No me queda otra salida que caer en la añoranza hacia el objeto. En estos días, he leído, en la computadora, ya que carezco de lector electrónico, una tras otra, algunas novelitas de Levrero, algo de Gógol y de Monterroso, una obra de Beckett y otras cosas que dejo en el tintero; algo de eso me acompañará para siempre en los recuerdos, y son textos a los que espero regresar, pero, para ello, me gustaría tenerlos en papel: caer en todo ese fetichismo ridículo: hojear, oler, sentir.
En otro capítulo de estas cabezas de repuesto, ya he hablado antes sobre la odisea que es para mí leer y poseer un libro. Leer en electrónico no es lo mismo. Esas piezas que guardo en un lugar de mi habitación me recuerdan momentos, como si fueran muñecas rusas, destapan toda una historia que va más allá de la que contienen entre sus letras. Cuando veo, en mi librero, La ciudad y los perros de Vargas Llosa, esa pieza en pasta dura, color naranja, editada por Alfaguara y la Academia, me imagino debajo de un árbol, porque varias de sus páginas así las leí, mientras esperaba, en un tiempo muerto, la siguiente clase.
Por lo regular, salgo a la calle con un libro, si no en la mochila, en la mano. Vivo a las afueras de la ciudad y mi transcurso en el transporte público es largo; si no fuera por mis lecturas, serían insoportables esas horas que, de otro modo, serían perdidas. Puedo decir que los libros andan conmigo; miro alguno y recuerdo qué hice mientras lo llevaba en la mano; esa cicatriz en la pasta me es familiar porque recuerdo el momento en que se la hizo. Conforme me acompañan, mis libros van adquiriendo personalidad.
No me gusta regalar mis libros, no los que ya son míos. Hay libros que compro para regalarlos y no me pesa hacerlo. Si regalo uno, es porque así lo deseo. Pero regalar la edición que tengo de Los demonios y los días de Rubén Bonifaz Nuño sería como deshacerme de una parte de mí. Y no se me confunda, yo no guardo toda esa idolatría tonta, no soy de los que acostumbran oler los libros —es lo mismo que oler el papel sanitario—. Mi nostalgia que cae en el objeto no es sobre él, sino sobre el momento. No es tanto el precio, esa edición facsímil del Fondo de Cultura Económica de Bonifaz me costó muy poco, sino que me recuerda a quien le he leído algunos versos de ese libro; por eso no puedo deshacerme de él.
No hay el mismo amor hacia un objeto computarizado. Aún no estamos en ese siglo. El otro día, sin ningún reparo, eliminé de mi computadora un archivo que contenía más de cien páginas de apuntes que había escrito. Digo que lo hice sin ningún reparo porque no me pesó. Fue una buena cantidad de textos, que, aunque todos eran malos, me recordaban a algo. Ahora imagino que si los hubiera escrito en una libreta, me habría costado trabajo deshacerme de ella. No puedo recordar lo mismo cuando veo un archivo de un texto que cuando veo un libro. Porque el objeto es más que un objeto: es un compañero.