Matar al gato


Por Ricardo Lindquist

 

El gato nos seguía viendo como si nunca fuera a perdonarnos. Me nació mimarlo así, tan quietecito y decirle que todo iba a estar bien, que no era de buenos gatos guardar rencores. Por eso me puse en cuclillas y le metí el cigarro en el hocico; y se lo habría encendido si aquel torpe no le rebanara la cabeza. —¡Eres un bruto!—grité, mientras los caminitos de sangre me escurrían entre las cejas.

No era necesaria tanta saña, le habríamos ahorrado la muerte si hubiéramos entrado por la ventana. Pero no, Mario creía tener todo bajo control y quiso forzar la puerta de la cocina para no caerse. Una parte minúscula de mí le daba la razón, ya no somos aquel par de adolescentes que entraban como zancudos por cualquier boquete. Ahora somos dos gorilas torpes rotundamente equivocados de oficio.

Según Mario, el miércoles se graduaba el niño de los Bacca y la familia entera aplaudiría en primera fila. Lo noté contento cuando narró la dinámica del robo, al grado de parecer un novato. Hice ver un par de puntos omitidos y logró dar una respuesta atinada, comprendí que llevaba tiempo meditándolo.

Si todo salía bien, a las diez y quince de la noche estaríamos camino a San Diego. Una vez ahí, partiríamos en dos el botín y habríamos de llamarnos hasta el siguiente golpe. Mario creía que treinta minutos eran más que suficientes para efectuar la operación, de manera que al cuarto para las diez ya estábamos fuera de la casa. Lo ví sacar una ganzúa del saco, estaba tan confiado que se dio el lujo de hacer una comparativa fálica y bromear:

—Para que aprendas Martín, cómo es que se mete ésto—decía.

Abrimos la puerta. El lugar estaba tremendamente vacío. Mario levantó el índice para recordarme que yo iba al segundo piso mientras él tomaba los aparatos de la sala. Subí la escalera y  atravesé el corredor en busca de la tercera habitación, la de los padres. Casi a medio trayecto alcancé a escuchar un sonido ajeno a mis pasos, parecía un siseo, tal vez un murmullo.

Apreté la pistola y abrí la perilla discretamente. Aún la madera no había desaparecido ante mis ojos cuando el aullido cimbró toda la casa. Ordené que dejara de gritar, siguiendo con el cañón el movimiento de su cabeza. Los pasos de Mario en la escalera parecían las pezuñas de un caballo tocando a la puerta.

La muchacha tendría apenas diecinueve años. Era más bien fea pero no por eso menos sensual. La carita dulce contrastaba con los brazos velludos y con la gigantesca boca que se abría como un melón para rogar clemencia.

—Un grito más y te carga la chingada—dijo Mario.

Caminó hacia ella y le acarició el cuello con el filo de la faca. Tras lanzar un ramillete de insultos, la puso en una esquina y después hizo gestos golpeando su lengua contra la mejilla: estaba claro que los protocolos no eran lo suyo.

La joven no supo otra cosa que ponerse a llorar y cerrar la boca como una niña renuente a tragar su medicina. Mario perdió los estribos y le hizo un corte ligero en la mejilla, jurando  que el próximo iba a ser el bueno.

Había algo en ella que me obligaba a ser compasivo. Era extraño, porque además de sentirme estúpido y excitado, tenía la necesidad de abrazarla y jurar que no iba a pasarle nada. —Los años— pensé. Al esquivar la mirada fúrica de Mario, la tomé del brazo, amagando con la semiautomática para que se calmara y nos dijera dónde carajos estaba el dinero.

Enmudeció un par de segundos y lo que hizo después aún logra que los pocos vellos que tengo en los brazos se alcen como por obra magnética: desabrochó el vaquero, bajó la bragueta y comenzó a chupar. No hubo espacio para el asombro, en esa instancia el pasmo, cuando mucho, alcanza para dos o tres golpes ligeros en la cabeza. Cerré fuerte los ojos y no los abrí hasta que la cálida guarida me fue bruscamente retirada. Mario la  arrastró de los cabellos y en el momento clave de la sinfonía le cortó la garganta. La sangre ebulló de inmediato, parecía una fuente que iniciaba en su enorme herida y renacía desde el fondo de su boca.

—Por puta— dijo, mientras husmeaba la habitación.

Cuando lo lancé hacia la pared, Mario apenas podía respirar. Hice que sintiera el cañón helado correr por su rostro. Me gustó escuchar los cubos de saliva caer por su garganta. Eliminarlo no estaba en los planes, ¿el objetivo? darle un pequeño susto que le hiciera recordar quién estaba a cargo: a lo mucho una bala en la pierna o un rozón que lo matara por unos segundos.

Cuando destrabé la corredera, Mario cerró los ojos y se desplomó al primer tiro.

La puerta se descubrió y con ella la silueta del gato llamando a la policía: la suerte estaba echada.

 

 

(Primera ilustración). Arte gráfico por el argentino Andrés Casciani, siguelo en su sitio web:
(Segunda y tercera ilustración). Desde los Angeles California el arte de Helena Ortega (Hell cat), síguela en su facebook:

 

Ricardo Lindquist. Va a cumplir 20 años. Obeso de afición y amigo de las guarras.

Red social: Facebook.com/srlindquist

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