Apetitos indecibles


por Sof


La cena está servida y no es suya.

Hace varias horas que no escucha la voz de su abuela quejándose de algo en la cocina; en cambio escucha sus susurros, sus rezos, su voz en la habitación de al lado. Escucha también el agua; quizás es el lavabo, quizás es la bañera, quizás es el tinaco llenándose con el agua que sube. Da igual. Ya debería estar dormida de todas formas, pero las noches son silenciosas desde hace años y hasta el más mínimo sonido la mantiene despierta mirando la habitación iluminarse con el azul lunar que entra por su ventana. Da igual porque el verdadero sonido que debería importarle es el de sus tripas.

Entonces lo escucha, como religiosamente cada noche.

Tal vez es el gato de la vecina corriendo por el techo de lámina; quizás es Vic fumando en la azotea; quizás son los vecinos ocultando sus tesoros; quizás es algo cayendo; o quizás son los truenos porque parece que se avecina una tormenta. Aunque tal vez sólo son las ratas que viven entre las paredes porque son pasitos tan pequeños que a veces ni siquiera sabe si los escucha o los confunde con la lluvia. Claro que las ratas caben en las paredes, caben en todos lados. Tal vez estoy loca. ¿Vera, cómo no vas a estar loca? Estás escuchando cosas. Tengo hambre. No. Necesito fumar.

Su abuela no dirá nada aunque no esté dormida y sólo finja dormir; lo sabe porque también sabe que prefiere ignorar las cajetillas vacías que encuentra por toda la casa. Lo sabe porque ya no se molesta en pedir que salgan a comer y prefiere dormir, ya no se toma el tiempo para preparar la cena, ya no les dice nada cuando están en la cocina en la madrugada; ¿te has dado cuenta de que la abuela no nos mira a los ojos, Vic? ¿Qué porquería están haciendo? Su abuela ya no se preocupa cuando no los ve comer lo que prepara, ni cuando escucha los pasos en la azotea o el movimiento en la cocina; no es su problema, ella crió ya a sus hijos, esto es problema de José. Sabe que su abuela quiere que la dejen sola. Su madre también quiso estar sola. A mí me da igual estar sola, sólo quiero subir a la azotea porque ahí puedo fumar sin apestarlo todo; pero de nuevo ha bajado las escaleras en vez de subirlas y se descubre yendo a la cocina. Abre la puerta y la brisa del jardín entra, puede jurar que el olor a naranjas entra con ella.

*

El humo se escapa de sus labios y no sabe en qué momento se pierde en el cielo, pero no le importa siempre que el tabaco le ayude con las náuseas. La cena sigue servida aunque no es suya. No recuerda en qué momento decidió salir de su habitación para subir a la azotea, ya debería estar dormido; pero no importa porque sabe que su padre no ha llegado, aunque eso tampoco importa mucho.

Hace frío. En Xochiac siempre hace frío pero se niega a usar una chaqueta, no calientan desde que su madre se fue. Pero el frío y el cigarrillo encendido hacen que sienta algo además de sus tripas rugir porque imagina el olor de la cena pero prefiere no imaginar comida porque todo le da náuseas si lo piensa mejor. Menos el tabaco. No, los cigarros le quitan las náuseas. ¿Qué haces aquí arriba, Víctor? Debería estar durmiendo.

Pero entreabre los labios para dejar salir el humo y seguir temblando de frío.

Fue su madre quien empezó a fumar; tomaron la cajetilla que olvidó al irse, pero ya no importa, ahora se fuman una cajetilla casi a diario. No recuerda el momento en que su madre se desdibujó —el tiempo funciona raro desde entonces—; pero sí recuerda los ojos llenos de terror de su madre aquella mañana. ¡Esos niños son unos monstruos, José! ¿No te das cuenta? Recuerda el rostro de Vera y su angustia al ver a su madre gritar porque de nuevo estaban en la cocina. Vic, tengo hambre. Recuerda el olor a cítricos del perfume de su madre siendo borrado por el del tabaco y la putrefacción, recuerda el vestido blanco que usaba esa mañana, recuerda cómo metieron sus manos en la tierra, recuerda a su madre caminando hasta desaparecer detrás del naranjo. Vera, tengo hambre. Sabe que no importa ya, su madre no está; en cambio ahora está su abuela, pero ella es tan vieja y él sabe que aunque no dice nada, los ve con horror cuando entran a la cocina, cuando llaman al perro, cuando suben a la azotea, cuando meten las manos en la tierra bajo el naranjo, cuando aplastan a los insectos con las manos desnudas, cuando fuman. ¿Qué porquería están haciendo? ¡Son monstruos! ¡Míralos, José! ¡Esos no son mis hijitos! Mamá, tenemos hambre. Y luego las lágrimas porque hacía frío y el perro ladraba y tenían miedo y mucha hambre y por qué no nos deja entrar a la cocina y por qué nos mira así y por qué no está y por qué nos odias, mamá.

Apaga la colilla en el piso y luego la tira en la pila que va creciendo con los años; ha perdido la cuenta de cuántos cigarrillos ha fumado en su vida, pero nunca la de las naranjas que han caído desde que su madre se fue. Baja las escaleras, y entonces lo escucha, escucha ese ruido tan tenue. Son las ratas de la pared. Vera no está loca, también las escucho. Si estoy loca, también lo estás tú, Víctor.

Todo está a oscuras pero nunca le ha dado miedo la oscuridad, ni cuando su madre se desdibujó y se fue la luz en la casa; no ve nada pero qué más da si no ve, lo importante son otras cosas… otros sentidos, eso dicen para no sentir miedo. Y hay otras cosas que dan miedo, miedo en serio. Vera, nos vas a meter en problemas; sólo si papá se entera, Vic. Pero su padre nunca sabe nada: no sabe que fuman, no sabe que desde la azotea huelen el alcohol en su aliento cuando llega por la madrugada, no se ha dado cuenta ni de la existencia del naranjo. No sabe que tienen hambre. Papá no sabe nada ni de ti ni de mí. Nunca sabe nada. ¡Qué no los estás viendo, José! ¡Son monstruos!

*

En la mesa está servida la cena pero no es suya, no es nuestra, nunca es nuestra.

El pedazo de carne tiene ese característico color café verdoso y negro, sabe que tiene algo vivo, puede escucharlo moverse dentro de la carne, está ahí; huele rancio, huele a muerto. Aun así Vera lo mete a su boca, y Víctor puede sentirlo en su propia lengua, lo siente retorcerse; Vera come la carne sin mueca de asco, sin dificultad, sin importarle nada. Traga y ya está, puede sentirlo en su garganta, puede escuchar que está vivo todavía. Vic, tengo hambre. ¡Ese niño es el mismo demonio, José!

La escena es tan impactante que lo hace detener su movimiento; no se atreve a tragarse el bocado, no al menos por lo que dura ese instante. Lo ha visto. Ella sabe que está ahí, es imposible que no lo sepa porque lo está mirando atenta; ella sabe qué es lo metió en su boca porque lo ha visto. Entonces traga la carne negra y mohosa que hizo bola dentro de su boca, esa con polvo y tierra en que aún escucha el sonido de algo moviéndose, de algo que está chillando; lo siente bajar por su garganta, se mueve, se retuerce, tratan de subir de nuevo hasta sentirlo en la lengua para salir como las cucarachas al ser descubiertas por la luz; pero el olor que sale de su boca tras tragar es parecido al de los cítricos perdiéndose entre el humo y la putrefacción. ¡Cómo no te das cuenta que esa niña es un demonio, José! Vera, tengo hambre. Hay algo vivo dentro de la carne, lo sabe porque lo siente deslizarse hasta su estómago; hay algo vivo dentro de su piel, lo sabe porque escucha los pasitos dentro, bien dentro, y siente cómo se retuercen en un intento de salir. Quiere salir. Vera y Víctor se miran aun en la oscuridad, en la luz azul. Voy a vomitar si te vuelvo a ver aquí. No te atrevas a desperdiciar.

*

Se miran pero no sonríen, no saben hacerlo, no desde que su madre se fue. Tengo hambre. Y el hambre quiere bajar como esa carne agusanada, mohosa, que respira por sí misma como una rana lo hace a través de la piel; todo apesta a putrefacto y rancio y azufre y muerte y humo. Escucha a las ratas de la pared, están en la pared, no somos tan diferentes después de todo; las siente en sus brazos, están dentro y fuera y por todas partes. Las ratas caben en todos lados, se mueven en el espacio entre los huesos y la piel. La abuela le hizo la cena al padre, pero no es suya, nunca es nuestra. No te atrevas a desperdiciar. ¿Por qué nos odias, mamá? ¡Mira cómo comen esos monstruos, José! ¡Esas cosas no son mis hijos! Papá nunca sabe nada ni de ti ni de mí, no le importa. Ni siquiera recuerda que la abuela siempre hace la cena. Ni se ha dado cuenta de que no está mamá. Tampoco sabe que estás aquí. Siempre apesta a alcohol. ¡VOY A VOMITAR! ¡No te atrevas a desperdiciar! El tabaco ayuda con las náuseas. Ya lo sé. Tengo hambre. Lo sé, yo también.



Sof (Ciudad de México, 2002) actualmente estudia Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana y se dedica a la improvisación teatral ya que considera importante llevar el arte a espacios en de los que ha sido desplazado y negado. Escribe cuentos de irrealidad desde los 10 años —cuando comenzó a leer mitología grecolatina—, y más recientemente se ha interesado por explorar sobre esa misma línea los géneros del horror y lo extraño. Le interesa la divulgación del arte de forma oral, pues le apasiona experimentar con formas no convencionalmente académicas de difusión del arte.

Arte: Anónimo, Kusōzu: El cuerpo de la dama noble pasa por la putrefacción

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