan pública: fue ella quien en privado te lloró al mismísimo pie de la Cruz del Ajusco, cuando en su altiva cima chilanga sus saludables caminatas ecológicas dominicales y tus sucias vagancias cerriles para bajar las crudas de tres días seguidos de tocadas y botellas, se cruzaron.

En el último de de esos cruzamientos montunos, recordabas cómo Alexandra te puso un manto límpido, casi sacro, en tu herido rostro (te habías peleado en el bar con tu baterista, tu brandyrista, a media peda futbolera); iluminó con el suyo tu rostro pardo de copia pirata del poster viejo del Ché de Korda, desaliñado y bohemio, amarillento como mezcal con gusano, y casi agusanado por los estragos del mezcal de Oaxaca que otra samaritana, María Esther (pasante de Antropología) te traía mensualmente desde el mismísimo Istmo (pinche palabra geográfica que siempre hace dudar cómo se escribe). El alcohol en la majestuosa cima ajusqueña te hacía resoplar entonces como dragón apagado, y tu aliento a huevo cocido y a Gay Lussac fermentado fulminaba la naricilla pecosa y respingada de Ale, de Alexa, quien no obstante lamió tus heridas en esas yemas de dedos portentosos para requintear, pero en esa postrera vez montañesa, cruzados y acalambrados de puro frío, a 3930 metros sobre el nivel del bar. El Bár-Baro, ese antro cuyo dueño se compadecía y beneficiaba indistintamente del talento musical de tu banda versátil, y de lo barato que se vendían cada noche de los fines de semana, entreteniendo a otros potenciales ebrios, pero caros.

Sin embargo, a partir de entonces y por ignotas razones, ella te aguantó sucesivamente todos tus excesos y nada con medida por tus permanentes embotellamientos. Era la misma vocalista con obsesa vocación altruista que siempre secó tus lágrimas y limpió sin asco tus vómitos almizclados de ron y vodka mancomunados; la cuasiMadre Terrecia que, metida a redentora, ya en su casona burguesa de Lomas de Tarango te bajó de la cruda, lloró tus crisis, te bañó en burbujas y te leyó en francés pulcro de escuela privada pulcra de la Colonia Florida pulcra, y sin ajenjo baudeleriano, Les Fleurs du Mal. Aunque tú te identificabas más con otro ebrio poeta: Dylan Thomas. Y tomaste la decisión de tomar, sin tomarla en cuenta.

Alexa, “Alecsa, no seas Aleja”, por peculiar misericordia te perdonó y absolvió de tus pecados y fornicios; inclusive, hasta el haber golpeado afuera de la Peña Tecuicanime, en los rumbos de la colonia Roma imperial capitalina, a su entonces novio-pequeñoburgués pero progresista; ese barbudo vocalista del grupo de Canto Nuevo que se envejeció trovando viejas consignas libertarias que se despedazaron junto con el Muro berlinesco al final de los 80s. Ale, Alexa, Aleja con equis, con una XX en la mano como Rubia Superior; la misma Alexa que también te había soportado totalmente ebrio a media calle de Pitágoras, en el corazón de Narvarte, con tu miembro en mano, disparando ráfagas de orín al Mustang convertible de su otro exnovio “más-burgués”, como tu espontánea “escaramuza anarquista contra uno de los símbolos preclaros del imperialismo yanqui”. Esa madrugada, aun cuando todos los invitados intelectualoides habían coincidido en definir tu acción “anarquista” como simplemente asquerosa y escatológica, Alexa no se quitó ni la boina cheguevarista que le quedaba preciosa, ni abandonó Le Resistance en tu borracha defensa, ni menos la trinchera solidaria con tu ebrio izquierdismo coyoacanense, de poser retrógrada pues porque, pasado Bob Dylan, the times (already) had changed.

Tu curadora en el arte de beber sin vivir fue esa misma Ale, que en inglés te remitía a la cerveza ligera. Ale era también ligera, era dorada y adorada en esa era, y era también a veces fría, también un poco embriagadora. Pero, desde hacía años, el alcoholín y Chilinsky ya te habían izado banderas ya arriadas, y ya erradas tus viejas consignas idealistas, sentías patrióticamente, por medio del licor de importación, que a mayor sinsentido mayor compromiso ideológico para entender sin los libros de Martha Harnecker, ni los de muñequitos de Rius, las pedas del obrero, las empulcadas del campesino y las enronadas estudiantiles.

Pero eso pertenecía al pasado histórico, al pasón histérico. En esta tarde coyoacanera de SigloNuevo, con Ale bien mirada como sombra, como polvo, como nada, ya no bajaba el licor a tus adentros ardiendo vísceras, úlceras o muerta flora intestinal, para drenarse en orines tibios y sangre que mantenían humedecidos y puntualmente apestosos tus andrajos interiores: ahora bajaba puntual y reptando en convulsiones tu agonía, exudando tequila, ron y brandy barato cocteleados con vómito hepático, y te abarataba los cinco sentidos hasta volverlos uno solo en oferta especial y mortal del día, como embudo vital  y coladera etílica: te derrumbó una gran punzada hepática final, certera, donde tras ella, ni la guapa Alexandra Gutiérrez, ni Alexander Solyenitzin, ni Alex Syntek, ni Tecate ni Caguama te salvarían ya del Reino Eterno, Campeón sin Corona, sin Bohemia, sin Montejo, sin Pacífico, sin Modelo, sin… sin tu sino.

 

Ricardo Camarena Castellanos

Lloydminster, SK, Canada.

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Ricardo Camarena Castellanos (1959). Ph. D. y M.A. en Literatura Española (University of Ottawa), Lic. En Letras Hispánicas (UNAM). Investigador académico de El Colegio de México sobre Inquisición y censura de teatro y de libros, y sobre Sor Juana. Coeditor, redactor y columnista de rock en español para el diario La Opinión (Los Angeles, CA, 1996-2001). Profesor de Español y Literatura en colegios y universidades en México y Canadá desde 1986. Fundador y colaborador en diarios y revistas de México, USA y Canadá, desde 1983. Autor literario de narrativa breve publicada, y novela. Músico desde 1975.

 

Ilustración – Atávica por Faroci (sitio web del artista)

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