por Javier García Vargas
Cuando el corazón deja de latir, el ser humano debe enfrentarse a la más grande de las contradicciones, pues, paradójicamente, es en ese momento cuando la vida florece dentro del cuerpo. A menos que el difunto sea intervenido ―con meticulosas técnicas de disección―, embalsamado ―como hacían con sus muertos los antiguos egipcios―, o bien termine convertido en cenizas, el proceso de descomposición seguirá su curso, pues así como los elementos de la naturaleza conjuran para traer un ser a este mundo, también lo hacen para eliminarle.
Primeramente, la sangre deja de transitar por el cuerpo, estancándose por efecto de la gravedad y abandonando los rincones que alguna vez recorrió; en consecuencia, la piel queda cubierta con una película ceniza, dando así un aspecto tan serio y triste como sólo lo puede tener un muerto. Para entonces, la actividad cerebral ha cesado y la compleja maquinaria celular inicia su autodestrucción. Asimismo, los esfínteres se relajan y, así, el destino le hace pasar al hombre la última de las vergüenzas: la de cagarse encima.
Algunas horas después, viene un fenómeno solemnemente nombrado con una locución latina, el rigor mortis, en el que los músculos toman una rigidez tal que resulta casi imposible manipular la posición del cadáver, como si éste se negase a ser molestado por los vivos. Al final, la rigidez cede y la temperatura corporal cae hasta igualarse con la del ambiente. A esas alturas, y con la suficiente humedad, la epidermis ―la capa más externa de la piel―, manchada ya de un tinte pantanoso, comienza a separarse de la dermis, como un recordatorio de que no es más que un disfraz prestado para los días terrenales.
Entonces se está cada vez más cerca del festival microbiano que habrá de iniciar en el tracto digestivo, para diseminarse después por el resto del cuerpo; de manera inesperada, quienes por mucho tiempo fueron nuestros inquilinos, o, mejor dicho, compañeros de cuarto, son quienes habrán de participar en el fin de nuestra materia. Al salir de los intestinos, las bacterias y otros microorganismos emprenden una cruzada a través de los órganos, empezando por el hígado y los riñones. Gracias a su incesante reproducción, se crean las condiciones idóneas para la putrefacción. Aparece así el olor de la muerte, causado por dos particulares compuestos químicos que no podrían tener nombres más apropiados: la putrescina y la cadaverina; junto a estos, se produce una mezcla de gases culpables de la hinchazón que le da al cuerpo la auténtica apariencia de un cadáver. En ese momento, el cuerpo se ha convertido ya en un terreno perfecto para recibir a toda clase de parásitos y carroñeros, entre los que destacan las moscardas, un insecto parecido a las moscas, pero con unos temibles ojos rojos y un cuerpo tornasol de mayor tamaño. Estas visitantes se encargan de invadir al cadáver con sus huevecillos, de los que eventualmente surgen larvas que, a su vez, atraen a diversas alimañas como arañas, hormigas y escarabajos. Esta horda desaforada, con ayuda del ambiente, termina por descomponer lo poco que queda de lo que una vez fuimos.
Finalmente, habremos vuelto al origen, a la tierra de la que salimos. Así, la incógnita más grande en la historia de la humanidad ha sido resuelta: la de la vida después de la muerte. Nuestra descomunal composición química pasa a formar parte de otros seres, quedando sólo como prueba de nuestra existencia el conjunto de doscientos seis huesos que fueron nuestro sostén. Ese es nuestro patético final, una osamenta que bien puede ser la del excelentísimo señor presidente de la república o la del vagabundo que lanza cantaletas callejeras que nadie comprende. No cabe duda, pues, de que la muerte es aquello que nos hace humanos, que nos recuerda cada día de la posición de animal solitario y frágil que ocupamos en este mundo. Quizás, en medio de toda esa desolación y podredumbre, el único consuelo que nos quede sea el saber que nuestra muerte ha de ser el medio para el nacimiento de muchas otras cosas, la comunión final con la casa que habitamos y hemos de habitar hasta el fin de los tiempos.
Javier García Vargas (Ciudad de México, 2003). Escribe narrativa y ha publicado cuentos en medios digitales. Ha participado y ganado en concursos literarios de la Universidad Autónoma de Querétaro y obtuvo una mención honorífica en el XVIII Concurso de Cuento Histórico de la Universidad Iberoamericana.
Arte: Otto Dix, Hombre muerto (St. Clément)