Por David Torres Lizarazo
Samantha. Samantha. Siempre dijo mi madre que tenías nombre de puta. Samantha, así, con h, metida de no sé dónde y por qué, si tus padres no sabían de su existencia. Un calco del notario, supondría mucho después, cuando ya no importaba. Samantha. Tu nombre, cada vez que aflora, me sabe a piel húmeda, a pelo ensortijado, a una posición inefable, a un recorrerte toda la noche. Mi madre también decía que serías mi perdición porque me incliné a la lujuria de tu cuerpo y se me notaba en los ojos caídos, saturados de sueño, en el temblar de mi mano al tomar el café que ella me servía. Entonces, me miraba fijo y sonreía burlona por el palpitar de mi ceja. A veces dejaba ir un murmullo, que se perdía en el aire enrarecido, viciado de soberbia. En esos tiempos volvía a ti, Samantha, impulsado por el desprecio de mi madre.
La guerra silenciosa que sostuve con los míos la perdí aquella tarde en que te marchaste. Aquel rincón de La aurora lo he marcado en mis cosas como el lugar de la nostalgia. Te lo aseguro, Samantha, que en mis noches lo habito entre insomnios. Me recuerdo, ese día, medio tonto porque te giraste y sólo pude apreciar el lunar en tu espalda descubierta. No era que me gustara: si algo desprecié de ti, aparte de tus silencios prolongados después en la cama, era ese pequeño recordatorio de condición de humana y no de ángel. Era demasiado horrible para quererlo. En cambio, tu espalda era maravillosa. Ancha y morena, acaso dibujada a trazos fuertes, vehementes, con terminados de tierno esmero y satisfacción. Y aquella mancha esperpenta de tinta aparece en mis recuerdos más profundos como señal inequívoca de tu ausencia. Nunca te lo dije, pero hubiera querido arrancarte a golpe de uña ese bien preciado de tu ascendencia. Cuando bailábamos, me preguntabas suavemente, mientras ibas al son de las tamboras, si me gustaba y yo te mentía y deliraba sobre tu espala descubierta a caricias y besos sobre él. Tu lunar es el bien más preciado tuyo que maldigo ahora.
Luego bebí. En el bar que queda entre La aurora y El espinazo, bebí varias noches seguidas emborronándote botella tras botella. El bar debes recordarlo. Aquella vez que tuviste que buscarme porque dije que no volvía, como si hubiera podido, me encontraste allí. O aquella otra en que tuviste que detenerme porque lo mataba, también estaba allí. Desde entonces supo mi madre que me había perdido y empezó a llamarte puta. Allí, allí mismo, bebí tu despedida. Allí mismo la voz de mi madre se unió a mi sufrimiento y empecé a llamarte puta, como ella lo hiciera. Luego te busqué ebrio por todas las calles del barrio. Gritaba tu nombre, Samantha, y supe que eras ausencia. Porque en las calles que antaño recorrimos juntos no respondiste a mis llamados.
Mi madre se ensañó entonces con tu recuerdo. Tu nombre se volvió habitual en las horas familiares: en medio del café, de las comidas y de la bebida siempre se descubría un espacio para invocarte. Todos los que te conocieron te mentaban como un insulto para mi orgullo y se regocijaban en ello, hasta que sus carcajadas eran apagadas con una última botella. Había, de lleno, un sabor amargo en mi boca. Así que empecé a buscarte sobrio con el deseo de la venganza. Acaso tu nombre se había vuelto una señal inequívoca de derrota que debía limpiar con violencia.
Y ya, como sin querer, después de muchas noches en vela y de tantos caminos recorridos, te vi de nuevo en aquella esquina. Aún tenía un eco de palabras malsonantes de mi madre en mi cabeza, pero ya no sabía bien qué me decía con ellas. Sabía que yo quería venganza, pero no por qué la buscaba con tanto afán ni por qué la pretendía en contra de aquella mujer hermosa de mis recuerdos. El orgullo no se difumina del todo y por eso seguí caminando, aunque no tuviera sentido ya para mis pies cansados. Me paré en frente del rostro que antes amara y que ya no me provocaba escozor alguno y no sentí otra cosa que el tiempo perdido que anduve en su búsqueda. Se me hacía increíble que hubiera amado esa mujer que parecía sin vida, tan distinta a mis recuerdos, y mucho más extraño que ahora deseara lastimarla. Te sonreí como quien le sonríe a una puerta cerrada para siempre y quise decirte que lo sentía, como si hubiera alguna culpa para mí por encontrarte en aquella esquina.
Samantha, no me miraste en ningún momento con tus recuerdos. Parado, delante de ti, parecía más bien un pasajero intrascendente de la primera parada, un peso olvidado en algún bolsillo roto. Estabas más delgada, tu pelo más corto, tus labios más agrietados, tu piel más manchada. Sentí el impulso de abrazarte, como si mi abrazo te salvara de ti misma, pero no era más que un deseo insulso de llenar el momento con algo que pudiera recordarse. Parecía también el deseo de una despedida definitiva, un adiós irremediable que me diera el descanso de no saber más de ti en mi vida. Sin embargo, no sucedió; no podía suceder algo que no hubiera estado planeado por mi orgullo y por el recuerdo de la voz de mi madre.
Samantha, te diste la vuelta y vi tu lunar, aquella mancha enorme que se me presentaba con desprecio, con el color de la derrota. Se me nublaron los ojos y lleno de soberbia quise arrancarte esa mancha como antaño, quise deshacerme de ese horrible recuerdo que se mezclaba con la voz chillona de mi madre. Odié tanto a mi madre entonces. Quise quitármela de encima. Quise eliminar su voz para siempre. Levanté el cuchillo y lo introduje en medio de esa marca asquerosa y vi, con regocijo, cómo se embellecía de un hermoso escarlata.
Ilustrado por Jesús Flores. Conoce más de su trabajo en su página de Facebook.