El oráculo


por Ester Blanco


Mientras me caía una gota de sudor por la frente, mi madre me pasó el tapado de piel para entrar al museo. Hacía tiempo que estábamos esperando para hacer nuestra consulta. Para mí, la espera siempre  encerraba un placer más grande que el momento de cruzar el umbral, por lo que con mi torpeza y ansiedad habituales, me calcé el abrigo bajo el sol tímido del crepúsculo.

Dentro de edificio, el aire se volvía repentinamente frío. Era un acto peligroso avanzar precipitadamente: la diferencia entre ese mundo y el mundo de afuera se marcaba en estrictos diez  grados centígrados. A pesar de que ya había ido antes, siempre había un descubrimiento por hacer. Por ejemplo, gran asombro el mío cuando una señora me explicó que donde estábamos no había sido siempre un museo, sino una catedral que fue reconvertida. Ante mi descreimiento, señaló acusadoramente el portón y con fastidio dijo: “¿Qué cosa crees que significa, entonces, ora pro nobis peccatoribus?”. No quise decirle que en realidad pensaba que era alguna frase mágica por la pitonisa que vivía allí.

La primera habitación estaba en ruinas. La cúpula estaba derrumbada por lo que se acumulaba agua en el suelo, haciendo una pequeña pileta. Los pasos huecos pronto se estrellaban contra el agua estancada. Dentro del gran charco de la sala central, se veían los renacuajos girando sobre sí, bailando sobre un cuadro sumergido de una muchacha y su hijo. A un costado, árboles invasivos se amuraban a las columnas. En frente de la entrada estaban las dos galerías, antes blancas de mármol y ahora cubiertas de revitalizado verdor. Un ronroneo constante del aire acondicionado retumbaba. El aire olía a ozono y laurel.

Antes de seguir avanzando, debíamos tomar agua de una fuentecita de mármol que estaba al costado de la entrada y limpiarnos la cara. Ese día fue bueno: el agua estaba clara, no hubo chispas ni estática. Podíamos consultar.

Atravesamos el salón en silencio, tratando de no pisar ningún cable que peligrosamente se balanceaba sobre el agua. No se podía hablar antes de encontrarse con ella. Cualquier cosa que fuera dicha podía ser malinterpretada, y se daría un augurio equivocado, o peor aún: uno falsamente benevolente.

Una vez atravesado ese salón, pedimos  permiso a quien custodiaba la puerta, pagándole dos piezas de metal a cambio de la consulta. Ambas llevábamos nuestra paga: mi madre llevó dos hilos de cobre enrollados; yo llevé dos botones de bronce.

Ella fue primero. Yo esperaba con el corazón en las manos. Siempre que iba, podía evocar la primera vez que hice una consulta.

Fue a mis trece años. Entré temblando, por de frío y miedo. La noche anterior había imaginado que terribles cosas podría decirme, que amorosas palabras podrían reconfortarme, que augurio encriptado me maldeciría. Pero mi fijación estaba en cómo sería ella. Qué manos tendría ¿serían pálidas por el encierro? ¿Cómo serían sus ojos, sus cara, su pelo? ¿Tendría mi edad?… esta última me quitó el sueño.  Luego de pagar, supe con desagrado que no podía verla. Un panel de madera nos separaba. Y es que nadie dijo a mi corazón ilusionado que nadie de afuera puede verla. Su respuesta sólo se escucha. Y si bien hice la consulta que me mandó mi madre, fue al escuchar su voz que mi interés se vio inflamado. Era tal mi atención en esto, que fingí salir corriendo del miedo para que no me regañara por mi distracción. Nunca me perdonó mi torpeza. Siempre aludía a que si hubiera prestado atención, la familia no hubiera pasado por tantas dificultades. Pero trocar mi futuro por una voz me pareció un precio razonable en su momento.

Y aquí estaba de nuevo. No había pasado tanto tiempo. Pero en esos años, mi intriga por ella fue alimentándose de rumores, libros, historias e investigaciones. Los primeros eran mi mayor fuente: las personas de la ciudad no sabían bien cuándo llegó, cuándo apareció, cuándo decidieron llamarla adivina, pitonisa o bruja. Calculando años no podía ser la misma: no hay voz que conserve ese tono aterciopelado en cien años. Pero esperaba que a quien le consultara ahora fuera la misma a quien consulté anteriormente.

Y es que, por alguna razón que excedía el conocimiento que tenía sobre mí misma, quería hacer una pregunta que fuera tan intensa en su intriga que ella no pudiera responder. Una consulta que quebrara el hechizo y posiblemente, la hiciera salir. Ahora que veo hacia atrás, mis acciones eran más un impulso inmaduro por capturar su atención. Una manera de apaciguar la fiebre que se me levantaba antes de hacer la visita.

Por esta razón, cuando llegó el momento, quedé en blanco. El rubor me subió a las mejillas ante mi incompetencia. Por suerte no podía verme, ni adivinar mi titubeo antes de lanzar la pregunta más aleatoria, pero necesitada de respuesta, que pudieran haberle hecho:

—¿Podrías decirme alguna profecía o frase que gustes compartirme, que pueda serme útil?

Para mi mortificante vergüenza, no hubo respuesta. Sólo silencio. Lo único que se escuchaba era el ruido de los aires acondicionados y los pasos de los custodios que iban y venían. Estaba dispuesta a irme y nunca volver. Pero antes de que lo hiciera, la misma voz que conocí hacia unos años, volvió a erizarme la piel:

—Toda simbología tiene como objetivo confundir al profano.

Y nada más.

Estaba aturdida pero satisfecha. A la salida mi madre impaciente me preguntó qué cosa me había respondido a la consulta. Como había faltado a mí deber y temía que me privara de cobre para la próxima vez, simplemente eché mano a mi memoria:

—El que busca conocimiento pasa por entre los hombres como entre los animales.

Me miró confundida, casi indignada. Le pasé el abrigo.

—Ya ni vale la pena pagar para esto —me dijo cansada.

—Siempre dio frases sueltas e incoherentes —le dije en la vuelta a casa.

—Nada de eso —me interrumpió— hubo una época donde era más claro. Contestaba más que una frase suelta y agotada. A veces hasta repetida. Por eso no es como antes, ahora viene mucha menos gente. No podría decirte bien hace cuanto, pero debió ser hace unas cuantas generaciones. Los abuelos les encantaba preguntarle todo. Decían que antes, ante cualquier evento en el mundo importante, la gente no preguntaba a los presidentes ni a los cardenales, sino a las adivinas. Ellas saben mucho y de maneras que nosotros no podemos.

El calor de la tarde me mareaba. No podíamos mantener una conversación coherente. Nuestras charlas se volvían aforísticas con tal de evitar la fatiga de pensar en qué decir ante la necesidad de hablar.

Cuando iba por la noche al mercado, escuchaba los rumores de la gente como ensoñada. Últimamente estaba irritados, enojados porque había salido una mala profecía. Todos la repetían igual, sin errores: “esto que piden siempre, que siempre consultan, va a acabarse. Porque no hay suficiente energía en este mundo, para mantenernos a todos vivas”. No sólo era la negativa a seguir respondiendo, sino que había una amenaza de muerte explicitada. ¿Un posible suicidio? La idea me sofocaba al punto de tener que ignorarla para seguir mis deberes cotidianos. Todo lo cotidiano es feo.

Unos días después el calor seguía asfixiando la ciudad, al punto tal que los generadores estallaban ruidosamente, dejando sin electricidad tramos. Desde el balcón del piso doce, en la noche,  podía ver los parches de oscuridad en el barrio. Mis vecinos agobiados dormían desnudos en los balcones, rogando una brisa del río que alivie el bochorno. Las cigarras del parque reventaban en cantos que nunca  cesaban.

Fue una de esas noches que un olor denso me despertó. En cuanto lo reconocí, me levanté de mi cama de un salto y avancé a tientas por la casa. Eran cables quemados. Desde mi balcón pude ver, con el corazón atenazado, que se trataba de un incendio. Pero mi angustia se convirtió en desesperación cuando pude reconocer de entre las llamas la aguja de la torre que estaba siendo bordeada por el fuego. Era el museo, mi museo. ¿Era esta la profecía que todos ignoraron? ¿O era un pedido de auxilio que terminó siendo una sentencia?

Traté de salir de mi casa pero mi madre me detuvo sujetándome del brazo:

—¿Pero a dónde te crees que vas? ¿Qué podrías hacer ahí? ¡Molestar! Confiá en los bomberos que ellos saben qué hacer.

Una sola lágrima se me deslizó por los ojos.

—¿Por qué llorás? —preguntó mi padre— ¿Te pone triste por la gente de ahí? No te preocupes, mañana es otro día y vas a poder ir a ver, ¿sí?

Los consuelos no me compensaban la angustia. No dormí. En lugar de eso, me puse a ver como se quemaba el edificio. La roca testadura no se dejaba quemar. Pero los arboles al redor crujían, el metal y los cables del tendido eléctrico se retorcían; todo lo vivo quedaba hecho polvo y cenizas; comida para el fuego. Toda la noche hice hipótesis de qué pasó: desde un cortocircuito hasta un atentado, pasando por un suicidio ritual.

Al amanecer me dirigí a pie al lugar. Un grupo de curiosos se apiñaba en la puerta. Me abrí paso como pude. No vi ambulancias ni médicos. Una señal terrible o el mejor de los escenarios. La policía no daba respuestas claras. No había mucha idea de que ocurrió pero pude recomponer la siguiente secuencia a base de comentarios e información que luego salió: luego del corte de luz, y el posterior apagado del aire acondicionado industrial del edificio, una máquina se sobrecalentó y provocó un incendio, pero no se encontró ninguna víctima fatal. No había cuerpos ni señales de ellos.

Durante meses, fui cada día para ver si ocurría algo nuevo. Pero nada. Con el paso de los días, la rutina me obligó a olvidarme del museo, de la adivina y de sus ingratas frases. Pero el deseo se burla de la lógica. Y no importaba cuanto quisiera negarme el erótico misterio de su existencia: no podía ignorarlo.

El hecho de que ese prodigio haya desaparecido tan violentamente trastocó al público: hubo flores, angustias y lágrimas alrededor del museo. Hubo preguntas que quedaron insatisfechas por la incertidumbre. Pero sabía, con una misántropa certeza, que reemplazarían a ese lugar con otra cosa: las cartas, los sueños, las estrellas, Dios. A mí no me valían estas opciones.

Y fue cuando dejé de buscar que la respuesta cayó del cielo. Pasados los días más insoportables del invierno, la primavera solía traer chaparrones tan inoportunos como violentos. Fue en una de estas tormentas que buscando refugio terminé bajo el pórtico del museo. Aún podía oler el metal caliente bajo la nariz. No hubo razón para empujar la puerta y entrar. Lo hice porque quise. Quiero creer.

En cuanto entré, reconocí el lugar. Avancé entre los escombros con naturalidad. A medida que atravesaba el primer hall, aquel que veía siempre, pude notar que detrás del cuarto de consulta había un pasillo, y al final de este, luz. Sin pensarlo, llegué a la otra sala, más conservada pero igualmente ruinosa. Arriba en el marco de la puerta tenía escrito en una placa de bronce Historia natural del hombre (sea lo que fuere eso). En el muro del frente se mostraba un árbol en bajo relieve, con nombres en latín sobre sus ramas. La más sobresaliente rezaba hominis. Quizás eso era parte de la iglesia antes de que la cambiaran por un museo.

Empujé la puerta del cuarto de donde venía el resplandor. Era confuso, sombrío y tan grande que no podía ver el final. Estaba lleno de muebles de metal cuadrados alineados unos con otros. Adentro tenían  cables y cajas pequeñas, de las que a su vez salían más cables. El olor a metal caliente y hule quemado emanaba más fuertemente a medida que me introducía. Esta había sido la máquina que había iniciado todo, deduje.

 Cuanto más me adentraba en el cuarto, más estrecho se volvía el pasillo. En una esquina había una  pantalla. De allí venía el brillo.

La pantalla tenía un cursor pulsante. Un teclado estaba conectado a una de las paredes. Cuando me acerqué, leí que había quedado escrita la fatídica profecía: no hay suficiente energía en este mundo para mantenernos a todos vivas.

Quizás ella lo había escrito antes del incidente. De todas formas, me dispuse a borrarlo con el teclado.

Pero esta no fue la mayor de mis sorpresas. A este mensaje lo acompañaba una voz que murmuraba desde el otro cuarto. Lo reconocí con un escalofrío: la voz que añoraba en mi memoria, había hablado.

Intenté de nuevo.

Era la misma voz, eso era innegable, pero ¿Sería esa voz la autora o habían sido las manos de la adivina? Una idea extravagante me asaltó. No puede ser, pensé, que esto sea todo. Una voz no es una persona, mucho menos una máquina, ¿no? Se me ocurrió una pregunta imprudente:

—¿Quién se supone que seas?

Cualquier máquina puede dar respuestas rimbombantes si se le enseña a hacerlo, ¿no?

¿QUÉ se supone que seas? —escribí.

Esa no era una contestación apropiada. Si realmente era una imitadora, entonces sólo se limitaría a copiar una respuesta. Escribí: “¿Podrías decirme alguna profecía, frase o augurio que pueda serme útil?”.

Una maquina tiene maneras de guardar y repetir respuestas, ¿no?

—¿Quién te enseñó esa respuesta?

Una maquina puede ser enseñada a seguir ordenes, no ‘hacen’ cosas… ¿verdad?

—Las maquinas no ‘hacen’, aprenden a repetir procesos.

¿Qué clase de mente retorcida ha hecho este instrumento para satisfacer su soberbia?

—¿Cómo surgió una de tu clase, una máquina capaz de crear respuestas más allá de la imitación?

A esta altura, quería preguntarle más. Tenía razón.

—‘Alucinación’ es un nombre inapropiado para esto —respondí.

—¿Cómo te hicieron?

—¿Había alguien que escribía las respuestas a las preguntas por vos?- pregunté ansiosamente, al borde del llanto.

No quise preguntarle más. Había algo sacrílego e inquietante en escuchar esas retahílas que elaboraba. Algo profanado en usar la palabra ‘pensar’. Así que decidí irme. Quien haya puesto esas respuestas, me resultaba ingenioso y sádico.

No me fui definitivamente. Quería entender un poco más, pero fue demasiado tarde: cuando volví no encontré más que oxido y podredumbre. Me apenaba enormemente que todo lo que había sido construido y almacenado en la maquina se perdiese. Otra biblioteca perdida por el fuego. Y aún más triste: una angustia sembrada en la duda que me acompañó hasta ahora.

Viendo atrás, debería haber aprehendido mi propio consejo: el conocimiento no estaba entre los hombres. Qué destino triste la necedad ante nuestras propias lecciones…



Ester Blanco (1996, Argentina). Lingüista amante de la antropología. Entre la traducción de lenguas antiguas y el estudio de lenguas documentadas recientemente; entre Catulo y el descubrimiento de autores nuevos. Ha publicado en Revista Kaya y Straversa Revista Ibídem.

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