Apago la luz


por Mateo Peraza Villamil

 

El maestro Lozano se cagó. Quiero sacarlo del escenario pero su lectura ha comenzado y el hedor se disemina como el eco de un aplauso. Los asistentes se escudan tras el telón. Alguien dice: ¿Sienten ese olor?

Finjo demencia, al menos hasta que pueda subir al proscenio, tomar al maestro de la cintura y llevarlo a un sanitario con un bidé o una regadera para lavarle el culo. Su hija duerme en la primera fila sin notar el desastre que se avecina y ocupa tres butacas en un esfuerzo impertinente por descansar sus piernas mórbidas, cada una del tamaño de un cochino vietnamita. Al lado, los poetas que recogieron al maestro en el aeropuerto se jalan los cuellos de las camisas. Uno susurra. Otro susurra. Sus cabezas se mueven y unifican como las de una hidra.

Ya se dieron cuenta, me digo mientras espero a que vengan y me cuenten la estrategia para sacarlo de ahí.

Eres tersa mariposa, declama el maestro Lozano, cagado, ciego, con ese tono de voz que parece el de un niño inmortal. “Nuestro Borges de provincia,” escribió en el afiche del evento algún amanuense de la Secretaría de Cultura.

Arrellanada en la primera fila, una adolescente se tapa la nariz y escupe. Su madre le propina un sopapo. El maestro no se inmuta. Continúa con la lectura de un poema plagado de frases barrocas e imágenes indescifrables que adereza con gesticulaciones y aspavientos femeninos. Sus manos parecen levitar como hojas de papel. Por debajo de su pantalón, observo, la mierda escurre impelida por un riachuelo de orina. El hedor aumenta. Empaña la visión. Un asistente dice: ¿Qué vas a hacer? Esto huele a baño de terminal. El maestro Lozano ocluye el esfínter para que todo termine de fluir y expira aaaaaaah, complacido. Luego declama: Eres tersa, mariposa. Tus alitas sempiternas de color rosa…

Vamos a decirle al maquinista que apague la luz al terminar, me dice uno de los asistentes. Tu agarras al maestro y te lo llevas en putiza al baño.

Pienso, por un momento, en el miserable salario que percibo por acompañar a los poetas ancianos de esta provincia. En la escalera infinita. En la humillación. En el hecho irrebatible de que cualquier imbécil gane lo mismo que yo sin siquiera tener la licenciatura en lenguas, sin siquiera tener la capacidad para glosar sobre los cuentos de Juan Rulfo y Sergio Pitol. Pienso en mi esposa, escapando de la mano de su instructor de gimnasio.

Quedaste gordísimo, Tadeo, me gritó. No te cuidas. No me satisfaces. ¿Hace cuánto que no te puedes ver la verija? Estás todo el día cuidando que no se les ensucien los zapatos a esos poetas de mala muerte.

Tus alitas de mariposa nunca dejarán de volar, prosigue el maestro, indiferente a sus fallas biológicas. Trae los lentes perennes de armadura gruesa. La camisa blanca con seis bolsas cargadas de plumas que ya no puede usar porque no ve nada. Nada. Sus ojos están atorados en los edificios de los setentas (cuando quedó ciego), en las calles de los setentas, en los rostros de los hombres y mujeres de los setentas, en cualquier puta cosa de los setentas, pero nada más. Es decir: no sabe cómo se ve el mundo ahora. No sabe cómo es el rostro cetrino del tipo que deberá limpiarle el culo en cinco minutos. También calza los zapatos marrones que portan los funcionarios de la región o los poetas consagrados de la región, que para el caso son lo mismo. Camuflan los desperdicios que bajan, forman un charco junto a las suelas, se filtran por las ranuras del escenario, gotean hacia el terciopelo rojo. Glug, glug, logro escuchar. Aprieto los dientes hasta saborear sangre. Me relajo.

Bu, bu, buenas noches y gracias, finaliza el maestro Lozano.

Aplausos cínicos. Dedos atenazados a las fosas nasales. Arcadas. Luces fuera. Movimientos tras bambalinas.

Envuelto en sombras, subo al escenario y lo sostengo del brazo para guiarlo hacia los baños. Escucho el crepitar pegajoso de sus zapatos. Inhalo, de golpe, el tufo de su descomposición. Tan tersa eres, mariposita, dice para sí mismo, y yo pienso abandonarlo ahí, en medio de la oscuridad, en medio de sus recuerdos color sepia de los setentas.

Procedo a quitarle el pantalón y cuantificar el desastre. Lo primero que asoma, como una caja sorpresa de la que brinca un payaso tétrico, son sus testículos. Cuelgan hasta sus rodillas y gotean desperdicios. En el baño no hay bidé ni regadera, sólo un lavabo donde mojo papeles que paso rápidamente por su piel áspera. Tocan la puerta:

Necesitamos al maestro, gritan al unísono los poetas. Tiene una cena con un funcionario de la Secretaría en menos de quince minutos.

Por cuestiones oficiales, estoy impedido a contestar: Amigos, el maestro Lozano está más cagado que un puto bebé con el intestino perforado. No puedo limpiarlo en quince minutos. Es imposible. Es absurdo. Si eso quieren, traigan una manguera y lo ponemos contra la pared. O mejor aún: lo llevamos así a la cena para que el hijo de puta del funcionario entienda que no puede invitar viejos seniles a declamar.

Finalmente digo: Okey, un momento por favor.

El pene del maestro es un botón miserable enterrado en la pelvis. Perdió los vellos del pubis. Cuando lo toco con el jabón, dice:

Jijiji. Se siente muy rico, mamita. Y me da un beso aciago en la mejilla.

Necesitamos que salga ya, presionan los poetas más intrascendentes del país.

Arrojo el pantalón a la basura, la truza abigarrada de mierda y el pañal inservible, que no contuvo nada. Le coloco mi boxer. Le grito a los poetas que ya no seguiré acompañando al maestro por obvias razones. Le abrocho mi pantalón. Aprieto el cinturón hasta que suelta un chillido. Le doy una bofetada. Pico sus ojos con la uña de mi dedo índice. El maestro Lozano llora. Gancho al estómago. Abro la puerta. Lo empujo violentamente contra el grupúsculo. Cierro. Me siento en el escusado y apago la luz.

 

 

Mateo Peraza Villamil (Mérida, Yucatán, 1995). Cursa la licenciatura en biología en la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha publicado en medios impresos y digitales, como en Memorias de Nómada, Efecto Antabus y el portal informativo Homozapping. Becario del PECDA en la categoría de Jóvenes Creadores (2017-2018).

Entrada previa Fulgor mendaz
Siguiente entrada Instrumento de la historia, maestro del error: despidiendo a Philip Roth