Llegamos tarde todo el tiempo, pero nos enteramos siempre demasiado tarde.
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Jajeperresenb fue un escriba egipcio quien vivió y murió hacia 1900 a. C, durante el reino de Senusret II. De él sobrevive una tableta de madera que reza:
¡Si tan sólo tuviera palabras desconocidas y versos extraordinarios en una nueva lengua inmortal, libre de repeticiones, sin un solo verso desgastado, dicho ya por los ancestros! Exprimiría todo cuanto mi cuerpo contiene, descargaría todo mi discurso. Pues lo que ya ha sido dicho sólo puede repetirse… Si supiera lo que los otros no saben, aquello que no ha sido repetido, entonces lo pronunciaría y mi corazón daría respuesta y podría iluminar aquello que me angustia.
Los lamentos de Jajeperresenb son uno de los veinte textos literarios más antiguos que se conservan. Los ancestros que menciona el escriba son polvo entre nuestros dedos. De ellos no sabemos casi nada, excepto que lo dijeron todo. Esta consciencia fantasmal nunca puede morir. Su halo enrarece el aire supuestamente neutro de nuestra respiración, el aliento con el que hilamos ocurrencias en collares de palabras. Cuatro mil años después seguimos llegando a destiempo, repitiéndonos, reiterando las reiteraciones, haciendo la guerra y la nostalgia con los ecos espectrales de voces que retumban bajo nuestros pies. Ni siquiera podemos lamentarlo en paz y soledad, pues Jajeperresenb ya lo hizo antes. Pero él tampoco fue el primero.
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El primero no existe. Por eso es imposible escapar de su sombra.
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Llegar tarde es no poder ayudar. Ser impotente. Cada ocasión y sin falla, uno apenas asoma la cabeza cuando el desastre ya ha ocurrido; no queda más que caminar las calles derruidas, husmear entre las ruinas, recoger aquí y allá pedazos de recuerdos astillados y tratar de no cortarse las manos con los vidrios rotos. Algunos de nosotros creen útil dar testimonio de nuestro lugar en la cadena para el supuesto beneficio de los siguientes infortunados. Reportar. Pero dice una carta de Stig Dagerman:
No deseo adquirir los atributos deplorables que hacen a un perfecto periodista… ellos piensan que una pequeña huelga de hambre es más interesante que el hambre de las masas. Las huelgas de hambre son sensacionales, pero el hambre en sí no lo es, y lo que piensen los lugareños pobres y desgraciados sólo les parece relevante cuando su pobreza y su desgracia erupcionan en una catástrofe. El periodismo es el arte de llegar demasiado tarde tan pronto como sea posible. Nunca lo dominaré.
Si la historia, como sugirió Benjamin, no es más que una montaña de ruinas apilándose a nuestras espaldas, entonces cada momento suspira con la infinita melancolía de la tragedia que (no) pudo evitarse. Al pie de la montaña, entre los árboles, se vislumbran infinitos tripiés de fotografía; suenan sin cesar los clics mecánicos que transforman el dolor en imagen y el deslizarse de las plumas que anotan la devastación en su mejor prosa. Ante la imposibilidad de llegar a tiempo, nos conformamos con inventar tecnologías para capturar instantes como bichos muertos en la vitrina de un taxidermista. Con los restos inermes contamos historias, ensamblamos arqueologías, pretendemos aprender lecciones. La idea es traducir la realidad sangrante al código de las cifras medibles e inventariables, registrar el sufrimiento en un lenguaje claro e inscribirlo en los anales de lo que ya pasó. Cauterizar la herida.
Cuesta entender que en este escenario no somos ni cirujanos ni traductores ni arqueólogos. Somos el flujo de la sangre misma. ¿Capturar lo pasado? No. Todo pasa todo el tiempo.
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Sin embargo, el pasado sí nos captura a nosotros. O al menos su imagen. Como palabra, la nostalgia fue inventada apenas en 1688, en la tesis de licenciatura de un joven de diecinueve años en la Universidad de Basilea. Éste la definió como una enfermedad debilitante típica de los viajeros suizos que permanecían demasiado tiempo en el extranjero y añoraban su hogar. La suma de sus raíces griegas, nostos y algos, designa poco más que eso: el dolor de quien no puede regresar a casa.
¿Pero qué es una casa? Seguramente algo más que un punto en el mapamundi.
Una casa sólo puede definirse desde los ojos del exiliado. La añoranza del hogar perdido opera en el territorio del deseo: es todo anhelo del cual nos sentimos desterrados. Una amistad maltrecha, una relación rota, una meta que nos queda grande, el libro que alguien escribió antes que nosotros, aquella época pasada donde nos gustaría haber vivido o bien la sola idea de un futuro que nunca llegó a pasar, pero cuyo potencial sigue escociendo nuestra conciencia subterránea. El hogar son esas cosas que sentimos en la punta de los dedos, pero que escapan siempre a nuestro agarre. Todo lo que tal vez pudimos lograr en otra vida, bajo otras condiciones o con una máquina del tiempo, pero que hoy resulta imposible. Cada uno de nuestros De haber sabido… y nuestros Si hubiera estado allí….
Esta intuición —secreta o explícita— de que se está dislocado del destino verdadero, de que se flota a la deriva en aguas inhóspitas y que allá lejos, del otro lado del insondable océano, existe esa tierra prometida donde las cosas son mejores de un modo vago y luminoso, es quizá el mayor motor de nuestro movimiento. ¿Cómo más decidiríamos hacia dónde vale la pena ir? El dolor nostálgico es la estrella punzante que sirve de brújula en el cielo oscuro del viajero.
Dicho de otro modo, sólo logramos discernir a dónde pertenecemos cuando se nos aleja de sus puertas. Es al tratar de regresar que vamos forjando la existencia.
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Si el pasado nos captura con tal fuerza, ¿hasta qué punto es cierto que habitamos el presente? Hoy que tenemos más acceso que nunca a los mares inacabables del pasado, ¿cómo funciona ese habitar?
Se ha tratado de definir la condición contemporánea con base precisamente en la sensación de ser un eco de otras épocas. En la estela de la caída de la U.R.S.S., Derrida acuñó el término hauntología para hablar de cómo el espectro del comunismo seguía afectando el curso de la cultura occidental, a pesar de que la maquinaria discursiva del capitalismo hubiera anunciado su muerte a los cuatro vientos. Como tal, la palabra designa la ontología de aquellas cosas muertas o todavía nonatas, las cuales sin embargo rondan como espectros [hanter en francés] en los alrededores de nuestra conciencia. Es una forma de referirse al eco de lo vestigial, lo perdido, lo extinto y hasta lo inexistente que reverbera en nuestra percepción.
Alrededor de 2006, el término comenzó a ganar relevancia como herramienta teórica para estudiar la tendencia irrefrenable de la cultura pop hacia el reciclaje de modas pasadas. En efecto, como si todo ya estuviera dicho sobre el mundo, la creación artística de nuestros tiempos suele ensamblarse como casita de Lego, a partir del montaje de ladrillos etiquetados y prefabricados. Según Mark Fisher, la visión neoliberal de lo que es posible en el presente y el futuro se ha vuelto tan dominante que de facto nos impide pensar fuera de sus contornos. Por eso nuestra ciencia ficción reinventa Blade Runner cada cinco años y nuestros géneros musicales “nuevos” a menudo tienen nombres de collage: avant-folk, indietronica, noise-lo-que-sea. Es más: ¿qué música escuchamos al imaginar el futuro? Fisher cree que probablemente aún sea algo parecido a Kraftwerk, y hasta ahora no he encontrado evidencia de que esté equivocado. La línea del presente al futuro se ha difuminado, emborronada en mil sitios por una u otra reiteración del pasado.
No es sólo el arte. Una cultura hauntológica es una cultura reactiva, con todo el peso de la palabra. Si todo lo que tenía que suceder ya sucedió, a nosotros sólo nos queda reaccionar, a menudo oprimiendo botones para expresar una emoción prediseñada, ready-made: las caritas del facebook, los corazones del twitter. Reaccionamos a reacciones que reaccionan a reacciones, en un vals interminable con el pasado infinito. Así, conjurando siempre a los mismos espectros, nuestras acciones se van haciendo más lerdas, más estáticas, insoportablemente aburridas. Fisher lo pone así:
Pienso que uno de los elementos clave de la tecnología digital es esta sensación de estar ligeramente tarde todo el tiempo. Pensemos en una red social como Twitter: estás en un estado perenne de reactividad tan solo con estar allí; siempre estás tarde, y por lo tanto en un estado de ansiedad leve e intensa.
Esta ansiedad no responde tan sólo al océano inabarcable de contenido digital al que podemos reaccionar, ni a la sensación de que siempre llegamos demasiado tarde a él, sino también a la vaga noción de que las cosas no tendrían que ser así. Que nuestros ancestros sí tenían la capacidad de vivir en el presente y crear futuros nuevos. Que esta condena a la repetitividad es exclusiva a nuestra realidad neoliberal, engendrada por máquinas y aprobada por Silicon Valley. Una realidad zombi en la que somos más impotentes que nunca; sombras que se revuelven en el fondo de un pozo.
Pero… ¿esto es verdad? ¿El feed maquínico de la cultura digital de masas nos ha hecho más repetitivos que nuestros ancestros? ¿El neoliberalismo se ha robado nuestra capacidad de decir No quiero esto y de inventar mundos nuevos?
¿O es éste simplemente otro intento de marcar nuestra separación con el pasado ineludible; de encontrar la “originalidad” de nuestra era justamente en la cadena que nos sujeta a la repetición? ¿Acaso los susurros de la hauntología posmoderna son tan sólo la enésima resurrección del fantasma de Jajeperresenb? “Si tan sólo tuviera palabras desconocidas…”.
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(No lo sabré a tiempo.)
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Llegar tarde no siempre se trata de sentirse una repetición de otros siglos u otras décadas. Uno también está descolocado respecto a quienes son aquí y ahora. Uno llega tarde a su propia vida. Siempre hay la sensación de que tal o cual persona llegó más temprano al reparto de fortuna o de disciplina, que nació con más balas en la cartuchera o con ases extra en la baraja, etc. Esas personas nos dejan atrás. El compañero del taller literario que empieza a ganar premios a los 20 años, la amiga de la universidad que consigue la beca o el trabajo perfecto mientras uno sigue atascado en la tesis, el niñito genio que sale en la tele, la persona de primer semestre que inexplicablemente ya leyó todo Deleuze y/o vio todo el cine de la nouvelle vague, la niña de catorce años que compite en los Juegos Olímpicos, etc. ad infinitum.
¿Cómo ser ellos? ¿Cuándo se fue nuestra oportunidad? ¿La tuvimos? Ante este sentimiento, es fácil ponerse a la defensiva y apuntar las injusticias genéticas, económicas o sociales que condicionaron nuestro relativo fracaso. Por supuesto, muchas de estas observaciones son verdaderas. Cualquier análisis social honesto, por más somero que sea, revela que efectivamente nacemos en circunstancias cada vez más desiguales y que la meritocracia es poco más que un sueño; precisamente uno de esos futuros perdidos que sólo sirven para generar nostalgia de algo que nunca existió.
Sin embargo, todo esto lo sabemos a un nivel racional. En el fuero interno, en lo emotivo, cuando estamos solos y nos vemos al espejo, sigue siendo casi imposible sacudirse la sospecha de que se es un fraude, un juguete roto, un bug o un glitch condenado con toda justicia a ser purgado del sistema, superado por mejores versiones de uno mismo: esas insoportables personas que parecen interpretar nuestro rol deseado en la vida con tanta facilidad y holgura.
Como es natural en un mundo donde todo está dicho y sólo queda repetir, ya existe un abanico de clichés pensados para barrer esta sensación bajo la alfombra. La envidia corroe. Cada quien su propio camino. Todo a su ritmo. Concéntrate en ti mismo y lo demás llegará. Esta línea de pensamiento supone un sujeto solitario, mónada individual con fronteras definidas, cuyo destino se autodetermina mediante la voluntad. En la práctica, en cambio, los límites que separan al individuo de su entorno son por todas partes inefectivos y porosos, así como una red de pesca es una serie de agujeros anudados con cuerda. Ni siquiera sacándose los ojos podría uno dejar de percibir el gran conjunto de las otras cosas y las otras gentes, así como la pulla de nuestra presencia ínfima, ridícula, siempre en la periferia del mundo.
Ante las fuerzas contradictorias de todo cuanto nos rodea, colándose por nuestras murallas como bárbaros saqueadores, ¿qué consigue nuestra voluntad? ¿Qué es nuestro pensamiento positivo al lado de la insalvable condena de vivir en un tiempo y en un cuerpo determinados, nunca en otros, y tener que cargar sin remedio con cada error, cada oportunidad perdida, cada nostalgia imposible, cada infortunio heredado, cada momento de desidia y cada sueño abandonado bajo la arena? ¿A cuántas vidas renuncia uno cada día?
Toda decisión es terrible.
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Incluso ahora no dejo de pensar que este texto debe estar en otra parte, prácticamente idéntico, pero de alguna forma mejor dicho. No sé dónde; si en Bataille, si en Bachelard o en Canetti o en cualquier otro de los nombres trazados en fuego que voy acumulando en los libreros y casi nunca leo porque me digo que no hay tiempo, jamás hay tiempo. Me resigno. Me entrego a la repetición involuntaria de palabras que están en otros lados. Todo aquí es una copia de ideas que desconozco. Soy Pierre Menard, pero a ciegas.
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Hace dos años comencé a estudiar francés y me hice amigo de un par de preparatorianos, M y J. M es un joven memorioso, lógico, con un poco de altivez inocente, del tipo a quien toda la vida le han dicho que es muy listo y en secreto gusta de creerlo (y es verdad). J es una muchacha despreocupada, luminosa, interesada en casi todo, mas todavía sin vocación, quien ama a su novio, ir a conciertos y, sobre todo, ir a conciertos con su novio. Un día nos sentamos en la cafetería a explicarnos quiénes éramos y qué hacíamos allí.
Tomando el rol de un anciano posado junto al fuego, quien comparte su sabiduría con los niños de la tribu (tenía 24 años), les conté que ya había estudiado francés antes, en la secundaria, pero que no me interesó y lo había olvidado todo. Tardé diez años en darme cuenta que al fin y al cabo sí quería aprender francés, años perdidos en los que, de haberme enterado antes de mi propio deseo, podría haber hecho incontables cosas, desde leer Madame Bovary hasta ser una de esas personas de gran pompa y circunstancia que estudian en Canadá. Pero no: llegué tarde. Les aconsejé que no abandonaran el idioma; que, aunque era una monserga perder todo el sábado, estas cosas terminan por resultar útiles cuando uno menos lo espera; que la vida, en un sentido pragmático, se trata de ir adquiriendo herramientas para meter en nuestro estuche y que mientras más pronto se adquieran, mejor. Ambos asintieron, se mostraron interesados y me contaron sus historias.
Hace un año que dejaron de ir a clase.
Llegué tarde a mí; luego llegué tarde a ellos; y ellos llegarán tarde a sí mismos uno de estos días. Cada quien descubre tarde su tardanza. No puede ser de otra manera.
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Al comprender que hemos llegado tarde a algún sitio, nos agitamos como quien protege de una ola su castillo de arena. Tratamos de salvar algo, lo que sea, aunque sea sólo una huella en el lodo negro. Exponemos nuestro cuerpo a la marea como escudo de nuestra ilusión, probablemente ya perdida. Todavía puedo. Ni que estuviera muerto. Soy joven. Mañana mismo… Mientras pensamos esto, pasa otro año.
Las convulsiones de esta desesperación se llaman vida.
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(Este ensayo es una confesión. También es una máscara.)
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Lo único que puedo ofrecer es el boceto de una escena, también ya muchas veces repetida.
Ante el borde de un acantilado rocoso, cerca del mar Egeo y en completa soledad, admiramos una ruina de mármol y de musgo. Un anfiteatro o un templo a Palas. Un peso inconmensurable se cierne en nuestros hombros. Veinticinco siglos. Los espectros desfilan sobre el pasto crecido y los guijarros; nombres familiares y arquetípicos sobre los cuales se ha ido construyendo y petrificando la Historia. La Catástrofe. Edipo, Antígona, Creonte, Prometeo. Cada uno es al mismo tiempo una figura solitaria y una multitud innumerable. Cada uno enfrentó solo la singularidad de un fracaso personal, íntimo: la completa devastación del momento cuando uno reconoce, como un patrón en las estrellas, la espantosa realidad de las cosas, ilegible hasta ese momento. Anagnórisis. Hamartia. Palabras anticuadas para designar una sensación ubicua: haber apostado la vida en un juego cuyas reglas no quedaron claras hasta que los dados dejaron de rodar. Y perder la apuesta.
Si estos espectros son más que figuras solitarias es porque todos nos leemos en su pesar, en las líneas ajadas de sus rostros, en sus plegarias, sus suicidios y sus pérdidas de la razón. Desde los romanos hasta los románticos. Casi podemos escuchar sus voces recorrer las ruinas, y nos sabemos un eco de ellas. Pero ellas eran eco de otros mundos, y así hasta la eternidad oscura de la prehistoria, donde seguramente conocimos el mismo dolor. En la época de Sófocles, Jajeperresenb llevaba mil quinientos años muerto.
Cien mil años llegando tarde. Es casi hermoso. El fracaso como un reconocimiento entre hermanos, un encuentro de miradas a través del tiempo y a pesar de las fronteras arbitrarias de la metafísica. El fracaso como el único lenguaje que siempre se repite sin perder vigencia.
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Las cosas que diríamos si fuera posible atravesar el espejo del tiempo y hablar con las cosas y los seres que perdimos en la marea.
Lo siento. He llegado tarde. No sabía que allí estabas. Nací diez siglos tras tu muerte. Te perdí de vista entre la muchedumbre. Me distraje y te dejé atrás. Creí que eras una idea mía y me decepcioné cuando te vi en un cuento de Borges. Anoté tu nombre en una servilleta y la tiré. Pensé que te vería más tarde y ahora ni siquiera recuerdo tu forma. Primero no supe asirte y luego no supe dejarte ir. Sólo te comprendí cuando partiste. Cuando me vi sin verte. Antes no tuve la fuerza ni el entendimiento necesarios. Ahora quiero creer que los tengo, pero no te encuentro o tú no sales a mi encuentro. ¿Y si salieras? Sólo tendría miedo de fallar de nuevo. O sea que en realidad no tengo esa fuerza y ese entendimiento. No puedo vislumbrar qué sigue. Nunca he podido. Lo que ha pasado hasta este momento lo tengo claro, pero al ir hacia adelante me precipito a cada momento en una gruta abisal y caigo en todos sus vacíos. No te alcanzo. De verdad, lo siento.
Admito que vivo con tu fantasma. Que me arrimo a su sombra para consolarme por las noches. Que una parte de mí sigue pensando que mañana, tal vez, será ese día propicio en que pueda tenerte, escribirte, recrearte, dibujarte, hablar contigo o por lo menos nombrarte y que me responda tu mirada. Algo. Lo que sea, pero vital y a tiempo. Es una pantomima patética e imposible, pero es lo que me queda, y sé que lo sabes. Lo sabes porque fuiste o eres o serás parte de la misma ansiedad, la misma danza dolorosa que se repite desde que comenzaron a correr las horas. Todo bien y todo progreso posibles surgen de allí. Así que me perdono y te perdono, al menos por el momento. No nos encontraremos en esta vida. Está bien. Puedes dejarme solo.
Pero este encuentro hipotético no existe. Existen los relojes y el silencio.
Arte: Caspar David Friedrich, Templo de Juno en Agrigento