Apuntes sobre los objetos perdidos


Frío, frío.

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Alguien me dijo de una amiga suya que cantaba una canción cuando perdía algo, que así lo encontraba.

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No importa qué tan ordenados seamos, en algún momento llegamos a extraviar nuestras cosas. Hay objetos que tienen especial filia por esconderse, como es el caso universal de las llaves, más cuando tenemos prisa. No logro explicarme cómo es que las dejo siempre en el mismo lugar y cómo es que siempre aparecen en otro. Algunas veces llegado a vigilarlas, pero me doy por vencido, porque no se mueven, se dan cuenta de que alguien las observa. En algún momento me da por ir al baño o por un vaso de agua y cuando regreso sucede que ya no están. Me pasa como el niño de aquel cuento, que se quedó en vela para ver cómo amanecía, pero terminó durmiéndose.

Los lugares para encontrar las cosas son extrañísimos, por los que nunca se ha pasado, el lugar desconocido de la casa. Una vez encontré mis llaves dentro del bolsillo de un pantalón que nunca había usado.

Hay objetos que nos tienen odio, un odio personal, supongo. He oído que en los guitarristas son las plumillas con que tocan; algunos han llegado a colgárselas al cuello, pero siguen extraviándolas.

A un amigo le sucede lo contrario, que no pierde las llaves sino la casa, no me deja de ser divertido cuando la busca, pero lo compadezco; una vez me tocó hospedarlo porque se le hacía noche y no la hallaba.

Conmigo —no es tan extravagante, me tocó ser mundano— es el cortaúñas: puedo verlo durante días en el mismo lugar, sin moverse, hasta que de golpe, ¡pum!, justo cuando cuando crecieron las uñas, desaparece; cada vez tengo que comprar uno nuevo.

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Tibio.

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Perder el tiempo.

Perder una apuesta.

Perder la fe.

Perder la cordura.

Perder la dieta.

Perder la calma.

Perder la memoria.

Perder la vida.

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No son pocos los que han divagado con la idea de un lugar adonde van a parar las cosas perdidas. Y es que son tantas. Imagino todo lo que he perdido, desde las pequeñas monedas de cincuenta centavos hasta cosas de más valor. ¿Qué sería de aquella bicicleta que dejé sobre la acera para entrar a la tienda? Cuando salí, ya no estaba. O el celular que no supe a qué hora salió de mi bolsillo. Si esa idea fuera posible, la de la habitación, tendría que ser infinita, ahí se amasaría una fortuna. En un cuento de Arreola, un hombre adquiere un mapa que le va señalando dónde hay cosas olvidadas por los demás; así, con lo que va encontrando, se procura una vida «bastante miserable, es cierto», dice, «pero que me ha librado para siempre de toda preocupación». También narra que de cuando en cuando le llega una mujer perdida.

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No hablaré de las mujeres que he perdido.

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Se dice que nuestras posesiones nos caracterizan: los adornos que colgamos en nuestra habitación, los juguetes que conservamos, las reliquias que jamás movemos de su lugar, la guitarra que nunca tocamos. En mi caso, me representa más lo que no tengo: el cepillo de dientes que olvido en cada viaje que hago, el poema que alguien me escribió y olvidé en algún lado. Son más las cosas que hemos tenido a las que conservamos, y cada una tiene su propia nostalgia.

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¡Caliente!

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…en la inutilidad de los esfuerzos

para ser distintos,

donde los niños queman

sus reservas de imposible,

sus últimas metamorfosis…

Fabio Morábito

Cuando era niño, acostumbraba a un juego en el que, con demás compañeros, escondíamos un determinado objeto. «El tesoro escondido», le llamábamos. Alguien lo escondía y los demás lo buscábamos; el que lo encontraba tenía el privilegio de volverlo a esconder para que los demás continuaran con la pesquisa. Desde pequeño ese gusto por lo inútil, de hacer para deshacer, a la forma de los pescaditos de oro. El que lo ocultaba guiaba a los demás; a los que estaban muy lejos, se les decía que estaban en «frío»; si alguien se acercaba poco, se le decía «tibio», y si alguien estaba justo en el lugar, se le decía «caliente». Cabía la posibilidad de engañar al niño que nos caía mal.

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¡Caliente, caliente!

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