Una mirada filosófica a la novela Los de abajo


Por Óscar Fernando Burgos Cruz

La revolución es el huracán, y el hombre que se entrega a ella no es ya el hombre, es la miserable hoja seca arrebatada por el vendaval…
—Mariano Azuela

I

Platón, en la República (II, 359d-360b), cuenta una pequeña alegoría de un pastor llamado Giges, quien encontró un anillo mágico que tenía por propiedad volver invisible a todo aquel que lo usara. La historia narra que tras usar dicha argolla, en su interior se despertó la caja de Pandora y pronto Eris lo dominó. Utilizando la cualidad del anillo, el pastor no tardó en idear un plan para asesinar al rey del reino en el que vivía y quedarse con su esposa.

Esa alegoría representa un aspecto de la naturaleza humana: el ser humano es egoísta, quiere ser reconocido, anhela el poder de dominio, pero la sociedad lo limita, le pone un filtro para restringir aquellos deseos que van contra natura societatis. Siguiendo las huellas de Sigmund Freud: el ser humano no puede ejecutar todas sus pasiones promulgando un libertinaje, para ello es necesario poner un principio de realidad al Ello, y hay que poner un Yo que guíe y oriente la travesía (Freud 19). Simplemente no podemos navegar en el mundo sin un mástil, de lo contrario el barco ya se hubiera estrellado en el primer iceberg. La formación, educación o instrucción de la infancia a la juventud se reduce a fortalecer ese Yo para que guíe al barco, de lo contrario se corre el riesgo de crear Caligulas, Julietas o Drugos. La vida, en resumidas cuentas, tiene como fin satisfacer las pasiones del cuerpo, pero para que éstas alcancen sus objetivos por un tiempo prolongado necesitan ser reguladas y controladas. Por el contrario, si no se “educan” pueden llegar a alterar el orden social y la vida misma.

¿Qué sucedería si un día se abriera la caja de Pandora de repente? ¿Qué ocurriría si el contexto social nos diera la posibilidad de ejercer esa fuerza interna sin restricción alguna? La revolución mexicana fue una respuesta ante esas interrogantes, puesto que ahí se demostró lo que los hombres en su sano y no tan sano juicio podrían llegar a hacer (y a ser). Aquellos hombres eran como Giges; eran hombres con una vida normal, con una determinada rutina y que tras el inicio de la revolución descubrieron el anillo que los volvería invisibles y les daría el poder para hacer lo que quisieran. Aquí no hablamos de una “historia oficial” promulgada por las instituciones, sino de una historia interior que se manifiesta en el exterior y que da forma y sentido a los procesos históricos. Para ello, aludimos al portavoz de lo incorpóreo: Mariano Azuela, quien nos dice lo que no se quiere decir. La historia de las pasiones humanas es la que narra Azuela de forma directa y certera. En su novela más emblemática nos cuenta los verdaderos secretos de la revuelta, nos muestra a los verdaderos protagonistas. A los que no son en modo alguno algoritmos, sino una suma incomprensible de pasiones que bullen desde lo más recóndito del cuerpo.

La revolución mexicana puso la argolla de Giges ante los hombres. Cuando la afrenta estalló, pronto salieron a relucir celebridades que se convirtieron inmediatamente en mitos. Pero, ¿qué fue de la historia real? ¿Quiénes fueron esos míticos hombres que lucharon por ese cambio? Mariano Azuela nos antepone tres personajes claves que se sumergen en esta experiencia, durante la cual cada uno comienza a portar aquella argolla trágica y se desarrolla en un contexto propicio para la ejecución de las pasiones humanas. Estos tres personajes tienen diferentes formas de aceptar las circunstancias y nos incitan a la reflexión de lo que pueden y no pueden hacer, de lo que están y no están dispuestos a hacer, interrogantes que a su vez nos sumergen en la naturaleza humana. A continuación desentrañaremos aquellos personajes que Azuela pone en juego en su novela emblemática: Los de abajo.

 

II

Demetrio Macías es el prócer por excelencia. Representa y sintetiza el espíritu de todos los héroes de la revolución. Pero no quiso ser uno de ellos por medio de una decisión consciente, antes bien (como en el ajedrez ante el caballo que pone en jaque al rey), Demetrio es obligado a ejecutar acciones que van contra su voluntad. Antes de que estallara la revolución, Macías era un campesino agreste, con una cónyuge y un mocito. Su vida era como la del cabrero Giges; solo transcurría y se disipaba en lo ancho de los cerros. Su existencia estaba predestinada a extraviarse en la inmensidad del universo, pero hacia cinco años se había desencadenado la guerra en pos de un “cambio” social. Apartado de las urbes, a Demetrio ni le iban ni le venían aquellos rumores, pues el gobierno no se preocupaba por él, ni a la inversa. Pero un día comenzaron a llegar los murmullos de que los federales llegarían a su pequeña morada, violarían a su esposa, reclutarían a su hijo y si veían a Don Demetrio en condiciones de trabajar, se lo llevarían, y si no les era “útil” lo fusilarían.

A Demetrio lo arrastró la casualidad (o causalidad), sabía que si no hacía nada, mal le habría de ir. Una lógica simple y sin ambages. La novela ya incrusta al personaje como un hombre conocido y elogiado. Don Macías es respetado, las circunstancias lo llevaron a ser un hombre que a través del uso del ímpetu y la circunstancia, pudo tener éxito. Pero las hablillas, la reputación conquistada, los ofrecimientos que le hacían en cada poblado que visitaba, pronto le forjaron un carácter que se ensambló con el anillo de Giges. Los efectos que traían consigo poco a poco se comenzaban a vislumbrar.

El grupo con el que Demetrio parte había comenzado a luchar por causas justas: “su causa —Dice Luis Cervantes— es la causa sublime del pueblo subyugado que clama justicia” (Azuela 26), solo justicia. Pero al ir pasando el tiempo, calan el anillo, ven lo que pueden hacer con un él  y lo que no se puede, hacen y deshacen con el gran poder que tienen. Descubren que pueden hacer lo que les venga en gana, como el día posterior a una borrachera:

A la mañana siguiente –nos narra Azuela- amanecieron algunos muertos: una vieja prostituta con un balazo en el ombligo y dos reclutas del coronel Macías con el cráneo agujereado. Anastasio Montañés le dio cuenta a su jefe, y éste, alzando los hombros, dijo: — ¡Psch!… Pos que los entierren. (70)

 

Y así, la tropa de Macías fue adquiriendo el matiz del verdadero motivo “inhumano”. Demetrio, como un don Quijote enloquecido, se aventura a asesinar federales y a otros que se crucen en su camino. Si alguna curra le gusta, (como Camilita) se la lleva a sus lances descabellados, si se embriaga o roba no le atañe que sea una mala acción, pues en un mundo así, no hay más bondad que la del propio Dios. Su caterva se asemeja pronto a los drugos de Anthony Burguess, porque a cada pueblo que van, saquean, matan y algunos violan a las mujeres y las niñas. El transcurso de la historia no es más que el camino de una metamorfosis, pero no del modo en que alguien modifica su carácter, sino de un alguien que descubre quién es en realidad. Su transformación es como la de Walter White (protagonista de la serie Breaking Bad), quien se convierte en el peor hombre de una sociedad y de su propia familia, pero que para sí es el hombre que lleva sus pasiones y sus verdaderos motivos al mundo. Demetrio y sus drugos son el Ello sin principio de realidad: la evolución se torna una involución.

Luis Cervantes, un hombre circunspecto y optando por la buena causa, se apropia de aquellos ideales de la revolución: Reforma, Libertad, Justicia y Ley. El joven vehemente es un pequeño Frodo al que se le ha asignado la argolla para que la cuide, y para que la destruya. Armado de grandes pensamientos, su travesía se convierte en el portavoz de aquellos ideales:

Somos elementos —nos dice— de un gran movimiento social que tiene que concluir por el engrandecimiento de nuestra patria. Somos instrumentos del destino para la reivindicación de los sagrados derechos del pueblo. No peleamos por derrocar a un asesino miserable, sino contra la tiranía misma. Eso es lo que se llama luchar por principios, tener ideales. (49)

Pero poco a poco el anillo se vuelve tan pesado que termina apoderándose de él, hasta que no queda nada de aquel joven entusiasta. La consumación del poder pronto se va incrustando en lo más íntimo de su ser, comienza a perder los ideales por la propia experiencia de un mundo que absorbe. ¿Acaso la vida de todo ser humano no es equivalente a la de Cervantes? Primero somos mocitos, no sabemos de las barbaries de este mundo, nos forjamos ideales que podríamos denominar como imperativos. Pero el tiempo y la experiencia nos demuestran que este mundo es cruel y que nosotros somos la raíz de aquellos males, porque somos el mundo mismo y por lo tanto de nosotros emana aquella crueldad inocente. Todos son, o más bien somos, Luis Cervantes: torpes y violentos así como las tormentas, bellas y devastadoras. La lógica se pierde en la propia contradicción de lo que es el ser humano, pues no somos un ideal en línea horizontal, sino una tormenta errática que se sacude en el vaivén del mundo. La vida de este personaje inicia bajo el raciocinio del ideal revolucionario, para después quebrantarse por la experiencia, por el mundo violento y apabullante que le engulle.

Los dos personajes que hemos descrito encarnan dos símbolos de gran importancia. El primero, (Demetrio) ha entendido que la revolución no es más que un medio para conseguir sus fines egoístas, pues en la novela ya es un individuo decidido a formar parte del mundo bélico, ya es un ser que realiza sus acciones sin pensar si son buenas o son malas. En cambio, Cervantes representa ese momento de conversión, en el que llega a la caravana de Demetrio con ideales revolucionarios, quiere luchar por una causa justa y cuando en el transcurso de su viaje se va dando cuenta de las bestialidades de la tropa, de que en realidad la gente que lucha no sabe por qué lo hace, ahí es cuando esos ideales pierden sentido. Incluso durante un atraco, cargado de fortuna y alhajas, Cervantes le dice a Demetrio que se vayan del país, pues si no hay por qué combatir, para qué seguir ahí. “Pues ¿a qué nos quedaríamos ya?… ¿Qué causa defenderíamos ahora?” (104). Esto demuestra que a Cervantes ya no le interesa nada, solo quiere rehacer su vida, quiere buscar un lugar cómodo para librarse de la turba.

Pero entre estos dos personajes, y estos dos símbolos que representan tanto el egoísmo como la bondad en sí, hay un intermediario y un punto clave para vislumbrar a fondo la desilusión que conduce a Cervantes a la pérdida de ideales. Aunque no funge un papel esencial en la novela, sus pensamientos y sus experiencias vividas nos muestran las claves por las que Luis está pasando y en qué podría desembocar. Cuando Cervantes se encuentra con Alberto Solís, éste nos dice que ha abandonado toda utopía, y como un nihilista pierde el sentido de las ideas en las que creyó, ya no le impresiona si muere en cualquier santiamén, ya no le colma de ilusión la lucha revolucionaria, y declara:

Amigo mío: hay hechos y hay hombres que no son sino pura hiel… Y esa hiel va cayendo gota a gota en el alma, y todo lo amarga, todo lo envenena. Entusiasmo, esperanzas, ideales, alegrías… ¡nada! (68).

El tiempo, como el gran sabio, se vuelve un Saturno que devora a sus hijos, y mediante la experiencia les enseña los verdaderos deseos del ser humano. Basta que transcurra el tiempo para que Luis Cervantes se apropie de las grandes desilusiones, y comience a reproducir las mismos ideas por las que pasó Antonio, quien cuando le pregunta a Cervantes “¿Pues desde cuándo se ha vuelto usted revolucionario?”, más bien trata de decirle: ¿Acaso no te has dado cuenta que esto es una farsa? Tras una pugna tanto interior como exterior, Mariano Azuela, al final del capítulo dos, narra la muerte de Antonio Solís, la cual puede ser interpretada como el ocaso de todo ideal; el anhelo perdido significa la revolución malograda, triste y angustiante que se verá reflejada en un futuro y que pensadores como Samuel Ramos y Octavio Paz volverán a retomar en sus reflexiones antropológicas.

 

III

Recordemos algunos conceptos de Freud para entender un poco más estos personajes. “La percepción es para el yo lo que para el ello el instinto. El yo representa lo que pudiéramos llamar la razón o la reflexión, opuestamente al ello, que contiene las pasiones” (Freud 19). Para que Ello sea regularizado, necesita de un Yo que filtre, sublime y transforme esos deseos. Para ello, es necesario un principio de realidad que trace un mapa en el cual nos podamos mover con seguridad. Ese Yo crea una identidad, hace una personalidad a base de los deseos del Ello.

Así que la herida de la razón o ese Yo es el que se fractura, no la del Ello. Demetrio no tiene bien arraigada esa identidad, por tal motivo no le duele mucho quebrarla. En cambio, Solís sufre un colapso del Yo porque sus ilusiones en la razón están bien arraigadas, pero cuando la experiencia y el contexto demuestran el triunfo del Ello sin principio de realidad, ahí es cuando dice: el hombre “o se convierte en un bandido (…) o desaparece de la escena, escondiéndose tras las murallas de un egoísmo impenetrable y feroz” (Azuela 68). Cervantes por su parte, no sufre un colapso, pero en él podemos ver con claridad esa pérdida de ilusiones, que a la vez se traduce en una tórrida tristeza espiritual. Mariano Azuela nos sumerge en esa experiencia en donde el egoísmo se apropia del sujeto hasta convertirlo en “inhumano”. A través de estos hombres de la revolución echamos una mirada, como si fuera un ancla en las profundidades del mar, para palparlos y verlos desde dentro. Un hombre que sólo es llevado de la mano de sus puras pasiones está más que condenado a destruirse y devastar su entorno. Quizá la imagen más representativa de dicho síndrome a nivel cultural sea Gollum, ya que es la encarnación pura del egoísmo, en donde el ser humano se muestra sin apariencias.

Con todo esto, no queremos decir a expensas de la hipótesis planteada que el ser humano debe consumarse a la pérdida de sí mismo, sino al hecho de demostrar que un Estado debe de regular las pasiones, que por naturaleza son inherentes a todo ser vivo y no pueden ser suprimidas. Al contrario, una sociedad debe entender aquello otro que es sepultado y puesto como indiferente y por ende debe verlo como lo mismo. Que seamos contradictorios por idiosincrasia no es sinónimo de promulgar un anarquismo del Ello, antes bien, debe haber un filtro (el principio de realidad) para que podamos vivir en armonía. El problema surge cuando un Estado no puede regular esas pasiones y a lo largo de generaciones se va creando un soporte que solo sostiene la red, pero no el peso del material que intenta sostener. Mariano Azuela, a través de estos tres personajes, sintetiza e ilustra la esencia de la historia de México, la de un Estado fallido que no pudo sostener ni educar a sus hijos. Por ello, Azuela es un historiador interno de las pasiones humanas y no un historiador de los algoritmos externos. Es por eso que al leerlo nos sumerge en una desilusión interna, ya que nos damos cuenta de que la historia “oficial” es una máscara y sentimos una decepción profunda que nos arrastra junto a los personajes en la experiencia de la pérdida del sentido, y pronto nos engulle en aquella historia de las decepciones (ideales).

La novela de Azuela puede ser vista como una incitación a ver la revolución mexicana de fondo, porque nos adentra más a la historia que la historia oficial misma, esa que nos enseñan en las instituciones, donde nos pintan a los hombres como ángeles o seres mitológicos que luchan por sus ideales para defender nuestra patria. Por ello su pensamiento está vivo: Mariano Azuela diagnostica su tiempo y nuestro porvenir. En otras palabras, Azuela es un oráculo en el que el mexicano se enfrenta con su destino y como Edipo, sabe y evita, huye y se da cuenta que no puede escapar de él. Al final, el anillo de Giges, ese mismo que lleva Frodo, no es destruido; al contrario, se apodera de todo ser inmerso en la revolución, el hombre ya no es hombre; es tormenta, es huracán. La historia se repite tantas veces en círculo que muy pocas veces notamos de dónde emana ese tropezar, pero no es cuestión de percepción, sino de la compresión que tenemos de las cosas. Seguimos creyendo y damos sentido a ese Yo, pero no hemos aprendido a entender la fuente de donde emana todo (el Ello).

Los personajes que narró Mariano Azuela no están muertos, ni son ficciones, están vivos en el espíritu humano, son parte de un momento clave en la historia de México y que a la vez no es una historia muerta, sino una historia que todavía sigue viva en nosotros:

El novelista nos hace asistir a la vida o al fragmento de la vida que ha escogido como una representación teatral cuyos personajes no son algo acabado sino que viven ante nosotros, improvisándose (…) Los personajes del relato son. Los personajes de la novela están siendo. (Villaurrutia 5)

 

Bibliografía:

Azuela, Mariano. Los de abajo. Ciudad de México: F.C.E., 2002.

Freud Sigmund. El yo y el Ello y otros escritos de metapsicología. Madrid: Alianza, 2009.

Platón. República.

Villaurrutia, Xavier. “Sobre la novela, el relato y el novelista Mariano Azuela [1931]” en Mariano Azuela y la crítica mexicana. Estudios, artículos y reseñas. Ciudad de México: Secretaría de Educación Pública, 1973.

 

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