por Diana Ramos
Al principio fueron dos arañas, las descubrí mientras escombraba el librero. Eran pequeñas y graciosas, cómo me divertía mirarlas, se acomodaron cada una en un extremo del cuarto; las dejé hacer su vida, en parte por esto, porque me divertían, pero también porque el verano se acercaba y sabía que estas dos pequeñas amigas me ayudarían a controlar al resto de insectos que pudieran colarse en casa. A veces las perdía de vista durante días, pero cuando las creía ya muertas se asomaban de nuevo: una entre los libros, la otra cerca de la ventana.
Convivíamos en paz.
Un día, mientras yacía acostada sobre el tapete de yoga en el piso del cuarto, vi a un insecto, de esos que mi mamá llama pescadito de plata. Se arrastraba lentamente hacia mí. Sin quitarle la vista de encima y con un movimiento rápido de mi brazo derecho, alcancé un cuaderno y me apresuré a tirárselo encima. Detesto a los insectos: no tolero su caminar ciego ni el movimiento de sus patas o antenas, son como pequeñas y asquerosas cáscaras.
Fue éste el que me levantó la ligera sospecha de que algo no andaba bien. No había visto uno en años; ¿de dónde había salido? Era cierto que desde hacía varias semanas pasaba las noches con la ventana totalmente abierta, los pies colgando sobre el vacío. Resolví reducir mi tiempo sentada en la ventana.
Y durante una época pareció funcionar. Ya me había olvidado casi por completo del asunto, hasta que un día mi gato pasó horas vigilando una pared, olisqueando y hasta rasguñándola sin motivo aparente. Sabía que en algún momento se aburriría y era mejor no intervenir. Unas horas más tarde descubrí la causa de su nerviosismo: ahí, a mitad de la pared blanca, se pavoneaba insolente lo que parecía ser una hormiga, enorme y marrón. Asqueada y aterrada tomé un libro y la estampé en la pared, presionando con fuerza. Tras unos minutos pude al fin retirar el volumen de la superficie y comprobar que los restos del insecto quedaban allí, manchando la blancura del muro con una mezcla de sangre y diminutas extremidades. Un sentimiento de satisfacción me recorrió el cuerpo.
Pronto las apariciones aisladas comenzaron a convertirse en pequeñas hordas de insectos de todo tipo: mosquitos, moscas, pescados de plata, una variedad de pequeños animales cuyo nombre desconocía, incluso algún grillo. Pero era verano, uno especialmente bochornoso, así que le resté importancia. Entre las arañas y yo nos arreglábamos para mantener la incursión a raya.
Una tarde no vi a las arañas y me invadió un mal presentimiento. Me dije a mi misma que debía ser paciente, ya volverían, pero al poco tiempo descubrí sus cadáveres en una esquina del cuarto, una hormiga se alimentaba de lo que quedaba de ellas. Con miedo y tristeza las retiré, me había quedado sola.
Entonces comenzaron a invadirme: allí donde acababa con uno, otros tres reaparecían. Sus diminutos cuerpos comenzaron a adueñarse del cuarto: un ala por aquí, una mancha de sangre allá, como papel tapiz, y yo no podía encontrar la fuente, el nido, el agujero húmedo y oscuro del que provenían.
Por pena y miedo no le conté a nadie lo que me sucedía, pensé que podría ocuparme yo misma del asunto, pero la situación escaló a tal grado que, durante el día, sobre todo cuando el clima era caluroso, sentía cómo unas diminutas patas recorrían mis brazos o piernas. Con desesperación me sacudía al tiempo que buscaba al responsable de tal sensación, pero nunca había nada cuando miraba.
Conforme pasaron los meses me acostumbré a limpiar a diario la habitación de arriba abajo, y cada fin de semana fumigaba la pieza entera; primero con remedios caseros, pronto recurrí a insecticidas y químicos más fuertes, sin entender nada. Pero por la noche allí estaba el ejército de antenas y patas.
Cansada de pelear a diario contra el batallón miniatura me resigné a vivir en esa habitación sucia, repleta de aquellos animales que tanto odiaba. Ya no intentaba combatirlos, sabía que era imposible acabar con todos si no encontraba antes el nido. Concentré mis fuerzas en ignorarlos e incluso en intentar apreciarlos. Para entonces las paredes se habían convertido en una mezcla pegajosa de sangre y muerte. Dejé de utilizar los insecticidas y los remedios caseros, ya ni siquiera sacudía los muebles. Resignada, pero también asqueada, los dejé existir y crecer.
Una noche desperté al sentir como una oruga se arrastraba por mi entrepierna. Desesperada me desprendí de las cobijas y comencé a palpar mi cuerpo. Me quedé helada.
De entre mis piernas salía el centenar de insectos que luego, despacio, se dispersaba por la cobija hacia las paredes, los muebles, el techo húmedo.
Entonces lo entendí: era yo. Dentro de mí estaba el agujero, el nido fétido que había crecido en la oscuridad húmeda y silenciosa de mi cuerpo: me estaba pudriendo por dentro.
Diana Teresa Ramos Rojas (México, 1997). Estudié Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM. Me gusta conocer y habitar la ciudad. Cuando mis gatos se duermen, escribo.