Todo eso me tocó a mí: las anarquías de la memoria


por Daniela Armijo

 

Su primer trabajo fue de mozo pero no le gustó. ¿Sus obligaciones? Barrer el patio. Ayudar a la cocinera. Arreglar el jardín. Ir por los frascos de leche. ¿Por qué no le gustó? “Es un trabajo para personas que no tienen criterio para pensar en el porvenir”. Cuarenta años se dedicó al área de la construcción: soldador del Palacio de los Deportes. Maestro de obra de Plaza Inn. Maestro de obra del Penal de Santa Martha. Albañil de la Línea 1 Metro Observatorio–Pantitlán. Hoy, y desde 1995, se dedica a vender los periódicos Metro y Reforma en el cruce de Insurgentes Sur con Porfirio Díaz, en la Ciudad de México.

¿Otros empleos del pasado? Cargador en Bodegas Peñafiel. Cocinero de un restaurante de japoneses cerca del PRI en Insurgentes Norte. Vendedor de café en la Morelos. Chofer: la esposa de un coronel de la Defensa Nacional trabajaba en la Cámara de Diputados y Rodolfo García, veinteañero en aquel entonces, llevaba a “la patrona” todas las mañanas a la oficina. Pasaba el resto del día viendo películas en un salón del estacionamiento hasta que se hacía hora de volver. También de este trabajo se aburrió pronto porque “no había acción, era estar siempre sentadote frente a la pantalla”. ¿Y en Bodegas Peñafiel cuánto tiempo estuvo? “Duré 30 años nomás”. Si a ese nomás le aumentamos un año, es toda mi vida. Entonces le pregunto su edad y me dice que acaba de cumplir ochenta.

Los resoplidos del Metrobús y los tubos de escape de autos y motocicletas se debilitan como un suspiro frente a las turbinas de los aviones que pasan volando bajo. La mezcla de gases y vapores citadinos pareciera materializarse en una costra grisácea que jaspea el verde de los pantalones y la gorra de Rodolfo. Al igual que su uniforme, su puesto también es verde, con la palabra Reforma impresa en letras blancas. Puesto es mucho decir. Se trata de una sombrilla que, abierta en medio del camellón, a la salida de la estación Parque Hundido, busca funcionar como un anzuelo para que los conductores, durante los veinte segundos que dura la luz roja del semáforo, resbalen los ojos por los titulares del día, desplegados en un mostrador.

Tal y como la cuenta, la vida de Rodolfo es sinónimo de trabajo. Involuntario cronista de la ciudad, cuando Rodolfo habla de sus empleos va desplegando las notas de su memoria con precisión enciclopédica. Casi todas sus anécdotas implican nombres de políticos, empresarios, ciudades y rancherías del país. Un escucha desconfiado podría darse a la tarea de cotejar los datos duros que se entretejen en los relatos de Rodolfo y encontraría que son veraces: Antonio Ortiz Mena era Secretario de Hacienda cuando Rodolfo participó en la construcción de la Unidad Independencia; Jorge Rojo Lugo era gobernador de Hidalgo cuando Rodolfo ayudó a levantar un cuartel militar en Tepeji del Río; el edificio del Sindicato de Azucareros, frente al cual vivía la mujer que sería su única esposa, está por la Avenida Ejército Nacional; el Parque Hundido era antes una fábrica de tabiques; un rancho propiedad de Antonio Aguilar, donde Rodolfo trabajó como caballerango, tenía domicilio en Azcapotzalco Norte 85 número 283; el Parque de San Lorenzo–por donde pasa todos los días camino al trabajo- al principio no era parque, era panteón. Etcétera. Es evidente que los personajes favoritos de Rodolfo son Ruiz Cortines y López Mateos, quizá porque sus mandatos coinciden con el apogeo de su vida profesional como constructor. “Hicieron buen trabajo los difuntos”, dice Rodolfo, limpiando con la manga de su chaqueta el polvo acumulado en una esquina del mostrador. “La Merced, Tepito, Garibaldi, La Lagunilla, levantamientos de escuelas, clínicas, guarderías, hospitales. Todo eso me tocó a mí”. El brazo de Rodolfo se alza entre el ruidazal de Insurgentes. “Ese camellón que ve ahí. Qué iba a estar así de seco. Bien verdioso estaría”.

 

Acomodadas a manera de mosaico, las diferentes secciones del Reforma ocupan todo el mostrador. No queda espacio en este dispositivo publicitario para el Metro, y es que este diario sabe venderse solo: divididos con un hilo dental, los glúteos bronceados de cuatro rubias que posan de espaldas junto a un puesto de frutas ocupan la mitad superior de la portada. Título de la nota: “Acercan la papaya: Pasean por el mercado concursantes de Miss Bum Bum”. Le pregunto a Rodolfo cuál de los dos periódicos que vende le gusta más: El Reforma, porque tiene una sección de Clasificados muy amplia con la que Rodolfo se entretiene mirando los precios de casas y terrenos. “Lo malo de éste”, me dice pegándole con un dedo al Metro, “es que no se puede tener en una casa donde haya una familia, o una señora, o una señorita”. El gusto de Rodolfo, sin embargo, parece ser inversamente proporcional a la tendencia comercial. El Metro se le termina casi siempre y muy pronto, mientras que difícilmente llega a vender todos los ejemplares del Reforma que le son asignados al inicio de la jornada. Según datos de Rodolfo, el camión repartidor se aparece en Félix Cuevas a las 2:30 de la mañana para entregarles a los vendedores su dotación diaria: sesenta Reforma y sesenta Metro. Sueldo: cuatrocientos veinte pesos a la semana. Por los quince pesos de cada Reforma vendido Rodolfo recibe tres de comisión, y por los ocho pesos de cada Metro recibe dos. Horario de trabajo: de cinco de la mañana a doce del día.

Todas las madrugadas, antes de montar su puesto en el camellón a la salida del Metrobús, Rodolfo García pasa dejando periódicos en casas y negocios particulares. Más tarde, a eso de las nueve, hace su repartición en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Dice ser el único vendedor de periódicos que tiene acceso al edificio. Antes dejaban entrar a uno de El Universal, pero desde que robó “dos plumas a un licenciado”, la SCT implementó medidas más estrictas para controlar a los visitantes. Orgulloso, Rodolfo García me dice que a él lo dejan pasar sin identificación porque ya lo conocen. Con una mano que tiembla remueve el bolsillo de su pantalón y me muestra una credencial del INSEN —ahora INAPAM— enmicada en un plástico rayado y amarillento. Además de la negritud del cabello —que hoy es un escaso blanco— y los bigotes estilo Emiliano Zapata, me llama la atención la fecha de nacimiento: 1927. Las cuentas no coinciden. Rodolfo me ha dicho que acaba de cumplir ochenta años y su credencial oficial registra 89. No le pregunto nada al respecto, aunque me parece extraño que su meticulosa memoria, protagonista indiscutible de nuestras conversaciones, traspapele este dato esencial.

 

“Sí se gana con el periódico”, me dice Rodolfo. Ahora estamos sentados en las escaleras de un edificio de seguros, unos cincuenta metros adelante de su lugar de trabajo. La sombrilla y el mostrador han sido plegados y convertidos en un estratégico diablito de carga. “Pero hay que tener un buen trato con el cliente”. Los domingos, día libre para muchos, es una de las mejores oportunidades de ganancia para Rodolfo, no tanto por las ventas, sino por un puñado de clientes que ya tiene asegurados. “Hay una señora… o señorita, quién sabe qué será”, que todos los domingos saca la mano por la ventana de su “coche de lujo” para pagarle el Reforma con un billete de doscientos. Le dice siempre a Rodolfo: “Ahí le dejo ciento ochenta y cinco pesos de propina”. Otro comprador dadivoso es un señor “medio grosero y majadero”, director de una prepa en Satélite. Cada domingo, cuando Rodolfo se acerca a venderle el Reforma, tiene lugar un diálogo similar al siguiente:

—¿Cómo te has portado?

—Bien, patrón.

—¿Ya tomaste café?

—No.

—Órale —extiende un billete de doscientos pesos— Para que te compres uno. Pero cuidado, no quiero que te lo gastes en alcohol.

No tiene por qué preocuparse el director majadero. Rodolfo dejó de tomar hace cincuenta años porque se estaba muriendo. Amanecía borracho y se iba al trabajo borracho. Una “inyección intravenosa” solucionó su problema. Le pregunto cuál, pues nunca antes había oído de una inyección para curar el alcoholismo. Pero Rodolfo no sabe el nombre. Tan sólo recuerda el precio de aquel entonces: cuarenta pesos. “Es cara pero es buenísima”, me dice, quitando un cardo clavado entre las agujetas de su tenis roto. Su método para dejar el tabaco también parece inusualmente sencillo: ocho años atrás Rodolfo se medicó con un jarabe naturista. Tomó una cucharada sopera después de cada comida hasta que el frasco se acabó y, junto con él, sus ganas de fumar. ¿Y a poco pudo dejar el cigarro sólo con ese jarabe? Sí. Le pregunto el nombre de tan milagrosa sustancia. No lo recuerda. “Es un jarabe que me costó treinta pesos. Yo sé dónde lo venden. En la Glorieta de Insurgentes”.

 

Ocho arpillas de papa. Diez arpillas de cebolla. Cinco arpillas de serrano. Seis cajas de jitomate. Seis cajas de tomate verde. Cuatrocientos chamorros. Cuatrocientos kilos de carnitas: cada semana —los jueves y viernes— Rodolfo García hace dos viajes a la Central de Abasto para cargar un camión de tres toneladas y media que después descargará en el restaurante La Posada del Sancho, propiedad de un español, su “patrón” desde hace treinta años. Los días que no tiene que ir a la Central, Rodolfo es valet parking en el restaurante.

Este es su segundo trabajo, el que realiza por las tardes, al terminar de vender periódicos. Es un turno que dura hasta las once o doce de la noche, según el movimiento del local. Recuerdo que para poder estar en Félix Cuevas a las 2:30 de la mañana, cuando llega el camión repartidor, Rodolfo me ha dicho que sale de su casa una hora antes. Me pregunto a qué hora duerme.

 

Con todo y su camaleónica trayectoria laboral, a Rodolfo no le parece bien que las mujeres trabajen. Su lógica es que, de hacerlo, le serán infieles a los hombres. Señala la SCT. “Me ha tocado ver ahí en la Secretaría que una mujer viene y deja al marido, se va en el coche, el marido entra a la oficina, yo subo a entregar el periódico y ya lo está apapachando otra”.

En algunas ocasiones, su patrón en La Posada del Sancho le ha sugerido que una empleada puede acompañarlo a la Central de Abasto para acelerar las compras. Rodolfo siempre se ha negado, no quiere interactuar con ella, ni siquiera en el restaurante. “Una señorita no tiene qué hacer ahí. El trabajo es sólo para hombres. Luego las mujeres que trabajan parecen agua bendita. Todo mundo las toca”.

Rodolfo García desconfía de las mujeres en general. Estuvo casado una sola vez. Él tenía catorce años. Ella, treinta y cinco. Cuando se conocieron, ella “ya era una señora. Ya tenía una niña. Y así me la llevé”. Trabajaba como “sirvienta” en una casa frente a una tienda a la que Rodolfo iba a vender refrescos durante su etapa como empleado de la Peñafiel. Coincidían en la iglesia todos los domingos. Un día, la señora le dijo a Rodolfo: “Voy a salir a barrer la banqueta. Cuando veas que me meto, es porque fui a buscar mis cosas”. Entonces Rodolfo se la llevó a vivir con él y la mujer dejó de trabajar enseguida. El matrimonio duró un mes. “Ella se portó mal”.

Rodolfo y yo caminamos juntos hacia Félix Cuevas. El trayecto, especialmente engentado por la hora del almuerzo, es una nueva oportunidad para que Rodolfo abunde en conocimientos minuciosos sobre los oficios que ha practicado: cómo taladrar el suelo sin romper tomas de agua, cómo manejar la soldadora para no lastimarse los ojos, cuánta distancia hay que dejar entre semilla y semilla al momento de sembrar.

 

¿Por qué detenerse en la aguda capacidad de rememoración de Rodolfo si, por lo demás, ésta suele ser una facultad que muchas personas desarrollan con la edad? Porque el pasado de Rodolfo parece estar mezclándose con su presente. Rodolfo se narra como un hombre fuerte y ágil: cada semana, a ciento cincuenta kilómetros por hora y durante dos días, maneja hasta llegar a su ciudad natal (Uruapan, Michoacán) para pagarle a los empleados que le trabajan unas tierras. Carga decenas de costales de verduras, duerme dos horas al día, acomoda autos en el valet parking de La Posada del Sancho. Pero el hombre que tengo junto a mí camina muy lento y arrastra los pies. Tan lento que, como he visto días antes, los veinte segundos que dura la luz roja del semáforo en el cruce de Insurgentes con Porfirio Díaz le alcanzan para acercarse sólo a un auto cuyo conductor, la mayoría de las veces, rechazará los periódicos que le ofrece. El Rodolfo que carga y descarga un camión de tres toneladas con tres arpillas de papa, otras tantas de tomate y otras más de cebolla, tiene ahora que pedirle a su colega, un vendedor de mangos enchilados, que lo ayude a bajar su diablito de la banqueta para poder cruzar la calle. El hombre que dice tener 80 años es el mismo que el INSEN registra con 89. El hombre que me dice que después de guardar los diarios sobrantes en una bodega se irá a La Posada del Sancho a mover coches y hacer mandados para no desocuparse sino hasta las once o doce de la noche, es el mismo que encadena su diablito a un poste y se lo encarga a un boleador de zapatos: “Vengo por él a las siete”, y el mismo, también, que le dice al recepcionista de una marisquería que ahí cerca de las cinco vuelve a pasar para ver si ya llegó el patrón y cobrar los quince pesos del Reforma que Rodolfo deslizó por debajo de la puerta a las seis de la mañana, el restaurante aún cerrado, las sillas dormidas boca abajo sobre las mesas.

Que la memoria de Rodolfo traspapela las vivencias del pasado con las del presente es algo difícil de negar. Pero esta operación, involuntaria tal vez, no disminuye el peso de su experiencia. Al contrario, da cuenta de una trayectoria de vida a la que el paso de los años, si bien ha reacomodado en la línea del tiempo, no ha podido restarle lucidez y consistencia. Aunque barajada en su cronología, la memoria de Rodolfo conserva ilesos sus cimientos, como aquellos de los edificios que él mismo construyó hace ya varias décadas, todos aún de pie y funcionando. “Dígame, dígame cuándo se han caído”.

 

Ciudad de México – El Paso, octubre 2016.

 

Daniela Armijo. Cananea, 1985. Estudió la Maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso y la Licenciatura en Ciencias Humanas en la Ibero Puebla. Sus textos han sido publicados en La Peste, Replicante, Baquiana y Río Grande Review, entre otras revistas. Actualmente prepara su primera colección de cuentos. Dirige círculos de lectura y talleres de escritura en el CERESO de Chetumal. Es becaria del PECDA – Quintana Roo en la categoría de cuento. Twitter: @TelaParaCortar

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