por Andrés Mijangos
La abuela se peina frente al espejo con la mano vendada mientras, entre labios, tararea una canción familiar. En el reflejo asoma una hilera de dientes podridos. A Tali le gusta oírla.
―Ve a darles de comer ―ordena la abuela.
Tali se aleja dando brincos, su larga cabellera castaña se mueve de lado a lado. Afuera la reciben los grillos y las chicharras. Mete su mano en el costal; poco a poco va depositando la comida en la cubeta hasta llegar al borde. Se encamina hacia la galera, llena cada recipiente. Regresa y repite la tarea, solo que, en esta ocasión, se dirige a la puerta de entrada; en el trayecto suelta puños de comida.
Comienzan a quejarse, a chillar y golpear las jaulas con sus patas y hocicos.
Tali se apresura. Cuando la ven asomarse, mueven la cola. Con presteza quita cada uno de los seguros, se sienta en el suelo a esperar a que terminen de comer. Los llama de vuelta. A cada uno le da una palmada en el lomo por acceder a entrar de nuevo en la jaula. Sus ojos le dan tristeza. Ella les sonríe. De su bolsillo saca pequeños huesos que inserta con cuidado en las ranuras de los barrotes de alambre. Esta ocasión hay unas cuantas jaulas vacías. Tali las cuenta con los dedos de su mano izquierda. Una. Dos. Tres.
Entra a la casa sin hacer ruido. Continúa espiando a la abuela.
―¿Te gusta mirar?
―No, ‘lita.
Acércate, le indica.
No se mueve. La abuela se levanta y la jala hacia el espejo. El cabello de Tali le cubre casi todo el rostro, solo escapan un par de labios resecos. Con brusquedad la abuela le aparta el pelo.
―¡Mírate! Tienes los ojos chuecos. Dan asco.
Tali aprieta los párpados con tanta fuerza que le duele.
―Es el castigo por ser como tu madre. Una puta. Una maldita cualquiera.
Tali quiere zafarse, salir de ahí, pero la abuela le clava las uñas en los hombros. No puede evitar llorar. Eso la enfurece.
―Cállate ―le dice mientras la golpea con el mango de madera del peine.
Tali intenta contenerse. Su respiración es irregular. La abuela la deja ir, aunque no puede escapar. Su cuerpo, inerte, no responde. Intenta olvidar la forma de sus ojos. Se queda quieta, hasta que la abuela termina de peinarse.
―Y bien ¿hiciste lo que te pedí?
Tali asiente.
―¿Hay nuevos?
Tali no responde. La abuela levanta el brazo de nuevo para golpearla.
―Dejé… co…co…comida, ‘lita ―dice. Recibe una palmada en la espalda.
―Bien, bien. Tal vez mañana haiga nuevos.
El cuerpo de Tali despierta. Se sienta en la mesa que usan como comedor. La abuela cocina. Sobre el descascarado refrigerador amarillo cuelga un calendario. Un día se encuentra rodeado con un círculo. El cumpleaños de Tali. Estira ambas manos para contar. Nueve. Nueve años. No sabe si debe recordárselo a la abuela, le da miedo, pero también siente la necesidad recorrerle la pierna, que mueve inquieta. Esa necesidad que no la deja dormir desde hace una semana. Quiere un pastel, sabor durazno.
―Mañana cumplo nueve ―le dice, mostrándole los dedos.
―Lo sé, tengo algo para ti.
Antes irse a la cama, Tali recuerda cerrar la reja de la entrada. Entre los arbustos, algo mastica. Lo atrae con el silbido que le enseñó la abuela. No le gusta engañarlos, aunque no tiene opción. Tiene que regresar a la cocina por un trozo de carne para hacer que entre a la jaula. Siempre están hambrientos. Tardan varios minutos en darse cuenta de su condición, y cuando lo descubren golpean la jaula. A Tali ya no le importa, acobijada con la promesa de la abuela, duerme en su habitación.
No hay luz cuando la levantan. Tali se frota los ojos.
―Apúrate, tenemos varias entregas hoy.
La carga en la espalda la hace sudar unas gotas gruesas que le inundan todo el rostro. Las plantas de los pies le duelen. Desde hace varias cuadras trae una piedra en el zapato, incrustándose en su carne. La abuela no le permite detenerse. Le urge terminar las entregas antes de que salga el sol. Tali siente alivio al irse quitando de uno en uno esos paquetes sanguinolentos que solo llaman a las moscas a detenerse sobre su piel salada.
Terminan a las siete de la mañana. Así lo anuncian desde lejos el tañido de las campanas de la Iglesia de Guadalupe. Ambas se sientan en una banca del parque.
―Bien, bien, ahora vamos por tu pastel ―le dice la abuela con una especie de sonrisa.
Con el ajetreo de la madrugada Tali no tuvo tiempo de pensar en su pastel. Toma de la mano a la abuela, que se encamina a través de calles húmedas y desconocidas hasta llegar a la puerta de una descolorida casa de madera. La abuela golpea la puerta con sus nudillos huesudos. Se asoma un hombre con la camiseta manchada de harina.
―¿Qué quieren?
―Un pastel.
―Todavía no abro.
―¿Y eso a mí qué? ¿Tienes o no tienes?
―¿De qué sabor?
Tali le susurra en el oído.
―Quiere de durazno.
―No tengo. Solo fresa y rompope.
―De rompope entonces. Una rebanada.
El hombre se adentra murmurando a la oscuridad de la casa. Segundos después le entrega el pastel a la abuela, que le desliza un gastado billete. Tali come su pastel mientras caminan a casa. Se siente feliz. La abuela cumplió. Se detienen antes de entrar.
―Te dejaré entrar a la bodega.
―¿De verdad?
―Ya no tengo la misma fuerza. Mira, voy a abrir. De mientras, tráete uno.
Hoy no traerá leña como tantos otros días. Mientras se dirige a la galera, puede escuchar con claridad el chillido de los goznes de las puertas de la bodega. Ese sitio vedado que ha intentado espiar… pero entre los resquicios de las tablas solo encontró oscuridad. Tali corre a quitar el candado de la primera jaula. En un principio se resiste a salir. Le acaricia la cabeza. Respira tranquila cuando ve que se lame la nariz. Sigue a Tali que le hace señas con las manos y le chifla. Entran juntos a la bodega. Del techo cuelgan ganchos. Apesta. Ninguno de los dos descubre la sombra silenciosa de la abuela que se acerca con un garrote en la mano sana. Un golpe seco. Al voltear, un amasijo de sangre y un cuerpo se convulsiona. La abuela lo ata por las patas traseras y lo sujeta a un gancho. Debajo coloca un vasija de barro. «Acércame el cuchillo» le dice. Tali lo lleva temblorosa. «Este es tu regalo». La abuela aprieta la mano de Tali y la guía con firmeza a través del cuello. El filo corta la carne. No puede apartar la vista de los dos puntos castaños que la observan con fijeza hasta que dejan de palpitar. Se aleja mientras la abuela afila el cuchillo, saltan pequeñas chispas del choque entre el metal y la piedra de esmeril. «Ven y mira» le ordena. Con habilidad empieza a retirar la piel. Tali acomoda los pedazos que le da la abuela, quien después carga el cuerpo desollado hasta una mesa metálica en donde lo destaza. Cada una de las partes se destina a un recipiente distinto. Atardece cuando ambas salen de la bodega. Tali se limpia las manos en el vestido, no se percata de que también se encuentra cubierto de sangre. La abuela ríe al verla.
―Tonta, la sangre no se quita con sangre.
Tali se friega las manos hasta que le arden. Afuera no hay luz, es de noche. Sale a alimentarlos. Gruñen. Al acercarse a las jaulas intentan morderla. Retira la mano. No se atreve a quitar los seguros. Deja caer la comida entre los barrotes. No comen. Permanecen ocultos en el fondo de sus jaulas, recelosos. No puede evitar las decenas de miradas que se le clavan, no en el rostro oculto. En el alma. Lo siente. Ese odio inhumano. Primitivo. Esos ojos castaños que a partir de ahora no la dejaran sola. Tali vomita, en el paladar le queda un sabor dulce y ácido.
Se sienta en las gradas de la entrada. Desde el baño se escapa la canción que tararea la abuela. La misma de ayer. Con la manga se limpia la boca. Le arde el estómago. No escucha a los grillos, ni las chicharras. Solo los quejidos de los ganchos que se balancean, incluso con la bodega cerrada. Entra a la casa. En el baño la abuela se peina. Tali pasa de largo, va a su habitación y no duerme.
A la mañana siguiente entregan la carne. Cada día hay más trabajo. Tali tiene las manos vendadas. Siguen sin comer. Les tiene miedo. Ni siquiera se acerca a ellos. Algunos se golpean incesantemente. Tienen el rostro lacerado. No le ha dicho nada a la abuela. Tampoco le ha dicho que ella también se golpea el rostro contra las paredes. Eso la ayuda a conciliar el sueño.
Tali pasa las tardes sentada en las gradas del pórtico. Rasguña con sus uñas el piso de madera. Hasta que su piel astillada la hace sentir algo. La mitad de las jaulas se encuentran vacías. La abuela la llama.
―¿Cuántos hay?
Tali no responde. La abuela la pellizca.
―¿Qué cuantos hay?
―Menos de la mitad.
La abuela se encamina hacia las jaulas. Las patea. Regresa y le da una cachetada a Tali.
―¿Por qué no me dijiste? ¿Es qué eres tarada? Contesta. ―La abuela la atenaza de ambos hombros.
―No se me acercan. No comen.
―Voy a traer a otra niña de la ciudad ―le dice mientras entra a la casa―. Una que no tenga los ojos chuecos como tú y como tu madre.
«Ojos chuecos», repite Tali durante el camino hacia las jaulas. Les quita todos los candados. Abre la reja de la entrada y se sienta en el pórtico. Cuando la abuela sale, el último acaba de irse.
―¿Qué hiciste?
Ambas forcejean. Tali esquiva las uñas afiladas. Le muerde la mano que tiene vendada y la empuja. La abuela se tropieza y cae hacia atrás. Se golpea la cabeza. La patea durante unos minutos, hasta que deja de moverse.
Es de noche y una sombra se pasea alrededor de la casa. Cierra la reja de la entrada y cuenta las jaulas vacías. Casi todos escaparon. Casi todos. Menos uno. En su mano lleva un puño de comida. Lo suelta y regresa a la casa. Al principio se resiste, se estrella contra los barrotes. No prueba la comida. Chilla cuando la ve acercarse. Pero poco a poco cede, incluso tolera su presencia, pero al posar la mano sobre el pelo cenizo, Tali recibe una mordida. Va por un palo. Le tunde el cuerpo. Ve cómo se lame las heridas con la boca sangrante. Ríe. Le susurra al oído: «Tonta, la sangre no se quita con sangre».
Andrés Mijangos Labastida. Nació en la ciudad de Comitán de Domínguez, Chiapas. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado cuento, poesía, minificción, en diversas revistas digitales. Fue parte del V Diplomado virtual de Creación Literaria de la Coordinación Nacional de Literatura.