Martes en la noche


Por Sebastián Vergara

 

Era martes en la noche y ahí estaba yo. Mirando desafiante a la pantalla de mi computador al tiempo que abría una lata de cerveza. Ansioso de que la inspiración me llegara para poder empezar a escribir el cuento de Jules y salir de una vez por todas de aquel embrollo. Al poco tiempo me harté de esperar y decidí parafrasear uno de mis libros favoritos. Y transcribí…

 “A un cuarto de la mitad del camino de la vida, me encontraba en una desolada y oscura calle porque para bien o para mal me había alejado del recto y homogéneo camino a la felicidad…”

No era un mal inicio, supuse. Era tan pretencioso que hasta parecía que Jules realmente lo había escrito. Llené toda la primera página con cursilerías de ese estilo. El resto lo podía hacer como me saliera de los huevos (Jules repite curso y tiene literatura con Bushman)

Cuando tomé su clase el año pasado me dio  la impresión de que el viejo Bushman no leía los trabajos que entregábamos y se inventaba la nota. Tenía toda la razón, en una de las páginas del trabajo final puse la letra de “like a virgin” de Madonna y saqué un 8.

No me gusta prostituirme escribiendo por encargo, y menos si es para alguien como Jules; no lo odiaba ni nada por el estilo, ¡pero vaya que era un snob! Total, que estaba forrado y la composición nunca se le dio bien. Las cosas que hacemos por dinero, en serio…

Por ese entonces mis padres se habían ido un mes de vacaciones a Aruba, así que tenía la casa para mí solo y un montón de dinero. Cursaba el último año y sólo me faltaban 2 semanas para graduarme. Iba pasando todo menos castellano, Huberman tenía razones de sobra para odiarme a muerte, a pesar de nunca hacer sus tareas ni participar en clase siempre me las arreglaba para pasar raspando su materia con una nota perfecta en el examen semestral. Sin embargo, en el último semestre no hay evaluaciones, hay proyectos, así que me vi forzado a cambiar de estrategia.

El proyecto de Hubberman era escribir un relato salido del corazón, que recogiera la esencia de nuestra juventud, que conmoviera al mundo y brillara, convirtiendo la mierda en chocolate y la cocaína en azúcar y chorradas similares.

Francamente, su clase era basura, y me apuesto lo que sea a que hasta él mismo lo sabía, lo cual me enfurecía aún más; tenía esos ojos porcinos, claros y arrugados que incomodan a la gente, y a juzgar por la constante expresión de huelemierda que llevaba todo el rato, no hacía el menor esfuerzo por disimular su frustración.

 A estas alturas toda la clase se sabe de memoria la “trágica” historia de cómo termino siendo profesor de secundaria después de lo que parecía ser —según él— un “brillante futuro” como escritor cuando una editorial de poca monta publicó su “sublime e impecable” colección de cuentos hace ya unas tres o cuatro décadas.

Pues miren que de sublime e impecable no tenía nada, recuerdo que hace en marzo me tome la molestia de robar uno de los muchos ejemplares que tiene en su escritorio. Dudo mucho que haya notado su ausencia; su oficina esta abarrotada de ellos.

 Tuve que obligarme a leerlo de cabo a rabo, fue bastante difícil, no exagero al decir que me entraron nauseas después de los primeros dos cuentos; ese Huberman está demasiado ensimismado de sí mismo, lo único “sublime” e “impecable” que encontré fueron las ilustraciones que aparecían cual oasis de nesquik en un desierto de mierda. Estaban hechas con estilógrafo, trazos precisos y elegantes, lástima que no tenga palabras para describirlas, pero para que se hagan una idea, cada detalle y desperfecto de las ilustraciones terminaba por ser armonioso.

Hasta daban a entender la clase de sujeto que era el artista, alguien que disfruta lo que hace y que tiene algo que contar pero carece de los medios para hacerlo.

—Lo que daría por poder hablar con el sujeto —pensé—,  un par de cervezas y media hora de buena charla le darían un poco más de significado a mi vida.

Hablando muy en serio, el libro fue terrible, no se imaginan lo aliviado que me sentí al ver los agradecimientos finales —una cursilería, por cierto—. Al día siguiente quise investigar al ilustrador con la esperanza de que actualmente trabajara en una editorial decente y siguiera dibujando igual de bien, pero no encontré nada de él en internet y la editorial mediocre que hace poco mencione había quebrado, llevándome a la conclusión de que el impecable y sublime artista murió en el olvido o peor aún: consiguió un trabajo estable. El mundo está jodido.

De repente me entraron ganas de dormir al recordar todo eso, terminé a la carrera el cuento de Jules y busqué el dichoso libro de Huberman que llevaba meses olvidado en mi estantería, y decidí liberar a las ilustraciones de su prisión de oraciones pretenciosas y sin alma; las recorté cuidadosamente y clavé cada una de ellas con un alfiler en mi tablero de corcho.

 Faltaban cinco horas y veintitrés minutos para que empezaran las clases del miércoles, así que tome dos pastillas de melatonina y bebí lo que quedaba de mi lata de cerveza.

 

Ilustrado por Ingrid Janet.

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