por Juan Manuel Bahamonde Martínez
El derrocado general Yousuf Malaki había burlado a la muerte en cinco ocasiones no consecutivas. Ahora, mientras la muerte y quizás el olvido de lo que algún día fue se aproximaba, Yousuf el Grande parecía diluirse tan rápidamente como un azucarillo en una taza de té caliente. Se pasaba más de diez horas al día absorto en la contemplación de su preciada espada de plata que mandó fabricar a diecisiete maestros espaderos distintos. Solo uno tuvo el privilegio de ver cómo el general escogía la suya para ser paseada en el desfile de la Victoria, mientras otros dieciséis desgraciados (cuyas espadas no habían sido del agradado del general) tuvieron que soportar con una mezcla de estoicismo y horror cómo el jefe de la guardia personal de Yousuf el Grande les cortaba la mano derecha a cada uno. Así era el general, sádico e implacable, histriónico y a veces ridículo, pero al mismo tiempo brillante orador y estratega.
Tuvo todo el poder y la gloria que jamás cabría imaginarse que un miembro de su tribu nómada pudiera tener. Creó una especie de biblia laica donde Yousuf el Grande era el ejemplo que todo súbdito debería seguir, admirar, anhelar y, por encima de todo, adorar sobre todas las cosas.
─Said, ¿por qué no sale agua de la fuente? ─decía entre lágrimas a su fiel ayudante mientras ambos se encontraban en las ruinas de la ciudad de Tak, a donde había escapado de la insurrección que derrocó al general.
─En palacio yo… yo abría el grifo y el agua brotaba y brotaba… ─continuaba el general con su larga perorata de cada día.
─Verá, excelencia, ahora nos encontramos en la que fue la ciudad de Tak, muy lejos de palacio y del reino… más allá de la frontera. Los rebeldes tomaron el poder y sus «prodigios» aquí no sirven de nada.
Era la vigésima vez en un mes desde que perdió el poder que el general era contradicho por la realidad de las palabras de su fiel Said. La mirada de Yousuf el Grande esta vez se tornó en una mueca gris y horrible. En unos segundos sus ojos aparecieron inyectados en sangre, y su mano derecha dejó de temblar para agarrar con firmeza y determinación su espada de plata. Said contemplaba inmóvil, y con una mueca de terror en su rostro, aquella escena que una vez le tocó contemplar cuando apenas tenía doce años. Aquella vez en que dieciséis maestros espaderos elaboraron unas armas que no fueron del agradado de Yousuf el Grande y tuvieron que soportar cómo el jefe de su guardia personal le cortaba la mano derecha a cada uno de ellos en los infinitos jardines de palacio.
El primer espadazo penetró en el bajo vientre de Said con la precisión y determinación de un relojero suizo. El segundo fue directo al corazón. Mientras Said recibía el segundo espadazo y se preparaba para expirar, en sus ojos no se vislumbraba el odio o el rencor, sino más bien la incredulidad y la sorpresa de que el general lo matase tan lejos de palacio con la espada del único maestro espadero que sobrevivió al encargo del general del cielo, los ejércitos del gran imperio y del sol, Yousuf el Grande Malaki. El padre de Said jamás pensó que una espada hecha con el mayor esmero posible habría de servir para matar a su primogénito varón más allá de la frontera del gran imperio del general.
Ilustración: “Guerrero serbio” de Paul Joanovitch