Cuando el cielo comenzó a clarear


por Arturo Canseco N.

 

Ya no sentía los brazos. El mecate que le ataba las manos le cortaba la circulación y, al estar colgado por las muñecas de esa vieja tubería, sus brazos habían dejado de ser parte de él. Le dolían las costillas. Las patadas y los tubazos que le habían dado le habían dejado mallugado todo el tórax, y de su cara no dejaba de caer sangre. Sentía los cachetes hinchados y la nariz torcida; apenas podía abrir el ojo izquierdo, el derecho tenía rato que había dejado de ver. Con las piernas colgando, Jano escupió un gargajo de color púrpura, una mezcla de saliva, sangre y coágulos. Sorbió por la nariz y volteó a ver el cuartillo en el que estaba.

Cuando lo bajaron al sótano y lo metieron en ese cuchitril supo que todo se había ido a la chingada. Luego de pasar algunos minutos en la planta principal charlando con El Jefe, los mismos policías que lo trajeron al Palacio lo habían bajado a ese sitio. Era un cuadrado de dos por dos metros sin ventanas, con un solo foco colgando del centro del cuarto, un par de sillas y una mesa con un montón de cosas que al ver le provocaron escalofríos. De inmediato los tipos empezaron a golpearlo a mano limpia, doblándolo, retorciéndolo, provocándole espasmos. La primera patada la recibió en el estómago, luego su nariz detuvo los dos próximos golpes. Cuando subió las manos para proteger su rostro, el otro policía le agarró los brazos y lo ató al tubo que corría como travesaño por el techo, dejando todo su cuerpo abierto para recibir los madrazos. “Esto te pasa por listillo, cabrón”, era lo último que había escuchado antes que un porrazo en la sien lo mandara a dormir.

Jano volteó a su alrededor, buscando alguna cara con su ojo bueno. En la esquina derecha de la puerta encontró una silla y a uno de los tipos sentado, fumando un cigarro con la camisa abierta, dejando ver su cadena de oro con un crucifijo colgando y la imagen de un santo. Al verlo, Jano le dijo lo único que se le vino a la mente: “cabrón, regálame una calada. Me estoy muriendo por un cigarro”; el tipo lo volteó a ver y echó una carcajada sonora, de ésas que hacen que te zumben los oídos. Entendiendo la ironía de lo que le había dicho, le dijo: “si serás pendejo. Todo madreado y aun así me pides un cigarro. Ta’ bueno”. Jano sonrió de medio lado cuando el tipo se acercó a ponerle un cigarro en la boca y lo encendió.

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Era la primera vez que transitaba sobre la avenida Eje Central en auto y, por irónico que pareciera, no había un solo carro en toda la vía. Jano sentía el sudor escurrírsele por la frente, entrando en sus ojos, escociéndole, ardiendo. Se limpió el sudor con la manga de su vieja camisa de franela a cuadros, ésa que le regaló su padre en su cumpleaños hace ya cuatro años. Jano pensó en qué diría su padre, un afamado político de su ciudad natal, si lo viera en estos momentos viajando en la parte trasera de una patrulla, con rumbo a quién sabe dónde.

A pesar de ir sentado y de llevar no sabía cuánto tiempo en ese sillón, podía sentir su corazón latir a mil por hora, las manos y las piernas frías, y ese temblor en el pecho, como cuando la noche fría cala en lo más hondo de tu cuerpo; o cuando estás corriendo, huyendo de algo que sabes que te hará daño. Así se sentía en ese instante, con el sudor empapándole las axilas, cubriendo sus mejillas, cayendo por su barbilla, deseando estar en cualquier otro lugar.

Por un minuto, miró por la ventana y apreció el paisaje. La patrulla estaba llegando al entronque de Eje Central y la calle Morelos; pudo apreciar por el parabrisas la enorme mole que era el Palacio de Bellas Artes, con sus paredes de mármol brillando por el sol poniente, los grandes ventanales oscuros, los ángeles que adornaban la pequeña plaza en la que alguna vez se había sentado a tocar su guitarra, Carolina, como él le decía con cariño; al fondo, ya se veía el Palacio de Correos, una estructura en forma de pastel mal hecho con paredes color arena; y a su izquierda la antigua torre de Seguros La Nacional, que ahora servía de oficinas para una telefónica. A Jano siempre le había gustado ese edificio: sus colores sobrios, el minimalismo en sus acabados y su estructura sólida lo habían cautivado desde el primer día que pisó la ciudad, hace cuatro años.

Uno de los policías habló, sacándolo de sus pensamientos. Dijo que estaban por llegar, que El Jefe lo estaba esperando. Se habían tomado la molestia de vaciar todo el Centro Histórico sólo por él. Jano no contestó. Se preguntó quién sería El Jefe, y qué tan alto cargo tendría para poder vaciar todo el Centro Histórico en el tiempo que él llevaba en la patrulla. Le pareció gracioso pensar en los malabaristas y actores callejeros corriendo con todas sus cosas hacia el metro, cruzando la Alameda con sus vestidos de manta arremangados a las rodillas. El coche giró tomando la calle de Morelos. “Esa calle es peatonal”, pensó Jano, pero antes de decir nada recordó las palabras que le dijeron los policías cuando fueron por él a su viejo departamento en La Conchita: “nuestra única orden es llevarte con El Jefe, el cómo lleguemos es otro pedo”; a pesar de que no había hablado con los tipos en todo el camino, Jano sabía por qué lo llevaban.

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Al permanecer ahí colgado, no podía hacer otra cosa más que pensar. Pensar en la cadena de acciones que lo llevaron a estar en esa situación, en el sótano de uno de los edificios más importantes del país, bañado en sudor, sangre y lágrimas. Le pareció cómico ese pensamiento, “sudor, sangre y lágrimas”, aquello con lo que se supone se construyó la base de su nación, ahora era él quien lo derramaba.

Hacía no más de dos años, un mes de noviembre. Mientras estaba sentado en uno de los bancos de la Biblioteca Universitaria, ese edificio circular con grandes ventanales en lugar de paredes y un laberíntico anfiteatro en su tejado, escuchó por primera vez la frase más emblemática de uno de los luchadores sociales de su país, también llamado El Libertador: “El hombre de honor, no tiene más patria que aquella en que se protegen los derechos de los ciudadanos y se respeta el carácter sagrado de la humanidad”.

Recordaba bien ese día; al huir de una de las cátedras del tediosísimo profesor Bernardino López Aguilar, un tipo alto y delgado, de rostro enjuto y dientes amarillos por el tabaco, había vagado un par de horas por los callejones de la Universidad Nacional, deteniéndose en aquel banco por la conjunción de la sombra de un cardoncillo y los rayos solares de ese húmedo y sofocante verano.

En el anfiteatro de la biblioteca, un grupo de estudiantes escuchaba atentamente a un tipo que él reconocía como El Pibe, un estudiante argentino que cursaba la carrera de Ciencias Políticas desde que se fundó dicha carrera en la Universidad —o al menos ésa era la broma que siempre se le achacaba. Al escuchar esas palabras, Jano dejó su copia de Los Argonautas del Pacífico Occidental sobre la banca y prestó más atención al discurso del Pibe. “No es más que el diálogo panfletario de marxista de charol”, pensó, “típico de los anarcos y los trotskos del campus. Mucho de que el estado es un represor, de que los políticos son unos corruptos, y otro tanto de que la sociedad debe levantarse contra ellos. Pura bisutería”.

Sin embargo, ese mismo día durante una plática con su amigo Flavio, un profesor que conoció unos años antes y con el que tenía una muy buena amistad por sus corrientes marxistas, se vio repitiendo las palabras del Pibe. Cuando Flavio le argumentó que por qué repetía el discurso barato de los típicos polacos de la Uni, Jano le contestó que el mismo Che en su momento había dicho que: la diferencia entre el rebelde y el revolucionario, es que el revolucionario persigue los ideales de la revolución, del cambio social, y tiene una ideología que lo respalda y le dicta como debe ser; el rebelde es simplemente un tipo que no está de acuerdo por el simple hecho de no estar de acuerdo”. El problema de los tipos que había visto en la biblioteca dando su discurso de cambio social era que no sabían cómo encaminar ese verdadero cambio.

Un zape bien plantado en la nuca lo trajo a la realidad, abandonando sus recuerdos para aterrizar en ese cuchitril, con un tipo plantado a su izquierda. Lo reconocía. Era uno de los guarros del Jefe, lo había visto en la oficina cuando lo llevaron ahí. El tipo lo miró y sonrió, le faltaba uno de los dientes del medio y su ojo izquierdo era un poco más pardo que el derecho, dándole más la apariencia de un perro rabioso que la de un General, o al menos, eso pensaba Jano que era al ver todas sus condecoraciones en las solapas de su traje de militar. El General lo tomo por los pelos de la nuca y le levantó la cabeza, dijo que se estaba tomando muchas pinches molestias por un mocoso nalgasmeadas, pero que el circo que había armado con sus compañeritos de la Uni no era para menos. Le dijo que todavía tenían a todos sus camaradas en custodia, igual de calientitos que lo tenían a él. Jano no respondió. El jalón de pescuezo le hizo cerrar los ojos y apretar los dientes, sólo sentía el aliento cálido del General en su mejilla, olía a ajo, ron y tabaco. La última frase había hecho que se agudizaran sus sentidos. Hacía tres meses que el primero de sus camaradas había desaparecido. Un típico levantón de los que se hacían en esos tiempos. A pesar de ir a decenas de comisarías, realizar marchas y protestas pacíficas, El Vikingo no había sido liberado, ni siquiera reconocían que lo tenían preso, o peor aún. Al Vikingo lo siguieron otros tres que, como él, eran los líderes de La Unión.

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Aunque estaba en calzones cuando llegaron los policías a su piso, a él no le sorprendió para nada el verlos; se limitó a preguntar si ya era el momento, a lo que el policía de mayor estatura, un tipo ancho con rostro rechoncho y un bigote tupido, le contestó que sí, que agarrara sus pantalones si no quería pasearse por la ciudad en trusa. Jano tomó sus viejos pantalones de mezclilla, guardó su cartera, su celular y sus llaves y caminó tras los oficiales. Después de cerrar con llave la puerta, sonrió al darse cuenta de que lo hacía sólo para cumplir su costumbre, ya que veía muy difícil que regresara algún día. Mientras circulaban por la calle de Madero, observaba los restaurantes cerrados, y pensaba que, para llevar prisa, la patrulla avanzaba muy lentamente, como disfrutando el paseo hacia su destino final, deleitándose con cada metro recorrido, saboreando cada vuelta de llanta, como cuando un gato observa retorcerse a un ratón justo antes de comérselo.

Había olvidado los malditos cigarros. Si había algo que odiaba más que estar en esa pinche patrulla, era haber olvidado sus putos cigarros. Los había dejado en la barra de la cocina; había estado preparándose un café cuando llegaron los puercos y, por la inercia de abrir la puerta y demás, había olvidado el mentado tabaco. Nunca salía de su casa sin ellos, siempre cargaba con una cajetilla de Mustang’s en el bolsillo derecho de sus pantalones. Cuando se acababa, instantáneamente compraba otra. Ahora podía sentir el vacío, la falta de peso y de volumen en su pierna derecha. Tal vez este momento no fuera tan despreciable si estuviera dándole una calada a un cigarrillo. Jano miró por la ventana justo al final de la calle, donde se puede apreciar el Zócalo de la ciudad en todo su esplendor, con la bandera ondeando a media asta; recargó su cabeza en el cristal y sintió como le empezaban a sudar las manos, esta vez, por el ansia de un buen cigarro.

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El General lo soltó, azotándolo contra el suelo. Luego de darle una patada en las rodillas, camino hacia el policía barrigón que le había dado el cigarro, el cual al verlo más cerca se levantó de la silla lo más rápida y torpemente que pudo y se la cedió con un gesto demasiado pomposo. El General se sentó sin voltear a ver al otro, cruzó la pierna y se prendió un cigarro. Jano pensó que no era suficiente con todo lo que le había hecho, todavía lo torturaba con el dulce olor a tabaco, sin poder tenerlo en sus pulmones.

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Después de la reunión con Flavio, Jano comenzó a platicar más con él a cerca de qué estaba mal en el país, y de cómo podían cambiarlo. A dichas reuniones se unieron el Vikingo —un chileno ya entrado en años que obtuvo su mote en sus años mozos, cuando su cabellera rubia, larga barba, altura y cuerpo prominente lo hacían notar—, Mario y Efraín, otros profesores que también filosofaban acerca de cómo podían cambiar la situación de la nación. Lo que comenzó como una pequeña bohemia de amigos, se transformó a los pocos meses en reuniones masivas en la Universidad, en las cuales Jano y esos profesores eran los encargados de moderar y planificar los temas a tratar. Se empezaron a dar a conocer como La Unión, definiéndose como un grupo universitario que buscaba la mejora social. A los cinco meses de la primera reunión en la que tomaron su nombre, un mensaje por una red social sorprendió a Jano; provenía de un tipo de otra universidad, diciéndole que les había llegado la información de las reuniones que realizaban, y que ellos estaban haciendo lo propio para crear un movimiento similar, y lo invitaba a participar como un grupo interuniversitario. La Unión comenzaba a crecer.

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Plop, plop, plop. Había una gotera en la tubería. Plop, plop, plop. Jano no sabía si tendría horas o minutos que sus captores se habían marchado del cuarto, dejándolo solo. Solo con sus heridas. Solo con sus pensamientos. Plop, plop, plop. Siempre había sido muy desesperado. Los ruidos constantes le molestaban, siempre había preferido el silencio. Plop, plop, plop. Sus manos llevaban rato hormigueándole, pidiendo a gritos un poco de circulación. El sudor caía por su barbilla. Podía sentir sus nuevas heridas sangrar. En el piso ya había un charco considerablemente grande de sangre y sudor, y esa maldita gotera no dejaba de sonar. Jano sentía como sus latidos se empezaban a sincronizar con la caída de cada gota. Si eso era parte de la tortura a la que lo estaban sometiendo, ese momento era peor que todos los golpes que había recibido.

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Al llegar a la Plaza Mayor, el corazón político y social de su país desde hace más de setecientos años, la patrulla tomó uno de los callejones cercanos, Jano vislumbró al final de la calle la Iglesia de la Inquisición, pero antes de llegar a ese punto el auto entró en uno de los edificios coloniales aledaños, en un estacionamiento subterráneo. El lugar era frío y húmedo, a Jano le corrió un escalofrío por el espinazo al sentir el cambio de temperatura y al percatarse de que su viaje había llegado a su fin. Luego de estacionarse, los policías bajaron de manera brusca a Jano, y lo dirigieron a un elevador. Al entrar al cubo metálico, se posicionaron uno a cada costado dejándolo a él al centro, y marcaron el último piso como destino. Al cerrarse las puertas, Jano sitió un ataque de ansiedad, podía ver como las paredes se acercaban hacia él, dejándolo sin espacio, la garganta seca, el pecho fruncido; no podía respirar. Su claustrofobia entraba en escena.

Justo cuando el pánico lo empezaba a invadir, las puertas se abrieron dejando ver un largo y ancho pasillo, con altos ventanales rematados por taludes adornados con ángeles; los oficiales lo condujeron hacia el ala este del edificio y, al llegar a una gran puerta doble de madera de puro estilo barroco, vio a un hombre esperándolo. “Aquí traemos al revoltoso número uno mi comandante”, le escuchó decir al policía que estaba a su izquierda. Al llegar frente a él, el tipo lo observó como si estuviera viendo a un perro callejero, con asco y repulsión en sus ojos. Debía tener unos cincuenta años, aunque las cicatrices de su rostro y la gran cantidad de condecoraciones en las solapas de su chaqueta militar lo hacían parecer más anciano. Les ordenó a los policías retirarse y de inmediato se fueron a sentar al otro extremo del pequeño vestíbulo, el General —como lo había bautizado Jano— lo condujo por las puertas junto a él.

—Espero que hayas dejado todos tus asuntos en orden cabrón —le dijo—, porque no creo que salgas de esta.

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Al mensaje que recibió Jano de aquel tipo se sumaron cada vez más: estudiantes, profesores y administrativos universitarios de provincia que comenzaban a unirse en un movimiento paralelo al que él había iniciado en la Universidad. Pasados dos meses del primer contacto, ya se sumaban diez universidades de su ciudad que se agrupaban en La Unión, y ya había más de veinte de otras ciudades de toda la república. Cuando el movimiento comenzó a tomar fuerza, la Matruska, una compañera de su generación —la cual resaltaba por su paranoia y sus delirios de persecución— le recomendó a él, al Vikingo y a los demás, que debían de hacer algo para cubrir sus identidades, ya que no faltaba mucho para que el gobierno metiera sus manos en La Unión, y si el movimiento perdía a sus “cabecillas ideológicas”, perdería toda la fuerza. A Jano le pareció divertido y gracioso el que lo considerara una “cabecilla ideológica”, pero después de la última reunión interuniversitaria, se dio cuenta de que el movimiento se guiaba por ideales muy marcados, sí, pero que estos ideales los entendían y practicaban sólo algunos de ellos, por lo que, al quitarlos a ellos del mapa, sería como cortarle la cabeza a una cucaracha.

Llevaba días dándole vueltas a esa idea, cuando Mario y Efraín sugirieron un plan de acción totalmente singular: La Unión no tendría una cabeza, tendría cientos de cabezas. Comenzaron a reunir a intelectuales renombrados y a sus estudiantes predilectos procedentes de todas las universidades, para que todos fueran los líderes, la mesa directiva se rotaría, nadie sabría quién era la verdadera cabeza porque no existiría, al menos no públicamente. A partir de ese momento, La Unión comenzó a tomar fuerza con los trabajadores, obreros, campesinos y amas de casa; todo el país comenzaba a unirse en pro de los universitarios. Ya era hora de que la clase intelectual de su país ―reflexionó Jano― se fajara los pantalones y demostrara de qué valía el conocimiento. Porque el conocimiento, simplemente es libertad.

El aire le comenzó a escasear. En todo el tiempo que llevaba ahí, dejando de lado todos los madrazos y cortadas que le habían hecho, a Jano no le había faltado el aire. Pero en ese momento, comenzó a jadear sin control. Su mente comenzó a vagar, veía todo a su alrededor desenfocado, difuminado, y de un prominente color sepia. Escuchaba voces, susurros, caricias a su oído. Las últimas palabras que le había dicho su madre las vacaciones pasadas, los consejos de su padre, como si estuvieran a su lado, llamándole.

De pronto, Jano volvió en sí, sacudió la cabeza fuertemente para apartar las voces, y comenzó a mirar su cuerpo; el lado izquierdo de su tórax era completamente morado. Un derrame interno, pensó. Al fin y al cabo, esos cabrones lo matarían, pero no de la manera que ellos imaginaban. Comenzó a reír, a carcajearse, a soltar risotadas sin control. Le parecía irónico el hecho de que esos tipos eran tan ineptos que ni siquiera se habían preocupado por no causarle ese tipo de heridas si lo que querían era mantenerlo con vida. “Pobres pendejos”, pensó, “eso es lo que pasa cuando le pagas a un tipo con educación primaria para hacer la labor de custodiar la justicia y la ley. No sólo carecen de ideología y principios, sino también de conocimientos. La ignorancia mata. La ignorancia es el mayor genocida de nuestros tiempos, no sólo mata cuerpos o mentes; también mata almas”. Después de este pensamiento, todo se volvió oscuro, y Jano perdió el conocimiento.

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Al pasar por las puertas de madera, Jano se encontró con una estancia enorme. Un par de juegos de sala de cuero negro rodeadas por mesillas con floreros llenos de tulipanes, altos retratos de gobernadores anteriores, y un cuadro de La libertad guiando al pueblo, esa escena de la revolución francesa tan aclamada por los estudiosos de la Ilustración. Los grandes ventanales a la derecha del lugar permitían la entrada de un sol menguante, un atardecer color púrpura, que en otro momento se hubiese detenido a mirar. Al fondo de la estancia, había un librero gigante, ocupando toda la pared, rebosante de libros, y un escritorio sencillo de madera oscura. Jano se preguntó si el tipo del traje negro y corbata roja que lo miraba atento desde el escritorio habría abierto alguna vez alguno de esos libros.

El General lo hizo sentarse en una de las sillas frente al escritorio y se retiró a sentarse en uno de los sillones de cuero. El tipo que lo miraba era alto, delgado, y con un par de ojos verdes que le perforaban el cráneo. “Buenas tardes señor Heredia —le dijo— debo decir, que ha sido muy difícil dar con usted”. A Jano no le sorprendió ni el saludo pomposo ni que el tipo conociera su apellido, al fin y al cabo, habían ido por él hasta la puerta de su casa. “Vayamos al grano si le parece, este día ha sido muy largo para mí y, para ser sincero, ya me cansé”. Jano le contestó que no veía la necesidad de dicha “entrevista”, ya que lo más sencillo era apresarlo y desaparecerlo como lo había hecho con sus amigos y compañeros. El Jefe le contestó que, si bien esa era la medida normal, ahora estaban ante un caso extraordinario. No conocían cuál sería la reacción de la población si algo le sucedía a él después de su última declaración, por lo que le ofrecería un trato. A Jano esto le extrañó en demasía, y le dijo que, si su falta de ética, moral y afiliación a una ideología era tan baja como para ofrecerle eso, su respuesta era una rotunda y sonora negación.

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Al tener varios líderes, La Unión comenzó a crecer cada vez más, y a realizar un sinfín de boicots contra el gobierno: paros laborales en todo el país, cierre de vías de comunicación, manifestaciones masivas, cierre de aduanas costeras y terrestres, aeropuertos, la lista era gigante. La cuestión imperante, o al menos eso creyó siempre Jano, era que, para que el país caminara, el gobierno necesitaba que el pueblo hiciera su trabajo; pero, cuando los trabajadores de las aduanas, aeropuertos, carreteras, empresas e industrias estaban del lado de La Unión, su cierre fue desde adentro. Y es que ¿de qué manera puedes obligar a una persona que ya no tiene nada que perder a hacer lo que tú quieres? Ese fue el gran error del Estado: olvidar que, si ellos gobernaban y mandaban, era sólo porque el pueblo quería. Y el pueblo había dejado de querer desde hace mucho tiempo.

Cuatro meses antes de que los policías llegaran a la puerta de Jano, los diversos líderes o sublíderes de La Unión comenzaron a desaparecer. Uno por uno, desde los jefes de secciones o universidades hasta los líderes regionales o estatales. El gobierno se había metido a las filas de La Unión. Lo que a Jano le extrañó es que tardaran casi dos años en hacerlo. Después de que la mayoría de los líderes estatales cayeran, apresaron al Vikingo, en un mitin que celebraba con la Asociación de Obreros Unidos. Un par de semanas después, Flavio fue levantado a las puertas de la Universidad Nacional. A él le siguieron Mario y Efraín, quienes fueron apresados dentro de las mismas aulas de la Uni. Cuando Jano se enteró de ello, se encontraban en una junta masiva con los líderes que habían tomado los puestos de los apresados, comunicándose vía internet. Algunos de los nuevos le recomendaron irse al exilio, otros simplemente esconderse. Jano no quería hacer eso, sentía que sería defraudar los ideales por los que sus profesores, amigos y compañeros de causa habían perdido su libertad —o su vida—, por lo que se negó a secas.

 

En lugar de huir, Jano hizo lo más temerario, imprudente e impulsivo que se le ocurrió. Fue con los compañeros de la Escuela Politécnica y pidió un espacio en su canal televisivo, ahí grabó un pequeño clip en el que daba a conocer la historia de La Unión, quién era él y lo que había sucedido; al finalizar su relato, manifestó que cualquier represalia en su contra sería culpa directa del Estado. Jano no esperó que al llegar a su casa y poner el noticiero, lo primero que oyera fuera su voz, distorsionada por la edición de los del Poli, y su silueta en negro que solo dejaba ver una grande y amorfa sombra. Estaba en todos lados, todo el país se enteró, se realizaron marchas en su favor bajo el lema “si tocan a uno, nos tocan a todos”. Jano supo en ese momento que sus días de libertad estaban contados.

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Alguien movía su hombro derecho. Jano abrió su ojo bueno y miró al policía gordo, que lo despertaba con un movimiento suave. Te he traído comida, le dijo, y señaló la mesilla en la que reposaba una canasta de pan, un plato de pasta y un vaso de agua. Le quitó las cadenas a Jano y cayó al suelo con un ruido sordo. Sus brazos gritaron de dolor y alivio al saberse libres, y Jano notó que su hombro izquierdo estaba chueco, muy probablemente dislocado.

El policía lo ayudó a levantarse y lo sentó en la mesa. No podía alzar el brazo, por lo que el tipo le ofreció el tenedor a su mano buena. A Jano le pareció muy raro su comportamiento, como si fuese su enfermera, como si se sintiera culpable. Comenzó a comer rápidamente, y hasta ese momento no se percató del hambre que tenía, por lo que comió más rápido aún. El tipo sólo lo miraba, como si estuviera viendo a un raro animal en un circo. No entiendo por qué sigues— le dijo—, sería más fácil para ti aceptar el trato del Jefe. Así te dejarías de estas mamadas, tal vez hasta saldrías vivo. No sé si entenderías— le respondió Jano—, y no sé si puedo explicarlo. El tipo le contestó que lo intentara, a ver si era tan listo como decían. Jano le preguntó: ¿tú tienes hijos?; el policía respondió: sí, es sólo por ellos que sigo haciendo estas madres. Si no estuviera acá estaría desempleado o de taxista, y luego, ¿qué comerían mis niños? ¿Cómo se pagarían las cosas de la escuela y los gastos de la casa? Jano le volvió a preguntar: ¿y tú qué futuro quieres para tus hijos? El tipo respondió: pues no sé, solo espero que sigan estudiando, para que no pasen por las mismas pendejadas que yo. Jano le respondió: pues es algo parecido; tomó un sorbo de agua y continuó, el país está de la chingada, los tipos como tu jefe nos gobiernan, pero no tienen ningún interés en personas como tú o como yo, sólo quieren dinero, nosotros les valemos madres. La gente se está dando cuenta de que tiene poder, de que tiene la manera de cambiar sus vidas, y no sólo esperar que el futuro sea mejor.

El policía prendió un cigarro y continúo viéndolo comer. Después de un par de caladas, le preguntó: ¿Pero tú por qué lo haces? Jano respondió: Porque es lo correcto. La gente que tiene el conocimiento como para decir qué está mal y como se puede cambiar, también tiene la responsabilidad de hacer lo que esté en sus manos para cambiarlo. Yo no sé si lo que he hecho haga algún cambio, o si mañana me maten, o si alguien se acordará de quien soy. Pero lo que sí sé, es que yo tengo fe en que la gente se dará cuenta de que esto que vivimos está mal, y que se debe cambiar. Por eso hago todo esto, porque si le tomo la palabra a tu jefe, estaría renunciando a mi fe en la gente, la fe en mi pueblo, la fe en mí mismo. Estaría dándole la espalda a lo que creo. Y tal vez me muera, pero me voy a ir con mis creencias intactas y con una sonrisa en la cara. Porque eso… eso es lo que ningún madrazo, lo que ningún balazo me va a poder quitar. El policía lo miró, pero ahora había otra expresión en su rostro, algo que Jano no supo entender.

En ese momento la puerta se abrió, y el otro policía entró. Hay que subir al chamaco a la oficina del Jefe —dijo con brusquedad—, ahorita mismo. El trayecto del elevador se le hizo eterno, y para cuando llegaron al segundo piso estaba a punto de desmayarse. Los policías lo metieron a la oficina del Jefe y lo sentaron en la misma silla de la otra vez. Al mirar a su alrededor, Jano no vio al General, ni a nadie más. ¿Quieres un cigarro? Debe de ser difícil estar sin fumar tanto rato, con todo lo que te ha pasado, le preguntó el Jefe. Le acercó un cigarrillo a su mano buena y después de que Jano se lo colocara en la boca, le ofreció fuego. Jano sintió como si su alma regresara a su cuerpo. Esta vez todo sería más sencillo de sobrellevar. Todo era más sencillo con un cigarrito.

“¿Y bien?”, le preguntó el Jefe, “¿has pensado en mi propuesta? Hace rato ni siquiera me dejaste contarte cuál era el trato. Espero que ahora, después de lo que has pasado, lo consideres mejor. Jano le dio un par de caladas a su cigarrillo y miró hacia la ventana; era de noche, aunque Jano no sabía bien qué hora sería. Mi respuesta sigue siendo que no— le contestó— y la verdad no sé por qué te desgastas en insistir, no quiero ni oír lo que me tengas que decir. Creo que no comprendes la gravedad de la situación— le dijo el Jefe— en estos momentos lo mejor para el país es que te juntes conmigo, aceptes mi propuesta y todo quede en paz. Jano le respondió que creía que tenían distintas formas de ver las cosas. El Jefe se sentó en su silla y masajeó su frente. Se veía desgastado. Jano siguió fumando sin importarle nada, y al acabarse su cigarro, le tomó otro a la cajetilla del Jefe; “el último deseo de un condenado a muerte”, pensó.

No entiendo por qué no aceptas. Todo sería más sencillo —le dijo—, todo acabaría de una puta vez. Él respondió: todo acabará de una puta vez, pero no a tu favor, nunca a tu favor. El Jefe se levantó, pero justo cuando iba a decir algo, se oyó una fuerte explosión. El Jefe se asomó a la ventana, y lo que vio le quitó el color del rostro. Los policías se acercaron a la ventana, sus rostros expresaron terror. Algo sucedía afuera, y no podía ser bueno para ellos. Jano se asomó, y en ese momento miró la Plaza Mayor, las calles aledañas y todo lo que podía verse desde esa ventana lleno de gente, gritando, moviendo los brazos, agitando banderas nacionales, con pancartas, con palos, con pistolas. Cientos de miles de personas que se abalanzaban sobre el edificio en el que estaban.

Regresó a su asiento y prendió otro cigarro. Podía sentir la falta de aire volver, como sus pulmones no se podían llenar, sus manos entumecidas, clamando oxígeno. Le dio una calada a su cigarro y, con una sonrisa en el rostro, Jano miró hacia la ventana. El cielo comenzaba a clarear.

 

 

Arturo S. Canseco N.: Feo por añadidura, agarra confianza a la mexicana, da electro-choques a distancia. Le gusta invitar a tomar, es jugador impulsivo, amante platónico, amante de las causas perdidas. Cree en la resistencia, le gusta más perder que ganar, abstemio de la pasión a grandes rasgos, desesperado a la jarocha, se le encuentra en el centro aplanando calles, o en el salón de clases durmiendo hasta morir. Autor de dos o tres cuentos que nunca nadie ha leído, inventor de historias que a nadie le interesan. Enamorado del amor, plasma en tinta y papel todos los romances que no ha tenido y que nunca tendrá.

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