Contuve soberanos


por Miguel S.

Nadie puede reinar inocentemente.
— Saint-Just


¡Silencio! ¿Lo oyes? Es el chillido que salta rebuscando no sé qué diantre. Se escucha en repetidas ocasiones, un disco viejo que, con las horas, bajo ese incandescente rayo rojo, se va rayando; ese disco es un sol que va muriendo poco a poco mientras deja a su paso ese ruido chirriante cuando otra materia lo desorbita por pulsos. Todo allí es oscuridad, aún con una ventana en la pared frontal, arriba, casi rozando con el techo. Si no fuera por esos entintados papeles pegados a la ventana, hace rato que la luz, triunfante, hubiese dado rostro humano a ese bulto.

La habitación carece de dimensiones exactas, podría ser una prisión, lo más viable. Huele a estaño mezclado con otro material noble, quizás huela más a líquido seminal. El cuarto, en un desorden mudo, es una ruina confinada en las profundidades donde sólo Arimán habitó alguna vez. Hoy más bien hay otro ente derrumbado en esta cárcel; cuando la rata deja de chillar, se alcanza a escuchar su exhalación, lenta y prolongada, una especie de paroxismo que súbitamente vuelve al punto de origen y se aproxima al clímax vez tras vez, y que uno desearía que fuera el último suspiro, ya, y de ahora en adelante otra vida emergiera de ese abismo con una cadencia diferente, arrítmica, enérgica, infantil.

El aire, contaminado por el desdén, estrecha el pecho hasta que el cuerpo debe moverse poco para descomprimir el dolor por la presión en el diafragma. La jaqueca es inevitable, pero el ente, aún sin revelar su tamaño, descansa las palmas sobre el piso laminado. Respira lentamente de nuevo y balbuceando, emite sus primeras o últimas palabras: “Buitres sucios, déjenme descansar, espantos, porque al menos soy alguien y ustedes, nada, sólo animales carroñeros, y yo, un águila impetuosa…

“Creí en ustedes cierta ocasión, cuando podía desdoblar la mitad de mi alma y aniquilar los anquilosados… los huesos, los pensamientos, los escombros que yacen en aquel desierto donde casi muero…

“Salvé la desolación y fortifiqué este cuarto a expensas de querer encontrar fórmula alguna que curara a mi gente… ¿escuchas?, mejor la rata vuelve y rasca estas paredes en busca de comida. Tengo hambre pero no quiero salir porque ustedes, buitres malparidos, acechan fuera y me vigilan de cerca, por eso prefiero la oscuridad, pues así no pueden encontrarme…”

El tiempo está pausado porque ningún astro gira alrededor del cuarto. Podría ser de día, podría ser de noche, y ese bulto no se levantará a averiguarlo, sino a merodear entre los muros. Mejor el roedor le camina por las piernas, con sus patas peladas y amorfas, va olfateando, se detiene y parece rascarse, se agita sin espanto. Ahora trepa por su cuerpo cubierto por una frazada maloliente y luego encuentra un hueco entre las ropas y, una vez cómoda, se aloja entre el brazo y las costillas.

«¿Qué será de mi gente —piensa el rey, o convenga decir el jefe de una tribu o de una tropa, en tal caso el comandante—, la que yo hice cruzar por la selva entre tormentas nocturnas y un calor tan denso como las escuadras que andaban a mi paso? Se olvidaron de mí. Les di tierra y así me pagan. Recompensa tendrán».

Este comandante hace por levantarse. Flexiona las piernas y las palmas en el piso se convierten en el apoyo en el que recae gran parte del peso. Prueba la primera vez, pero apenas ha despegado las nalgas del suelo. El segundo intento es igual de inútil. Persiste: en el tercero por lo menos se ha deshecho de la rata que cae asustada. Una vez más ocupa sus piernas para alzarse y cuando se da cuenta que va a fracasar, decide inclinar la cabeza hacia la pared que tiene detrás y escalar con sus brazos delgados y débiles; suben tambaleándose. Gira hacia la izquierda la cabeza y el tórax; desde esa posición oblicua alcanza a distinguir la base de una mesa en la que tiene papeles con fórmulas matemáticas, garabatos y signos de civilizaciones antiguas. Lo sabe, porque son figuras que no deja de proyectar su cerebro y que bailan por toda la habitación.

El comandante mueve las piernas lentamente hacia adelante, trata de andar mientras apoya el cuerpo desgastado sobre la pared. A centímetros de la mesa se abalanza hacia ésta y debilitado cae sobre ella. Las rodillas cuelgan ahora, meciéndose. Hay que volver a levantarse porque la gravedad de este mundo hiere al hombre caído. Las manos aferradas a la mesa ahora se deslizan y sienten, lo sabe el comandante, un signo hecho con punta afilada, trazado con fuerza impresa sobre el puñal con el que dio muerte a sus adversarios. Entonces aparece esa risa que uno podría imaginar nace del rictus en un rostro tostado, manchado de sangre, con paño en los párpados, que llegan a esconder, aunque no se sabe en este momento, unos ojos tambaleantes, saltones, eufóricos.

Es el signo del dios hombre. El primer monarca en verlo fue el egipcio Utkamon. El signo fue contenido en un relato que corrió, a través de tres escritos, por todo el mundo antiguo y a orden expresa del faraón, hasta que la neblina enviada por Seth lo borró de la faz del imperio y de la mente de Utkamon, en pago de su soberbia, pues el faraón tenía la intención de probar a los hombres si pudiesen descifrar el signo que sólo a él se le había revelado.

Tiempo después un sabio asirio de la Corte de Samanasar, de nombre Asurbanipal, enseñó que en la pared de una caverna remota alojada en el Cáucaso se hallaba reproducido el relato del signo. El relato conjugaba tres tiempos: futuro, pasado y el participio del futuro en su forma verbal, combinado con el antiguo infinitivo del verbo ser. Y en aquella cueva, sostuvo Asurbanipal, llegó a habitar el dios que traería el “inicio de un mejor respirar”.

Por supuesto, el rey encarcelado sabe esa historia, conoce el lugar y todo lo que hace falta para llegar a él. Siglos antes, mientras sentábase en el trono, uno de sus magos se acercó a él y pronunció las siguientes palabras:

—Si usted pudiese vivir mil eras, su imperio abarcaría los confines de cada palmo y codo del mundo (aun lo desconocido por sus ojos que yace más allá del mar), y puede, oh rey, vivir mil eras si así lo desea.

—¿Qué dice, agorero? —inquirió el rey—. ¿Cómo puedo yo ser más excelso aún, si los dioses me lo permitieran? ¿Acaso tú podrías ejecutar algo que los dioses no?

—Rey, no yo —respondió ufano el mago—, sino aquel eterno sobre todos que me ha dado la visión de dónde hallar el signo de la vida perdurable.

—¿Pondrías tu vida a la espada por ello que juras poseer? —interpeló el rey.

—Mi vida daría —protestó el mago.

Dispuesto a dar con esa fuente de poder y de eternidad, el rey obligó a su nación a cruzar el desierto y la zona montañosa del Cáucaso. En aquel momento se erigió líder de una gran tribu que viajaba en escuadras. No hubo clemencia para ningún viajero y guerrero. Los recursos terminaron por zozobrar ante el largo y amurallado camino entre montes, robles grandes y laberintos de heno. El sol y las lluvias torrenciales los diezmaron poco a poco. Al encuentro de otras tribus, menos numerosas pero con ventaja en fuerza y recursos, el comandante y rey peleó noches que rayaron el alba. En cada una de ellas venció a costa de su propia tribu-nación.

Fue tarde cuando el agorero le advirtió al rey-comandante del camino y éste lo pasó, como había jurado, por la espada. Ya con pocos hombres, y aún convencido de que recuperaría su enorme pueblo una vez poseído el poder divino, subió hasta aquel rocoso sitio, donde supuestamente se hallaba el signo. Al frente de la cueva, un fuerte viento que salió de ésta lo dejó yerto. No entró, no quiso verlo. Sólo conjuró un idioma que no era el suyo y que jamás aprendió. Dijo una oración súbita, estentórea: Muritura te salutat. Aut not, le respondieron ecos: Vivet intericitur.

Y el rey se marchó, trastabillando, por en medio de sus hombres que inmóviles habían muerto. En desbandada, varios buitres le siguieron al menos hasta que llegó a un río. Cayó al costado y aquella nublada tarde soñó con las aves, un sueño prolongado y musitado, hasta que le despertaron. Era de noche cuando fue llevado reo a una prisión que jamás vio. No era ya un hombre entre los hombres.

En su encarcelamiento vivió hasta que todos murieron. Aprendió por éxtasis idiomas, ciencias y fórmulas. Una ocasión, el signo le fue revelado, y lo trazó con su daga.

Confinado, conoce el dios hombre la hora de la muerte de cada ser humano sin poder ni querer hacer nada como nada puede hacer por su pueblo. Otra vez camina hacia un rincón y se sienta a elucubrar la fecha de su muerte.



Donovan Kremer (Ciudad de México, 1996). Creció en el barrio bravo de Tepito ya con la pericia a flor de piel de quien sabe desenvolverse en un ambiente hostil y a la vez enérgico. Cursó sus estudios en la UNAM, de donde se graduó en Comunicación y Periodismo. Actualmente trabaja para el diario El Universal como editor de notas –de vez en cuando escribe sobre temas de seguridad– y colabora para portales de noticias. Mi seudónimo es Miguel S. en honor a mi abuelo.

Arte: William Blake, Nabucodonosor II

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