Por Raquel Cabrera
La mesa era cuadrada y a diferencia de muchos que se jactan de sus espléndidas charlas de sobremesa en un café, yo estaba en una pulquería. Las jarras corrían y como siempre tiene bien a suceder, en lugar de hablar de cosas graciosas, de experiencias amorosas o de aventuras de nuestra adolescencia, estábamos ahí todos muy serios hablando de temas casi tan espinosos como la política y la religión: estábamos hablando de literatura.
El problema real, decía uno, no es si la gente lee, el problema real es lo que leen. El otro decía, “para mí que el problema es que estamos muy ocupados en leer muchos libros en lugar de entender a fondo uno solo”. El más pesimista decía: el problema real es que no hay tiempo para leer, ¿trabajar con jornadas de ocho horas o más? ¿Trayectos de dos horas? Simplemente en eso ya se te fue medio día, y si duermes ocho horas, te quedan cuatro libres que la gente invierte en comer, o coger, que de cualquier modo es lo mismo.
Yo, que cuando hay alcohol de por medio y llevo la cartera vacía procuro no hablar, simplemente los miraba a todos, cada uno con sus ideas muy respetables, cada uno a su manera tenía razón.
¿Y tú qué?, me preguntó alguien de repente, ¿para ti cuál es el problema?
Antes de responder me pregunté si lo que buscaban era el “problema real” de la literatura o de mi vida, porque siendo así primero hay que pensar en si la literatura tenía un problema o si nosotros éramos quienes teníamos un problema con ella. Mi vida tenía demasiados problemas, pero a juzgar por sus caras decidí que la pregunta iba orientada hacia el primer punto.
Pues para mí el problema, empecé, es que todos los autores buenos ya están muertos y los nuevos no terminan de ser buenos, les hace falta algo… “¿Morir?” Me interrumpe alguien y todos echan a reír.
Tal vez les haga falta morir, respondo, pero hay muchos que fueron grandes antes de extinguirse. Pero en particular de todos los años que me han tocado, éste, 2014, es el peor. Y les voy a decir por qué. Tomo un trago de mi pulque y empiezo a decir: Aniversario de Julio Cortázar. Aniversario de Efraín Huerta. Aniversario de Octavio Paz. Aniversario de José Revueltas. Aniversario de Adolfo Bioy Casares. Aniversario de William Burroughs. Aniversario de Marguerite Duras. Aniversario de Dylan Thomas. Aniversario de Nicanor Parra. ¿Y saben qué? Muertos. Todos completamente muertos. Y nosotros aquí cien años después sin poder hacer más que recordarlos. Para mí ese es el verdadero problema, los autores se mueren.
Todos asintieron y brindamos por todos esos autores ya fallecidos, los hubiéramos mencionado de nuevo pero acordamos que eran bastantes y que con recordarlos una vez ya era suficiente para el brindis.
Terminando la charla y las jarras, y prácticamente dejando seca la pulquería, decidimos irnos a descansar, al día siguiente seguramente tendríamos actividades serias y formales que hacer. La mayoría no pasaba de asistir a algunas clases y entregar trabajos que no solo no nos interesaban, sino que además eran sinceramente inútiles. Aún con ello prometimos vernos al día siguiente con los ánimos recargados.
Esa noche soñé con autores, con todos ellos. Con algunos me encontraba en la calle, con otros almorzaba y nos dábamos la mano. Uno que otro me obsequiaba un libro, pero el peor fue Parra, él entró en mi sueño y con una sola pregunta me atacaba: ¿por qué me mataste?
¡Qué va! ¡Si yo no te maté! Sobra decir que desperté al instante y con grave turbación me mantuve despierto lo que quedaba de la noche. Ya entrada la madrugada decidí seguir con mis actividades normales, pero no podía dejar de pensar en Parra.
¿De qué moriste? Yo no te he matado. Me repetía esa idea, pero justamente pensé en que no sabía de qué había muerto Nicanor ni en qué fecha. Apenas llegar a la escuela busqué en la biblioteca y el ordenador, y cuál fue mi sorpresa al descubrir que Nicanor Parra no había muerto… todavía, ¡pero apenas una noche anterior yo ya lo había matado!
Él tenía razón, ¿por qué lo había matado?
Apenas encontrar a mis colegas les expuse mi sueño y mi hallazgo. Pasaron del desconcierto a la risa y al final Parra resucitó.
Y bueno, dijo uno, entonces, el problema real no es que todos los autores estén muertos, sino que no sepamos que siguen vivos. Asentimos y seguimos con nuestras vidas. Con el pulque y la literatura.
Y todo eso pasó… el día que maté a Parra.
Ilustrado por Jesús Mendoza Torek (Torekdg). Conoce más de su trabajo en su página de Facebook.