La enfermedad


por Karen Simental


Aún desde mi cama podía oler la sangre. Era capaz de escuchar las navajas tasajear la carne sin siquiera verlas: sin salir de entre las cobijas sabía que la danza macabra tenía lugar, con toda certeza, a kilómetros de distancia.

Sabía que estaban todos los tíos reunidos, sin duda presidía la abuela Consolación. Consolación. El abuelo no, ése ya se había muerto hace mucho de la enfermedad. No era el único. Así habían dejado el mundo también tres de sus hijos, dos sobrinos, cuatro nietos… y algunos ancestros inenarrables.

Habían venido desde el campo, la casa de Consolación estaba hecha de adobes con una techumbre de ramas y tierra, con el corral y las caballerizas y el pozo y todo hecho igual de adobe. Lo que no estaba hecho de lodo y paja estaba hecho de sol y de ramas secas.   Yo tampoco había visto nunca al abuelo ( ya casi ni se le mencionaba), pero sabía con certeza como había muerto: el 19 de mayo de 1911, ya con los calores de la revolución en ebullición, se había peleado con una llorosa y joven Consolación.  El abuelo se la había arrancado del cuello embarazada de su último hijo y, sin que nada pudiera evitarlo, la empujó de una patada para hacerse camino hacia la lucha armada. Él, por supuesto, no era ningún maricón que fuera a quedarse en su casa sin pelear.

Sin embargo, el abuelo no murió de hambre, ni de disentería, ni de herida alguna. Llegando al regimiento se puso a las órdenes de Juan Lazcano, quien le dijo que alguien tan viejo y gordo como estaba él serviría únicamente como carne de cañón. El abuelo le rebatió que aún tenía pujanza viril, que incluso esperaba un hijo. Lazcano, enterado del carácter volátil del abuelo, prefería en realidad no tenerlo en su tropa porque le parecía poco confiable: Lárgate a tu casa, ya dije y no repito.

Incluso a setenta años de distancia, podía saborearse cómo la sangre se le revolvía a mi ancestro. El abuelo había apuntado a Lazcano con el dedo índice de la mano derecha, reclamándole a gritos mientras lo degollaba con el cuchillo para la carne que cargaba en el flanco izquierdo. Del coronel manaban sendas volutas rojas que remojaba la arena sedienta. Los hombres, alelados como gallinas descabezadas, no sabían si socorrer a su superior o detener al forajido. Como sea, los que reaccionaron tratando de detener al abuelo se terminaron por desangrarse junto a Lazcano: cayeron cinco hombres jóvenes y gruesos, buenos para la lucha, antes de que otro de a caballo sofocara de un tiro en la sien al abuelo.

Así de grave era la enfermedad, una mechita corta que explotaba sin explicación. Una pólvora ancestral y siniestra que se guardaba en una cajita dentro de cada uno de nosotros, y cuando se desactivaba el cerebro o se aceleraba demasiado el corazón, ¡pum! Así habían sido los Salinas por generaciones.

El caso del viejo no era el único, ni el último. Por eso los que se creían más a salvo decidieron convocar un cónclave de Salinas, para ver si podían ponerle un freno a la madición que había mermado generación tras generación a la familia. Les preocupaba que quedábamos pocos, por no decir que ya éramos los últimos Salinas de Acatengo sobre la faz de la tierra.

Así pues, los mayores fueron a reunirse; a mi, Winston me dijo que me quedara. A mi padre no le importó, él prefería evitar las peleas y los roces para no desencadenar un incidente de la enfermedad. Aunque quedábamos pocos Salinas para pelear, yo soy el unico consciente de que a todos los aconsejan mal. Pero a mí me aconsejan bien, por eso yo ya sabía lo que iba a pasar allá. Estando todos reunidos, cualquier Salinas podría tener la razón.

Mi padre llega al aeropuerto, sale, toma un taxi. Después de horas avanzando por  los modestos caminos de terracería, llega a la casa de Consolación. La anciana sabe que ya se le llega la hora de ir a reunirse con la estirpe de los malditos, desde hace años que está viviendo sus últimos momentos: siento en la sangre un escozor que me parece, son las ansias del abuelo porque su mujer ya se muera y se le una en el averno. A ella la siento como una llama trémula, su pecho viejo y entumecido jala el aire con dificultad. Le silba la fosa nasal derecha. Está triste y enojada. Desesperanzada. También quiere ver a sus hijos reunidos. Y, debajo de todo eso, también tiene miedo.

Mi papá no lo sabe, a él siempre le dicen: escóndete, espérate, cuando estén descuidados… aguanta, tú tranquilo. Por eso él es el más tonto de todos: cree que hablando con su mamá y sus hermanos va a solucionar la podredumbre que llevamos en nuestros huesos. Mi papá es cauteloso, hace años que trata de estudiar nuestra enfermedad. Pero también es tonto. A él nunca le avisan cuando hay que moverse para hacer las cosas bien. Carece de iniciativa, de empuje. No sé como hemos sobrevivido, entre tanto cobarde y tanto muerto.

Nadie sabe el día ni la hora en que le va a dar la enfermedad, le da menos a las mujeres, pero sí les da. Así fue como Maclovia Salinas, la abuela del abuelo, cortó a su bebé con todo y cordón umbilical cuando lo dio a luz en el jacal de Río Grande en 1842. Tampoco me lo dijeron, pude verla con claridad a través de mi sangre: escuché sus gritos de dolor, estaba sintiendo que el hueso púbico se le partía con el fragor de las contracciones. Cada cinco minutos un calambre le bajaba por la espina, le retorcía los huesos de la cadera para separarlos más y más; cuando pasaban las contracciones las piernas temblorosas apenas la sostenían.

En la casa estaban solo los otros niños, todos chiquillos menores de diez años. Vi a Marco, el mayor, corriendo para ver si localizaba a alguien en la parcela o donde fuera. Y ella ahí, parada atrás del jacal, enredada con el rebozo ensangrentado y una piernita humana colgándole de la vagina.

Tenía horas entre arcada y arcada de dolor, ya casi no le quedaban fuerzas. Entonces entendió que no había vuelta atrás. Apretó las entrañas con fuerza y aprovechó la siguiente ola de dolor: con un grito, el niño salió. Maclovia se desgarró el ano y el perineo, se había mordido la lengua por el esfuerzo, sangraba y sudaba en la mayor parte de su cuerpo. Debajo de sus piernas temblorosas estaba el causante de todo aquello. Maclovia levantó el cuchillo, tenía que cortar el cordón.

Entonces la mecha corta se encendió: El bebé lloraba. Sus hermanitos corrieron a ver, a ver cómo su madre lo dividía en dos en un degenerado gesto salomónico. Los niños no deben ver estás cosas. Maclovia les sacó los ojos. Los niños no deben decir las cosas de los adultos. Maclovia les cortó la lengua. En realidad, Maclovia Salinas no murió por la enfermedad. Luego de que sus hijos se desangraran, se fue tambaleando al monte donde nadie supo más de ella, gracias a Dios.

Yo no creo que se solucione. Se que a ellos los aconsejan mal. Ya escuché las mismas palabras que les dijeron a ellos: mátalos, te van a chingar, malditos traidores, hijos de la mierda… Por eso se que van a fallar.

El penúltimo fue Paquito. Claro que les iba a doler, era el más joven de los que quedamos. En él la enfermedad se había ensañado y presentaba síntomas desde temprana edad. Aún no tenía barba siquiera, pero sus voces lo orillaban a arriesgarse, a no dejarse amedrentar. Decía que comprendía el verdadero poder de la enfermedad, pero había demasiadas voces en su cabeza. A la abuela la entristeció sobremanera que solo encontraron el pie adentro del zapato de Paquito, sin hallar nada más. A la fecha se preguntan qué fue lo que sucedió, pero a mi nunca me pareció que debiera contarles cómo acabó hecho garras por meterse donde no se debe. Por hacerle caso a todas las voces de su enfermedad.

Los demás tendrían que hacerse los sordos y resistir, pero no tienen el carácter para eso. Domar las voces, convertirlas en una sola: la voz de uno, ése es el primer paso.

Por eso están reunidos allá con Consolación, cavilando.  Los siento en la sangre: ahora están en la cocina, frente al fuego hirviente de una olla de barro aromática con clavo, anís y piloncillo: Matilde les sirvió café cargado. Grave error. Está oscuro y espeso. Alguien enciende un cirio deforme, renegrido, Mónica canta primero y hace unos rezos para que Consolación esté tranquila. Ahí está sentado Rubén, con la tejana beige y la camisa de cuadros morados; Otilio, con el estúpido bigote y las botas de piel de serpiente y mi papá, Joaquín, encogido en el rincón, en la misma silla tejida donde se sentaba cuando era niño. También están presentes Rutilio, Dinora y Zacarías, nadie más puede verlos, su sangre no es tan fuerte como la mía.

Hijitos, no podemos seguir así, esta maldición del diablo tiene que parar. Esta mala sangre que ha atormentado a nuestra familia por generaciones debe detenerse. Zacarías también está muerto, ya deben saberlo. Uno más que no pudimos salvar. No estaré con ustedes por mucho tiempo más…Lo que le pasó a Zacarías…

Claro, Consolación, todos sabemos que ya te vas.

La abuela no es clarividente, ni siquiera puede ver bien con sus ojos terrenales. No se da cuenta de que Joaquín ya ha empezado: las voces en su cabeza le aconsejaron que empezara con Rubén, que era el mayor y luego con Mónica, la más chismosa. Aquí están todos, Joaquín, pero el poder es para ti, mira cómo les baila el miedo en los ojos, esta recua de debiluchos es una afrenta para ti.

Los tajos van y vienen, brillan en la oscuridad como sonrisas sangrientas,  oigo en la distancia sus carcajadas sedientas de sangre. Parece que sus voces no estaban tan erradas hoy, sin embargo, son unas tontas. Adiós, papá. Otilio le desgarra la rodilla a mi papá de un disparo: veo como los colgajos de su carne y sus huesos se riegan por el piso: se derrumba en cámara lenta aquí, enfrente de mis ojos, el peso de su cuerpo se desparrama por el suelo mientras mi tío lo llena de plomo: Adiós, hermano. Adiós, bastardo. Veo a mi familia destruyéndose mutuamente, parecen figuras atormentadas del averno, retorciéndose, contorsionadas para encajar en su propia muerte. No hacen falta justificaciones para la lujuria humana.

Mejor dormiré. Tardarán un rato todavía en acabar de matarse entre ellos. Nadie tiene tanto poder en la sangre como tu, pequeño. No,  Winston, lo sé,  mi sangre es diferente, lo sé. Lo sé. Lo entiendo. A mí no me aconsejaron como a ellos. Mientras Winston me acaricia la sien me voy quedando dormido. Yo no tengo la enfermedad.



Karen Yuridia Simental Gallegos (Durango, Dgo., México, 1986). Esposa, madre de cuatro, diseñador gráfico y maestra en Ciencias para el Aprendizaje. Fue ganadora del premio de ensayo “Levadura 2019” de la UANL. Ha publicado en revistas locales y en medios digitales como Revista Marabunta, Revista El Axioma, Revista Chile del Terror y la Revista de Investigación Educativa Duranguense. Reside en la ciudad de Durango, Dgo. Conoce más de su trabajo en https://www.facebook.com/KarenYuSiGa y https://yuridiasimental.wordpress.com

Arte: Francisco Goya, “Populacho”

Entrada previa Comentario editorial [año 9, núm 24, Marabunta vive!]
Siguiente entrada La banalidad del mal y otras reflexiones en torno a 'La zona de interés'