Diez mil días (Cuando a los muertos les dan cosquillas)


por Elkin Arciniegas


—No sé por qué me despiertan así. Dejen de mover la tierra… oigan, ¡fiuuuu! Dejen dormir. ¡No joda!

Un fuerte temblor sacudió la tierra. El estruendo removió las bases donde se encontraba durmiendo Feliciano.

—¡Que dejen dormir!

Al lado de él, en una posición menos cómoda, sin una pierna y el tórax perforado, se encontraba Augusto.

—¿Quién está gritando?

—Hola Augusto. Qué bueno que despertó. También a mí me sacudió algo… debe ser uno de esos movimientos, como los de la otra vez ¿se acuerda?

—¿Feliciano?

—Sí.

—Sí ya me acordé… ¡Ahhhhh! Espere me desperezo porque esta despertada estuvo amarga. ¿Volvió a temblar?

—Sí, eso creo. Si no, no sé entonces por qué todo se movió.

—¿Y el resto es que no piensa despertarse también?

—Duermen profundamente.

—¿Hace cuánto no nos despertaban así?

—Uhhh, hará unos qué, ¿dieciséis años? Desde lo de Armenia.

—Ah, sí sí… usted sí lleva bien los cálculos. Usted es bueno para eso.

—Sí. Se acuerda que yo era el que iba contando los cadáveres el día de la tragedia.

—Sí claro. Los cogió a todos y les metió tremenda retacada: «por qué fueron tan pendejos… por qué no corrieron… por qué no se escondieron…»

—Sí, sí… ay Augusto, pero es que dígame si no hubiera sido preferible correr y esconderse en algún sitio mientras pasaba la avalancha. No tendrían que estar acá durmiendo con nosotros.

—Ya paso. Ya qué más da. Oiga pero no para de temblar… ¿será que nos desentierran y dejamos una manito al aire para asustar a algún turista que pase?

—Yo también he soñado con eso.

Ambos rieron.

Sabían la verdad. La verdadera. No la que escondieron los medios, el ejército y los entes de poder gubernamental.

—Cómo me gustaría asustar a alguno y moverle los deditos… lirilirili… ¡Hola! ¿Te imaginas eso Feliciano?

—Se armaría la de padre y señor nuestro.

—Claro. Es que si ven alguna de nuestras manos nos desentierran. Si lo hacen, querrán saber quiénes éramos y cuando investiguen nuestro ADN y todo eso, sabrán que no morimos aquí.

—Ajá, y se puede imaginar que podrá pasar…

—Tengo mis dudas —tronó una voz femenina algo ronca—, ¿díganme treinta años después a quien le puede interesar saber que aquí están los cadáveres del Palacio de Justicia?

—Hola, Patricia —terció Feliciano.

—Patricita… mi amor, ¿cómo estás?

—¿Cómo cree que voy a estar Augusto? ¡Con un dolor de espalda insoportable!… Aunque según parece con el movimiento que acaba de suceder, me quedó campito para acomodarme mejor.

—Ese par de huesos ya no se acomodan —carcajeó Augusto.

—Esa ternura tan tuya Augusto.

—Patricia y entonces, cómo es eso que crees que no sucederá nada si saben que aquí estamos enterrados… si por alguna casualidad esto se vuelve a mover y sale una de nuestras manitas esqueléticas a la superficie, ¿te imaginas la algarabía?

—Pues durará lo que dura en este país una noticia: un suspiro.

—Sí, quizá tengas razón. Pero al menos ya no nos seguirán buscando como lo han hecho durante tantos años.

—Sí, puede ser —dijo con algo de tierra en la boca Patricia.

El silencio volvió a tranquilizarlos.

—Increíble que con ese movimiento sólo los tres nos hayamos despertado —señaló Feliciano—, no estaremos tan muertos del todo.

Una carcajada los consoló.

De nuevo un mutismo inefable. Un silencio desconsolador.

—¿Alguno conoció Armero antes de la tragedia? —preguntó Patricia muy suavecito.

—No.

—No.

—Yo sí. Y he estado rumiando en eso ahorita mientras Feliciano decía que sólo los tres nos habíamos despertado. Era muy lindo. Un pueblo con una riqueza impresionante, diría que uno de los más florecientes del Tolima. El Lagunilla era lindísimo, y lo digo yo que estuve por varias regiones haciendo visitas de registro a notarias y juzgados. Me recorrí gran parte del país, y desde que conocí Armero me pareció un lugar fantástico. Claro, a mí me encantaba Mariquita por el calor delicioso y porque ahí tenía una finca mi esposo que había heredado de los Serna; íbamos cada que podíamos, tres o cuatro veces al año y yo siempre le decía que nos escapáramos de los niños para estar los dos allá, en el río, solos.

Feliciano deseó recordar. Lo había hecho también en el 99 cuando el terremoto de Armenia los había sacudido y despertado a la mayoría.

—Yo era magistrado auxiliar, al igual que Augusto. Me podía dar unas vacacioncitas agradables de vez en cuando, pero la verdad es que le cogí mucho miedo a salir a lugares así como tan lejanos de la capital desde una vez que me accidenté bajando por la línea. Desde esa vez, quise más bien dejar el carrito guardado para ocasiones especiales. Por eso no tuve oportunidad de conocer Armero, ni Lérida o Villahermosa, desde donde me decían se podía ver el nevado en una mañana despejada.

—¿Y cómo fue el accidente, Feliciano? —preguntó Augusto.

—Se me fue la cabrilla bajando Cajamarca… de puro milagro había un señor llevando un caballo por el filo de la carretera y ese fue el freno. Si no les estaría hablando desde otra parte y no desde esta fosa. Me alcancé a romper tres costillas, más dos falanges de la mano izquierda. Me tocó también pagarle al señor el caballito, menos mal ya estaba viejo y no pidió tanto.

Volvió el silencio. El que menos gustaba hablar de su pasado y su época en vida era Augusto, que consideraba, de nada servía hablar y llenarse la boca de tierra para luego tener que volver a entregarse al sueño perpetuo.

Patricia se quedó otro rato despierta hasta que se volvió a dormir. Tenía las piernas magulladas, un hueco en el frontal que no recordaba cómo se lo habían hecho y varias quemaduras en rostro y cuerpo. Así, recordaba, la habían tirado desde el helicóptero esa noche del viernes quince de noviembre. Una semana y dos días después de haber sido sacada a empellones por uniformados de la pequeña sala al lado de la salida oriental del Palacio de Justicia.

Diez minutos más tarde volvió a sacudirse la tierra.

—Otra vez…

—Está visto que no nos van a dejar dormir hoy. Haga el esfuerzo por sacar un huesito a la luz.

—Creo y si no me equivoco Feliciano, con este último temblor estoy como más cerca de la superficie.

—¿En serio? —preguntó Patricia, despertando.

—Sí, y lo sé porque se me había olvidado la sensación y el olor del lahar.

—Esas yo las sentí los primeros días. El olor a azufre era lo más característico, luego todo se me fue borrando.

—Sí, sí. Recuerdo bien ese olor —dijo Augusto—. Debe ser porque como se está removiendo la tierra, se expelen dichos hedores. ¿Sera que alguien no pasa y se da cuenta que también aquí olemos a muerto hace más de treinta años?

Todos se quedaron en silencio.

—Acabo de hacer la cuenta. Ya todo tiene sentido.

—¿Cuál cuenta? —inquirió Patricia.

—Resulta que acaba de temblar, y haciendo los cálculos respectivos, llevamos aquí diez mil días mal contados. ¿Cómo la ven?

—¿O sea que tiembla para conmemorar los diez mil días aquí metidos o qué?

—Debe ser —dijo Patricia—; la tierra no es igual de pendeja que quienes la habitan.

—A nosotros también nos han hecho homenajes…

—Pero en las salas y cortes internacionales será, porque aquí no ha venido nadie.

—Porque nadie sabe que estamos aquí, Augusto.

—Sí, eso lo sé. Y no me lo tienes que recordar porque esa caída desde ese helicóptero me dejó con un nudo en la garganta tenaz.

—Díganmelo a mí —indicó Feliciano—, que ya traía un balazo en el estómago, puntapiés y puñaladas por todo el cuerpo. Creo que hasta los testículos me los quitaron, ya ni me acuerdo; y cuando caí aquí se me terminó de partir la cadera. Por eso es que les hablo así, de medio lado.

—A todos nos dio duro saber que nos tiraron de esos aparatos, y lo peor no fue eso. ¿Se acuerdan de la forma en la que dispararon después?

—Claro. Todavía me truena esa ráfaga aquí: ta ra ta ra ta ra ta ra ta ra ta ra ta ra ta ra…

—Puro calibre 30.

—A Danielito, el que la otra vez se despertó, le dieron con dos de esas en la espalda. Me dijo que todavía sentía cuando la bala entraba a destrozarle todo por dentro.

—Danielito ya ni se inmuta… duerme y duerme… claro que tan joven que es. Tuvo que haber sido muy duro morir aquí arrastrado por esa avalancha.

—Ni me lo imagino, pero y nosotros… al menos ellos sufrieron con una sola arrasada y ya. Se acabó, pero Patricia, por ejemplo, tú te tuviste que aguantar las quemaduras y demás cosas…

—Fue insoportable. Lo de las quemaduras me lo hice a la madrugada cuando ese edificio empezó a incendiarse. Pero lo otro cuando me sacaron por esa puerta y me subieron a ese camión que se fue por la séptima, fue más duro. Yo les gritaba que yo no tenía que ver con eso, y más me daban. Me acuerdo mucho de un soldado, no tengo idea de qué lugar del país era, pero tenía rasgos medio indígenas y se ensañó conmigo a darme patadas todas las que quiso. Me acuerdo que cuando me bajaron de ese camión después como de media hora de estar andando, me tiraron a un pastal y me decía ese soldadito «perra hijueputa, van a pagar lo que hicieron… van a ver, guerrilleros malparidos» y yo con ese desaliento e inmovilizada, qué podía hacer. No tenía ya ni fuerzas para mover los labios y decirle que yo no tenía nada que ver, que no era ni guerrillera, ni nada. Que era abogada y estaba era de visita ese día en el Palacio. Ya ni para qué recordar…

—A mí me pasó parecido, sólo que vine a conocer la versión de Patricia aquí, porque justo nos tiraron a los dos del helicóptero al mismo momento. ¿Te acuerdas?

—Claro. Y esto todo oscuro y uno todo magullado. Y este lodazal tan espantoso que se formó después de esa avalancha. Según lo que alcancé a conocer de Armero antes de la tragedia, estamos más o menos cerca al banco.

—Deberíamos sacar unos billeticos y hacer compras —dijo Augusto con ánimo—. ¿Qué se les antoja?

—Una botella de agua. Estoy seca.

Una fuerte risotada los envolvió.

—Yo quiero un dulce de coco. Eran mis favoritos. Hasta el magistrado iba y me decía «oiga Feliciano ¿no tiene un coquito por ahí?» y yo siempre le respondía, «¡claro doctor!» y abría el cajoncito de mi escritorio que estaba en la oficina del frente de la del magistrado Valencia. Sonreía cada vez que lo veía masticar esos dulcecitos.

—Uy esos dulcecitos… buena idea Feliciano.

Todos parecieron asentir.

—Aunque pensándolo bien ya no podríamos usar esos billetes, ya los tuvieron que haber cambiado.

—Eso es verdad —respondió Augusto.

—Treinta años son treinta años.

—Pues la verdad son como treinta y algo… y así puede durar hasta la eternidad.

—Hasta que otro temblor nos despierte.

—Muy cierto compañeros de cama. ¿A dormir?

—A dormir. Basta de andar soñando con dulces y agua.

—Voy a soñar más bien que algún día encontraran nuestros cadáveres. ¿Quién quiere apostar?

—¿Qué hay para apostar? —preguntó Feliciano.

—Nada. Sólo tenemos cicatrices y recuerdos.



Elkin Arciniegas (1986), es Comunicador Social y Periodista. Actualmente reside en Bogotá (Colombia). Publicó en el 2016 su primera novela, llamada El sol se ocultó para Manuel. Un año más tarde, Desterrados en silencio, que relata los crímenes de estado que se dieron a través de los falsos positivos. En el 2018 presentó su primer poemario con la editorial antioqueña Fallidos Editores, titulado Asperatus, en verano.

Arte: Paul Cézanne, Pirámide de cráneos

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