Los colibrís


Hay días en los siento una especial alegría ante la idea de suicidarme.

Insospechadas olas de felicidad recorren mi cuerpo y me doy cuenta de que tengo la energía suficiente para llevarme a morir. Mi corazón aletea con el encanto del colibrí que ha encontrado una flor que aún no ahoga el verano. Hago planes, fijo fechas, escribo instrucciones y recorro la lista de nombres de aquellos a quienes debo decir adiós. Me repito que no debe ser algo muy formal ni muy sincero, porque no quiero que se den cuenta ni que se preocupen. No es necesario. Me encuentro feliz, extasiada. Me decido por escribirles cartas, quizás desenmarañar mi letra los distraiga un rato de sus agobios cotidianos. Soy generosa hasta en esos detalles. También me planteo a quién le voy a dejar cada cosa, quién puede aprovechar mejor los libros, quién mis cuadernos, quién mis acuarelas, quién los etcéteras que guardo bajo la cama. Mientras repaso tales minucias, llega la nostalgia por todo aquello que hice medianamente bien hasta que lo abandoné. Me felicito por mi amplia gama de intereses y mi entusiasmo por invertir en herramientas para ejercer artes en las que, claramente, no tengo ningún talento. Repaso, pues, todas mis buenas intenciones.

Surgen también los recuerdos. Los concretos: fotografías que guardé en sobres blancos, sobrios y sin ningún significado especial. Notas cariñosas que me hicieron llegar. Boletos de cine si título ni sala ni hora, porque todo se ha borrado.  Objetos diversos que sólo significan para mí y que cualquiera confundiría con basura. Algunos de hecho son basura.

¿Qué hago con estos chunches? No quiero que los boten, pero tampoco que los atesoren o los revisen con fervor, intentado encontrar rastros de mí, porque habría entonces muchas dudas que no tendrán explicación. Alguien debe encargarse de cuidarlas con el desinterés suficiente para no crearse conflictos ni angustias, alguien que pueda darles una mirada sin una segunda inspección, como los anuncios de una revista o los comerciales de la televisión.

Ése es un pequeño tropiezo que me atribula un poco, el colibrí pausa su feliz aleteo, pero se desentiende pronto. Recuerdo las maletas sobre el ropero que contienen casi ochenta años de vida de una mujer a la que amé mucho y de la que no sé nada. Nadie ha tocado aquellas cápsulas del tiempo en una década. Es probable que el responsable de revisarlas sea un desconocido que no tendrá mucha noción de su existencia. Y cuando esa revisión hostil le llegue a ella y me llegue a mí, ninguna de las dos sentirá inquietud ante tal invasión, porque los recuerdos necesitan de explicaciones que ya no tendremos que dar.

Sigo pensando en todos los puntos que tengo que dejar bien claros antes de partir y me doy cuenta de que no es mucho, porque siempre me he distinguido por hacer lo menos posible. Seguramente para no causar tantas molestias cuando llegue el gran día. Una tía ya conoce mis deseos de que me incineren y esparzan mis cenizas en el malecón del rincón olvidado del mundo en el que me escondieron. Me parece que todo está muy claro y que nadie tiene que trabajar tiempo extra para cumplir con mis últimas voluntades. Si acaso tomarse unas vacaciones para realizar el viaje. Y justo cuando creo que mi tarea está completa y ya sólo debo llevar a cabo el acto de cierre, me encuentro con un par de ojos verde óxido que me interrogan sobre la comida de la tarde. ¿Quién diablos va a cuidar mi gata? El aleteo se detiene por completo y siento flaquear mis piernas. ¿Ella se dará cuenta de que un día ya no regresé? ¿notará que son otras manos las que la alimentan, las que la cuidan?

En esta casa los perros son ampliamente amados por todos, pero la gata reina con cierta soledad.  Sólo yo acepto que debo estar cerca sin molestarla, y que los abrazos que busca son sinceros, pero también responden al frío. ¿Qué hago ahora?

Miento y creo mis mentiras. El aleteo regresa, pero es pausado, apenas se sostiene. He perdido el impulso, y me sobreviene el vértigo de estar tan cerca del vacío. Veo a mi alrededor y siento vergüenza de mis planes. Me convenzo de que mi examinación testamentaria no fue más que una limpieza a fondo. Oculto las cartas que ya he escrito y boto la lista de nombres que he estudiado. Descarto mis ideaciones más desesperadas y felices fingiendo que no son más que mosquitos que morirán en unas horas. Repaso las tareas del día, las que no me conducen a ninguna parte ni me provocan ni más ni menos dolor del que ya cargo. Le doy de comer a los ojitos inquietos y me acuesto a pensar en lo estúpido de mis proyectos, en lo ridículo de pensar que concluiría uno. Soy mediocre y todo lo hago a medias.

Al rato se acerca un hocico húmedo que empuja mi mano para echarse sobre mi pecho, siento la calidez de su pelaje y el ritmo del ronroneo. Está feliz porque ya comió y yo estoy ahí para acompañarla unas horas. Quizás después se aburra y busque salir al sol. En sus días ociosos, espía a los colibrís que se arremolinan en la buganvilia frente a mi ventana, aunque nunca se lanza a cazarlos. Sabe que no vale el esfuerzo, porque igual se van a ir. Después regresa y de nuevo busca mi calor. Su interés es sincero y lo agradezco. La dejo descansar junto a mí y me digo que nadie más podría cuidarla tan bien como yo. Se termina el día y no tengo fuerzas para hacer nada. Entonces sigo viva.

Entrada previa 500 euros
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