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Por mucho tiempo hemos considerado al arte de narrar y al arte de ensayar como escuelas distintas. Quizá demasiado tiempo. Y no es que las divisiones sean nocivas, pero hay que reconocerlas ilusorias, acaso útiles sólo para el estudio, para la visión panorámica, aunque no más reales que la niebla.
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En un artículo sobre algunos de los mejores cuentistas, Cabrera Infante señala que Borges sólo escribió cuentos y “ensayos como cuentos”. Acaso valga invertir la jerarquía y aclarar las cosas: narrar es ensayar con personajes.
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Aunque no es que el ensayo sea un ejercicio solitario, ausente de voces. Sobre su escenario dos actores se disputan el protagonismo, revuelven la materia literaria. El lector y el autor mueven los hilos de la trama, una trama de ideas y de acciones.
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Porque el ensayo es carne de hombre. También tiene a sus héroes trágicos y a sus cómicos. Ensayar es relatar la vida, hablar desde nosotros: “Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro (…)” (Montaigne). Abre este libro y lee lo que soy.
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Y aún más: la vida es ensayar la vida. En su novela más famosa, Kundera narra que la vida es un cuadro único, una pintura para la nada, un boceto inacabado: el ensayo de un ensayo.
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Quizá nosotros no seamos sino el borrador torpe de una sombra. Algo mejor se pudo hacer de nosotros. Algo más grande se pudo haber dicho con las palabras que nos forman. Al vernos en el espejo, descubrimos que somos un mal ensayo, hecho a medianoche y con las prisas de entregarlo a la luz.
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Alguien haría bien arrugándonos y tirándonos al cesto de basura. Que nos vuelvan a escribir, a ver si ahora sí encuentran las palabras indicadas para no hacernos desdichados.
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Nazco de nuevo, un poco menos oscuro, más definido en mis gestos, en mis ideas. Alguien me escribe lentamente en la página, me ensaya. Mira si así sí es mi corazón o si hay que borrarlo. Ojalá algún día descubra qué es lo que quiere decir con mi existencia. Narrar y ensayar: todo se reduce a la vida.