En marzo de este año, editorial Almadía lanzó bajo su característico sello una nueva edición de La octava plaga, novela de Bernardo Esquinca que originalmente fue publicada por Ediciones “B” en 2011. Este relato, que oscila entre la ciencia ficción y lo policíaco, es la primera entrega de la saga Casasola, integrada por La octava plaga, Toda la sangre y Carne de ataúd (y próximamente Inframundo). En él somos testigos de cómo un estirado periodista cultural debe alejarse de los inmaculados museos para adentrarse torpemente en el tenebroso mundo del homicidio. Su primera nota, “La asesina de los moteles”: una mujer atrae a sus víctimas hasta algún motel barato de la ciudad para degollarlos a mitad del acto sexual.
Esquinca no es ajeno al campo de lo policíaco ni de lo extraño, ambos han estado presentes desde su primera novela, Belleza roja (2005), y se mantienen como géneros principales en toda su obra. Las aventuras de Casasola conjuntan estas obsesiones temáticas para verterlas en algo cotidiano que nos es bien conocido: la nota roja. ¿Quién no ha quedado prendado de algún titular escandaloso o de una fotografía donde hay más sangre que persona? La muerte ajena nos acompaña a diario en nuestros recorridos más inocentes, las noticias de masacres, accidentes y homicidios no nos son extrañas ni desconocidas. Las podemos descartar con una sencilla mueca de desprecio, pero eso no cambia que están ahí, al alcance de nuestros bolsillos o a un simple click de distancia y, por extraño que nos suene, hay gente que de hecho vive de esta muerte anónima y escandalosa. Al inicio de La octava plaga, Casasola, como cualquier ciudadano respetable, repudia en silencio su nueva asignación periodística, pues lo suyo es citar autores ingleses clásicos, suspirar por su exesposa Olga y dedicarse a “cosas más sublimes”. Sin embargo, la necesidad de un trabajo es mayor que la dignidad de ejecutarlo y acude sin rechistar a las diversas escenas del crimen que le ofrece la ciudad.
Cuando su primera escena de crimen comienza a repetirse cada semana, Casasola deja de lado su insatisfacción laboral para adentrarse en el misterio de La asesina de los moteles. Su trabajo cobra tintes detectivescos, y sus indagaciones terminan envolviéndolo en pesadillas nocturnas y voces que se adentran en su mente. A medida que la trama avanza, Casasola se ve obligado a dejar las nubes literarias a las que aspira y a darse cuenta de una realidad mucho más fantástica: la asesina actúa como una mantis. Un niño como desechos igual que las moscas. Olga se obsesiona con la luz igual que una polilla. La octava plaga o síndrome de Egipto se está esparciendo silenciosamente; los insectos están cobrando fuerza y han comenzado una guerra contra los humanos. La plaga altera el comportamiento y lleva a la destrucción de aquellos que han sido infectados y de quienes lo rodean. La solución a semejante problema parece ir más allá de la capacidad humana de Casasola, pero su amor por Olga lo obliga a seguir buscando una cura a tan terrible mal.
Si se lo preguntan, sí, el libro es tan extraño como suena, pero de alguna manera funciona bastante bien. Su lectura es rápida, te atrapa casi de inmediato y es difícil perder el interés por lo que sucederá después. Lo sencillo y directo del lenguaje tienen mucho que ver con esto; Esquinca no se complica con detalles, dando como resultado un libro más bien breve que puede disfrutarse en cuestión de días. Esta misma brevedad puede verse como un problema para quien espera un libro profundo o memorable: la diégesis espacial y temporal es casi inexistente, pues aunque nos encontramos en la Ciudad de México el espacio no parece ser del interés del narrador, quien se limita a decir que los personajes se transportan en metro o taxi en una bruma sin nombre ni apartados postales; tampoco lo es el tiempo en el que se narra, por momentos la tecnología cotidiana (celulares, computadoras, internet) es arcaica o nula y en otros es completamente contemporánea. Las partes “científicas” difícilmente pueden tomarse en serio e incluso puede encontrarse algo de humor en la idea misma, pero el deseo de Casasola por proteger a quien ama le devuelven la solemnidad que por momentos parece perderse. Quizá el peor error de Esquinca es intentar darle polifonía a la novela con la inserción de diarios y memorias de diversos personajes, pues las perspectivas vitales de todos ellos son iguales, tanto en la forma como en el contenido (todos piensan y hablan igual). Con esto solo delata un mal que acecha a casi toda la literatura mexicana actual, y es la incapacidad de crear diálogos en lugar de monólogos.
A pesar de esto, el oficio se ejecuta con bien y con elegancia: el misterio se resuelve, los malos caen, el héroe sobrevive para ver un nuevo día y el lector termina su camino con un renovado interés, incluso respeto, por la nota roja y aquellos que se ocupan de crearla. Incluso Casasola redime su actitud hacia el género y aprender a ver en él algo más que un cheque y una ola de mirones, encuentra un testimonio social de valor arqueológico donde se plasman las conductas y motivos más insólitos. Aun cuando Esquinca peca de algunas fallas que cuelgan desde hace décadas en la literatura mexicana, se agradece mucho encontrar una voz con ideas nuevas y ejecuciones distintas a las que estamos acostumbrados. La trilogía de Casasola promete mucho por el hecho de contar con un autor que no le teme a usar la imaginación y que no depende de un vocabulario vulgar para llamar la atención de sus lectores. Sumemos a esto la noticia de que haya sido retomado por Almadía, cuyo diseño de portada es digno de colección, y tenemos como resultado un libro que vale la pena conseguir.