El mate se prepara con tiempo



Como toda gran ciudad, Buenos Aires es vertiginosa. Tal vez no sea tan grande ni tan sobrepoblada como la Ciudad de México, pero también pasa un subte tras otro y un colectivo tras otro. También van llenos los trenes, también hay tráfico, y peleas, y sudor y llegadas tarde al trabajo. Se arranca temprano y se termina tarde. Se va de aquí para allá. Se camina a grandes zancadas. En ocasiones, sin querer, chocamos con gente que, a su vez, también nos empuja (en este sentido, la ciudad no carece de reciprocidad). Los ruidos son la música citadina: runruns y claxons, sirenas, voces que, aunque no estén gritando, se oyen fuerte.

El mate se nos muestra como una pequeña isla en medio del caos. No puede ser de otra forma: el mate no acepta la prisa, la rechaza como cuando se nos mete algo en el ojo y el ojo se enrojece y pica hasta que de alguna forma logramos expulsar al cuerpo invasor. Eso se debe, en gran medida, a los pasos que se deben seguir para disfrutar un buen mate. Puede que mi intento por describir ese proceso sea deficiente: es un cúmulo de cosas que he escuchado en estos años y lo escribo más para darnos una idea de sus implicaciones que porque me sienta una voz autorizada para decir cómo se debe cebar (la primera acepción de “cebar” en la RAE se refiere a dar de comer a los animales para que suban de peso, pero en este caso nos referiremos a la acción —y al efecto, por qué no— de añadir agua caliente a la yerba mate).  

Como para manejar un lenguaje en común, lo primero que supe es que al recipiente donde se bebe no se le dice “matera”, sino “mate”, y a lo que le decimos “mate” (yerba mate), acá se le dice, simplemente, “yerba”. El objeto por medio del cual sorbemos se llama “bombilla”. Una vez dicho lo anterior, podemos comenzar. Lo que he aprendido es que cada detalle cuenta, cebar es un arte en tanto que hay que cuidar cada elemento que conforma la acción. Desde el hecho de calentar el agua: bajo ninguna circunstancia debe hervir, porque se quema la yerba y sabe mal. Por otra parte, tampoco debe estar tibia, ya que no logra desprender bien el sabor de la infusión. Es un momento preciso: cuando al agua le empiezan a salir algunas burbujitas, previo a que comience a hervir propiamente. En cuanto al mate: se llena tres cuartas partes con la yerba, luego tapamos la boca del recipiente con la mano y lo sacudimos. Después, lo inclinamos y dejamos gran parte de la yerba en uno de los lados, de modo que, al pararlo, ésta quede colocada de manera oblicua, como una media montaña. Posteriormente, echamos un chorrito de agua fría o tibia a la parte del mate donde hay menos yerba, con la finalidad de que se hinche y no pierda su sabor ni tape los orificios de la bombilla. Dejamos pasar algunos minutos en lo que esto sucede, y una vez que la yerba está hinchada, introducimos la bombilla. La bombilla la colocamos en diagonal, tapando la parte de arriba con el dedo (para seguir evitando que se obstruyan los orificios), y de un solo golpe: a partir de ese momento y en adelante, la bombilla no se mueve más. Una vez que hemos llegado a este punto y ya con el agua en el termo, la vertemos lentamente sobre la yerba, siempre intentando que sea lo más cerca de la bombilla y que la parte de arriba de la montañita quede sin mojarse, porque de esta manera se prolonga más su gusto, de lo contario, ocurre el fenómeno que se denomina como “lavar el mate”, lo que significa que el sabor de la yerba se diluyó rápidamente por el hecho de haberse mojado toda desde un principio (también se lava el mate cuando hemos bebido durante bastante tiempo, pero en este caso es algo normal).

Como podrán ver a partir de la descripción anterior, ¡es simplemente incompatible tratar de ducharse, arreglarse, prepararse para ir al trabajo y al mismo tiempo cebarse un buen mate! O va, al menos así me lo parece actualmente, porque por supuesto que lo intenté más de una vez. Creí poder desafiar los tiempos ancestrales del mate con mi velocidad citadina (que se basa en la creencia de poder hacerlo todo al mismo tiempo) y los resultados fueron los siguientes: bombilla tapada en numerosas ocasiones por no haberle tirado previamente el chorrito de agua fría o tibia, o sea que al final ni lo podía beber; yerba quemada a causa de que el agua hervía casi hasta consumirse porque, al estar haciendo otras cosas en simultáneo, me olvidaba de que la había puesto al fuego; caso contrario: mate sin sabor por no dejar que el agua se calentara lo suficiente. ¿Que si lograba prepararlo en cinco o siete minutos? En efecto. Pero eran unos mates simplemente horribles incluso para mí, que era una inexperta total. Porque además hay que decirlo: diez minutos, que es el tiempo promedio que nos tardamos en este proceso, no es mucho en realidad, pero para los ritmos de la ciudad diez minutos hacen la diferencia: en diez minutos pierdes el tren y te retrasas media hora en llegar a tu trabajo; en diez minutos te bañas o, es más, alcanzas a dormir otro poquito por la mañana. Es decir, cuando nos tomamos un momento para preparar un mate, realmente hay que tomárnoslo: es un momento en que se suspende el tiempo y realizamos esta actividad con calma, a su propio ritmo, sin presionar la temperatura que va adquiriendo el agua, sin sacudir violentamente el mate, sin apurar el ritmo en que la yerba se infla. Porque después de eso hay que hacerse un espacio para beberlo, es decir, si estamos solas, solos, no vale la pena hacer todo este procedimiento para tomar un sólo mate e irnos. Hay que tomarse unos tres, cuatro mates, saborearlos, comer una o dos galletitas. El mate nos obliga a lo que muchas veces, para quienes vivimos en ciudades, no estamos acostumbrados: a frenar.

En lo que respecta a mí, ya no se me tapa la bombilla y no se me lava el mate, poco a poco he ido perfeccionando mi técnica: sólo cebando se aprende. Pero también bebiendo y disfrutando. Me gusta estar tomando un mate súper rico y notarlo, es decir, saber que puedo diferenciar entre éste y uno normal. Me gusta notar la espumita ligera en la yerba, la cumbre de la montañita intacta, el libre paso del agua por la bombilla, el agua que no está fría pero que no quema, la conservación del sabor en el tercer, cuarto, quinto mate. Me gusta notar la sutileza, la delicadeza del cebador o la cebadora.

Cuando voy a México, siempre llevo el mate con la esperanza de poder compartirlo. Porque en su sentido social ésa es la esencia del mate: compartir. De hecho, una de las cosas más graciosas que me ocurrió al poco tiempo de llegar a Buenos Aires fue que, con un amigo mexicano, fuimos a una feria a comprar nuestros primeros mates. Una vez que los curamos (“curar” se le dice al proceso que se realiza antes de usar un mate nuevo), cada quien se preparó el suyo. Estábamos en la cocina así muy felices, cada quien tomándose su mate, cuando entró una chica argentina y se nos quedó mirando extrañísimo. Nos preguntó que qué hacíamos, mientras movía su puño derecho de arriba a abajo, con cierto estilo italiano. Ahí fue donde se nos dijo que con uno de los dos mates bastaba y que había que compartirlo con el otro. Después notamos esta costumbre en diversos espacios de socialización y, la verdad, ahora cuando llego a una reunión lo primero que me pregunto es quién cebará el mate, y si estará rico. Espero pacientemente mi turno y me alegro de poder compartirlo con otras personas, aunque a veces no las conozca, pero no importa, la ronda del mate me hace sentirlas, de alguna forma, cercanas.

Así que cuando voy a México y cebo un mate para mi familia lo que quiero es eso: compartir, mostrarles un cachito de mis nuevas costumbres, decirles “mira, te traigo esto que ahora también forma parte de mí”. Pero esta parte de mi vida les parece amarga, amarguísima, y no importa si ya bebí yo quince mates antes que ellos para suavizar el sabor, igual me siguen diciendo que sabe muy fuerte, con una mueca de desagrado. Además, alegan que me vuelvo una tirana cuando les ofrezco esta bebida: ellos beben un sorbo y lo pasan directamente al de al lado, sin terminar su parte, y yo les digo que si lo comienzas a beber tienes que terminártelo, así que ahora se la piensan dos veces antes de aceptar, porque dicen que les “obligo” a tomárselo todo; se quejan, también, de mis constantes regaños ante sus numerosas tentativas de mover la bombilla (¿qué necesidad?, les cuestiono).

Me he preguntado el porqué de esta actitud mía tan dogmática en torno al mate. No suelo ser así en otras cosas e, incluso, hay argentinos y argentinas que me han dicho que tampoco es que toda la población de su país sigue al pie de la letra los pasos del buen cebar. Con la comida o las bebidas mexicanas, por ejemplo, soy bastante prosaica. Tal vez en el fondo este dogmatismo es una manera de demostrarme a mí misma que en verdad me he incorporado a esta otra cultura tan diferente a la nuestra, una forma de no sentirme tan al viento (ligera pero sin raíces). Tal vez es mi forma de decir: “hago esto como la gente de acá, porque estoy aquí”. Tal vez es mi forma de poner el pie, de que no me venza la nostalgia, de que no me ataque el pensamiento de querer subirme de pronto a un avión. Decir “se ceba así” o “no se ceba así” me tranquiliza, aunque yo misma sepa que aún me falta mucho por aprender.

Buenos Aires es una ciudad vertiginosa. Por eso, para vivir en ella, a veces es necesario obligarnos a nosotras mismas, a nosotros mismos, a parar un poco el tren para tomarnos unos mates, en la tranquila soledad o en la cálida compañía. Y luego de eso, entonces sí, seguir.



Arte: Giovanni Mochi

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