Hablar de libros sin hablar de libros


Por Alberto Puebla

Hablar de literatura no es fácil. Lo sabemos desde la primera lectura que realizamos. Lo sabían también los griegos, hace más de dos mil años, cuando empezaron a hacer eso que hoy en día se conoce como teoría literaria. Las intrincadas formas del poema no han sido todavía aclaradas. Hemos inventado la bomba atómica, pero aún no estamos seguros de lo que es la poesía. Proeza mayor la de algunos, que hablan de libros sin hablar de libros. Y que dicen (dicen) que la lectura es lo mejor que le ha pasado al hombre, pero no saben con certeza qué es leer. Aquellos que creen que el libro se agota en su historia y que la crítica no consiste en discutir un libro, sus propuestas, sino qué tan felices los dejó y con cuánta facilidad pudieron ir a dormir después.

Acaso otro problema los motiva: a muchas personas no les interesa el libro. Ésta no es una pregunta ni una suposición: es una verdad fría. Les interesa, en cambio, lo que sucede alrededor del libro, pero que no es en esencia el libro: la pose, la identidad, el prestigio. Para este grupo, conocer la historia resulta equivalente a leer el libro. Hay que decirlo, su comedia (esa que realizan sin saberlo), parece interesante. Acaso para ellos ha surgido esta especie nociva de reseñista que valora los libros según qué tanto el protagonista sea como él o la clase de crítico que, después de resumir el libro, está seguro de que ha cumplido su labor. Sí, hablar de libros sin hablar de libros, como se menciona un mueble o se elige el color de la corbata. “Es una gran historia”, “Es una historia aburrida”. No saben recoger los fragmentos, los pedazos límpidos que hacen al libro, las palabras ínfimas; no saben que hasta la minucia desgasta al autor y que ahí también reluce el oro. También la sensibilidad necesita inteligencia.

Estos críticos tienen cierto orgullo. Cuando se les cuestiona, algunos incluso dicen que no buscan sino la noble acción de promover la lectura: “Llevamos a Salinger a la gente de a pie”. Olvidan que bajar la literatura del pedestal no equivale a simplificarla, a reducirla. Gabriel Zaid ha logrado, en más de una ocasión, ofrecer literatura al alcance de todos, transparente y comprensible en su acercamiento a la poesía, a lo que llamamos “libro”. No ha perdido, al hacerlo, ni la erudición, ni el esfuerzo. Tampoco la pasión. Ahí está todo lo que les falta a los que piden que se ofrezca la literatura al pueblo. Ofrecen pedazos, no la obra. Dan miseria, no arte. Si se desbarata un reloj hasta dejar sólo un tornillo, no se podrá mostrar lo que es el tiempo. Y la literatura, todo eso que nos llama desde dentro de nosotros mismos, requiere tener el corazón intacto.

Hay que ofrecer lo mejor que tenemos al hablar de literatura porque la literatura también es lo que palpita, porque la literatura no está ahí para facilitarnos la vida. En todo caso, el arte guarda la posibilidad de la crisis y de la renovación: importa en tanto que puede transformarse, en tanto que puede transformarnos. Hablar de literatura es hablar del mundo. Leer es abrir la sangre mutua. Ah, sí, hablar de libros: tarea rigurosa, necesaria. “El poeta es un obrero” (Mayakovski). También lo es el crítico.

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