El sublunar caballero don Selenote de Tlaxcala


por Rafael Alvazález

para Ángel Arturo Gutiérrez


De intento hemos formado este panegýrico, o llámese invectiva,
si assí lo queréis, en despique de los chistes que nos comunica
el Atisvador [de la Luna] en su carta del 5 de el mes epiphi,
en que dice que los pocos terrícolas que allá están por nuestra
existencia dicen que sí, que somos gente, pero, ¿qué gente?
Una gente sin palabra, sin vergüenza, sin sesso, unos
tramposos, inconstantes, lunáticos. ¡Miren quiénes hablan!
–Fray Manuel Antonio de Rivas


Hace no mucho tiempo, en un lugar de Tlaxcala cuyo nombre nos queda muy, muy lejano, vivía no un hidalgo sino un caballero, y no uno de esos que el presente e infausto siglo ha venido a llamar de la industria o currutaco o catrín, sino de conquista, de verdadera sangre y linaje, cuyas genealógicas raíces llegaban a hundirse, más de palabra que por legítimos papeles, hasta el mismísimo primigenio matrimonio católico que aquellas sus tlaxcaltecas tierras habían visto de don Pedro de Alvarado, el dorado capitán de Cortés que no ha menester de mayor presentación, y doña Luisa Xicoténcatl, hija del valeroso rey Xicoténcatl el Viejo, uno de los últimos de Tlaxcala, y hermana de Xicoténcatl el Mozo, el general indiano tan bien renombrado por la aguerrida aunque pueril resistencia que mantuvo con el adalid extremeño y cuya memoria no dejaba descansar en paz nuestro caballero cada vez que, escrutado ya todo el resto de su genealogía, se le ocurría recordársela a cualquier hijo de vecino o por casualidad o por fuerza.

–Y a fe de este mi linaje ilustre que, repito a vos, señor casero, se ha de respetar y estimar no solo por lo heroico de los caballeros cristianos que conquistaron estos reinos para nuestro rey y nuestra fe, sino por lo valiente y añejo de los primeros reyes indianos que poseyeron primero estas tierras y las defendieron hasta la muerte, como fue el caso de mi famoso tío abuelo Xicoténcatl el Mozo, vos digo que no podéis echarme de mis aposentos alegando solo la deuda de medio año de renta de este triste cuartucho –dijo indignado don Selenote de Tlaxcala, que este era el nombre que mejor le acomodaba a nuestro caballero.

–Y yo vos repito, señor don linajes, que aquí no valen los Xicotengas ni viejos ni mozos ni como los quiera graduar vuesarced, sino los puros reales, así que págueme los que me debe o a chiflar a otro lado –sentenció un casero que acaso no fuera el primero que don Selenote oía amenazarlo con palabras semejantes. 

–Pues si esas tenemos para mí y mi linaje, ¡eh, hijo de la tal!, ya os vendrá mejor que echéis mano a ese lindo sable fazal que más parece que lleváis de adorno.  

Don Selenote hizo como que encendía su propio sable, tomando para esto la forma del cuarto círculo según la antigua destreza del libro de Narváez, que era como haciendo arcadas con el brazo y sable erguidos hacia el contrincante, pero que en nuestro caballero no pasaban de pequeñas piruetitas con la muñeca y mango apagados hacia la nada. Tal risible intento de amago no mereció tanto la risa del casero como el aumento de su furia al comprender que no se le pagaría ni un peso de la deuda y él, que más que un moderno sable fazal cargaba una cachiporra medio rota justamente para incentivar a los inquilinos morosos, que nunca faltaban, se defendió con su propia arma, no dejando de dar de palos a don Selenote hasta que lo halló bien corrido y tirado en medio de la calle y tan tullido que no pudo aceptar que su contrincante fuera otro que el mismísimo Heracles con su clava quien lo había vencido a él y a su estirpe guerrera.

Fue aquella, según cuentan los que dejaron algo escrito de estas memorias, la última de las pendencias de don Selenote de Tlaxcala en la vieja Tierra. Aquel día en que fue vencido por Alcides Casero, de la calle pasó al bote, primero al judicial, donde gastó no pocos días esperando sentencia por su deuda doméstica (para la cual, se entiende, no tenía blanca), y después al espacial, donde fue condenado a galeras por espacio de seis años, claro está que no remando, porque en el espacio no hay agua ni cosa que remar, sino sirviendo de mozo y achichincle a un alférez de aquel navío, que se la vivía entre Marte, la Luna y la Tierra comerciando oro, plata y otros bagajes. En aquellos tantos viajes y órbitas, don Selenote pasó incontables horas en coloquios con su superior inmediato que eran más bien cátedras de este para todos sus subordinados cada vez que se le ocurría pegarle al vidrio (que no eran pocas al día), pero que nuestro caballero veía como un diálogo entre nobles caballeros, como lo eran él y el alférez, según se entendía de su rango, ya que era don Selenote y nadie más quien llegaba a contestar sus ideas, aplaudiéndolas las más veces:

–Digoos en verdad, camaradas y astronautas hijos míos, que nuestra madre patria España hace muy mal en dejar a todos esos franceses, ingleses y gringos agenciarse cuantos cráteres, valles y dunas hallan en la Luna y Marte cuando a nosotros solo se nos permite mantener dos tristes principados lunares y un mísero espaciopuerto marciano dizque porque en la Tierra controlamos ya casi la mitad de ella, como si las glorias de las armas españolas le impidieran tener más triunfos. ¡No, no, hijos míos! Debemos sacudir ese político yugo y empuñar las armas contra la envidia extranjera que quiere, anhela tener nuestras banderas sojuzgadas y dar con ello, enjaulado el león hispano, rienda suelta a la mala hierba del libertinaje y luteranismo que tan embebidas tiene a las más de esas naciones.

–Pensamiento más esforzado y católico –intervenía don Selenote– no pudo hallarse sino en el noble pecho de un caballero como vuesa merced, señor alférez, y quisiera añadir de mi parte que nuestra España no solo debería conformarse con aventajar a los ingleses y demás extranjeros las tierras de esos planetas vecinos al nuestro, sino que no debería darles cuartel hasta que los dominase por completo, que sería en suma peligroso que otra alguna nación lo consiguiese primero, pues habría en sí otro nuevo nuevo mundo que ya no se contendría en el mismo que habitasen todos los hombres, como antaño sucedió en efecto a América y Europa, cuyos apelativos de nuevo y viejo mundo eran simple retórica; digo que la dicha nación habría en sí un mundo, quiero decir un orbe o planeta entero del cual se aprovecharía a placer, con lo que esa nación se volvería no solo la más fuerte de todo el mundo, que le quedaría ya chico, sino de la galaxia toda, y poco le impediría que en un abrir y cerrar de ojos o con una mano en la cintura, como se suele decir, conquistara las partes de la Tierra que no eran suyas, porque figúrese vuesa merced, señor alférez, que esta enemiga nación consigue armar un gran cañón o bombarda o cualquier máquina bélica de esas que pare a cada rato el maleficio de la moderna ciencia, la cual arma, bien apostada en la vecina Luna o el vecino Marte, esta nación pudiese mover y apuntar fácilmente hacia la Tierra y, como una estrella de la muerte, amanecernos derruidas hasta sus cimientos Madrid, Toledo, Sevilla, México, Lima, Manila o Bogotá, por mencionar algunas de las ciudades nuestras españolas, tras lo cual no quedaría a la Corona y al mundo entero más que rendir todo el poder al contrario. Por tanto, nuestra madre patria debería prevenir semejante holocausto conquistando antes que ninguna ora la Luna, ora Marte, ora las estrellas, porque, además, es aún a pesar de las envidias la más grande del mundo, quiero decir, de la Tierra, y no le han de faltar ni las armas ni los brazos que las empuñen contra el enemigo, y más cuando entre sus filas se encontrarán tantos y tan valerosos linajes guerreros como lo es el mío propio, que, como sabe vuesa merced, señor alférez, y también este metiche aunque atento senado, se cuenta entre los mejores de la Nueva España por llegar a remontarse no solo a las venas del heroico don Pedro de Alvarado, sino a las del aguerrido Xicoténcatl el Mozo, de quien vosotros habréis ya escuchado algo de mí.

De tanto repetir su misma cátedra el alférez y don Selenote, su discurso en respuesta, éste acabó por memorizar cada palabra con sus pausas y señas y aun sus encomiables ideas; fue así que el héroe tlaxcalteca resolvió que debía pasar del dicho al hecho, no impidiéndolo su vergonzoso estado de cautiverio, que habría de durar cerca de otro par de años. Bien convencido así del gran servicio que haría a su rey y a su fe con escapar de su errante presidio, en una ocasión en que éste tomó espaciopuerto en la Luna, don Selenote aprovechó la mucha familiaridad que había logrado con el alférez para pedir licencia de vista merced a un par de botellas de vino que consiguió entre sus compañeros de galeras con lo poco que había podido ahorrar a escondidas los años que allí estuvo. El alférez, que ya había tomado algo de cariño a nuestro héroe por creer haber compartido con él muchos vidrios, lo amparó aún más dándole un astrotraje de los de los oficiales, el sable fazal confiscado al inicio del cautiverio y su bendición, con lo cual don Selenote se partió del navío y logró pisar por vez primera la Luna, momento en el cual, según se lee en los registros que quedan de tales hazañas, nuestro héroe quiso mudar de nombre por el que todos le conocemos ahora, y no se sabe si fue su propia industria, añorante de fusionar en su nombre las dos patrias que hasta entonces conocería: Tlaxcala y la Luna, la que parió su nuevo alias o si fue el renombre de los hechos que a continuación llevaría a cabo lo que terminó por bautizarlo felizmente como don Selenote de Tlaxcala. Sea como fuere, lo cierto es que, no bien llegado a la población lunar más próxima al espaciopuerto, don Selenote se veía ya dueño no solo de aquel planeta, sino de todos, o por lo menos los alcanzados hasta entonces por el hombre, visión portentosa que le infundió las fuerzas para acometer los hechos que ahora se referirán. 

Llegado a la plaza principal de aquel pueblo lunar, don Selenote advirtió que había logrado abrirse paso hasta allí sin que contrario alguno le diese la oportunidad de hacer alardes de su fuerte diestra, pues, además, se había divertido en largas cavilaciones describiendo para sí su entrada triunfal en aquella su primera conquista espacial. Pero lo que más extrañó entonces a nuestro héroe fue lo mucho que ese pueblito se asemejaba a cualquier otro de la cristiandad y, sobre todo, a cualquier otro de los españoles que él había visitado en el Nuevo Mundo, con su catedral enfrentada a su palacio de gobierno y separados naturalmente por su zócalo o plaza. Don Selenote quiso saber el origen de tanta familiaridad, preguntó a un par de hombres que acaso en la plaza se solazaban el nombre del pueblo, a lo que se le respondió que aquella era la ilustre villa de Don Domingo Gonsales.

–Será esta la villa regida por aquese principal, pero yo he preguntado a vuesas mercedes por el nombre de esta población, no por su regidor –dijo don Selenote.

–Entiende mal vuesarced, que don Domingo Gonsales no es hombre viviente ni rige villa ninguna, sino que el nombre de ésta, quiero decir, el nombre de este lugar es Don Domingo Gonsales –respondió uno de los hombres que de los dos que había interrogado nuestro caballero era el más bajo de estatura y el más ancho de carnes.

–¿El nombre de esta villa es entonces Don Domingo Gonsales?

–Como lo oye vuesarced.

–No es un nombre muy español, a pesar de lo que se infiere por el apellido y por el hecho de que vosotros habláis el castellano como el mismísimo Lope de Vega.

–No es muy español el nombre de esta villa, en efecto –dijo el otro hombre interrogado, que era notablemente más alto y delgado que su compañero, además de viejo–, pues las poblaciones españolas si han de adoptar por nombre el de una persona, es más común que lo tomen de algún santo o santa, que no de un don o doña. Pero no debe el nombre de nuestra villa sorprender a vuesa merced, que se ha nombrado Domingo Gonsales en honor a este gentilhombre, el cual…

–¡Fue el primero que viajó de la Tierra a la Luna! –interrumpió don Selenote como recordando enhorabuena lecturas antiguas.

–No anda muy errado vuesa merced –replicó el viejo delgado–, mas es de precisar que Domingo Gonsales no fue el primero de nuestro género, es decir, el primer humano terrícola que puso un pie en esta luna, porque aquese no fue otro que el caballero don Astolfo, que buscando recobrar el seso de su furioso primo Rolando vino a dar a estos parajes lunares tirado de una carroza de fuego.

–Aún no logro recordar –dijo don Selenote tras una pausa– en las páginas de la historia a un don Astolfo que tal hazaña hiciere por un deudo suyo, antes recuerdo ahora una verdadera historia impresa a inicios del pasado siglo cuyo título era El hombre en la Luna o un discurso sobre el viaje que hasta allí hizo Domingo Gonsales, papel que sacaba a la luz el biógrafo de aquel gentilhombre y que creo haber devorado en una noche.

–Es cierto lo que dice vuesa merced, pero advierta que no fue Domingo Gonsales el primer hombre que vino a la Luna, que este fue Astolfo. En todo caso, aquel fue el primer español.

–Pues no faltaría más, porque aunque hubiese sido ese Astolfo el primero en viajar hasta la Luna, no la habrá conquistado, como infiero que don Domingo hizo dada su patria y el nombre de vuestra villa.

–No lo sabría decir con certeza, que el biógrafo del que hablaba vuesa merced alcanzó primero la muerte que la publicación de la segunda parte de las aventuras de don Domingo que tanto nos tuvo prometida.

–Eso sabía yo, aunque tenía noticia de que un francés había continuado su historia en parte de otro libro que narra sus propias aventuras por haber sido también de los primeros que visitó este país de los selenitas, un tal Cyrano de Bergerac. Pero no he tenido la fortuna de leerlo.

–Yo tampoco, en verdad, señor…

–Don Selenote, caballero de Tlaxcala de la Nueva España, nieto del afamado Xicoténcatl…

Las consecuentes cortesías, que el lector sabrá excusar, hicieron saber a nuestro caballero que aquel viejo larguirucho se llamaba Aldonzo Manchado, hidalgo descendiente de los primeros pobladores españoles de la Luna y, por tanto, auténtico selenita. Acabadas las cortesías, ambos nobles reanudaron el craso punto del primer hombre en la Luna ayudándose a recordar noticias modernas y antiguas, sin olvidar los parecidos sueños lunares de Juan Kepler y Juan Maldonado y desempolvando con no poco esfuerzo el propio sueño de Luciano de Samósata, de cuya veracidad dudaron por parecerles en extremo antiguo. Tales coloquios no hacían más que dilatarse y terminaron por colmar la paciencia del tercer hombre, el original compañero de Aldonzo, cuyo nombre se conoció después que era Tereso Mancas, criado un tanto licencioso del hidalgo selenita, y que se sentía ya del todo excluido de la plática. Exasperado de la credulidad de su amo y de nuestro héroe, no tardó en romper contra ambos de un modo tan dispar a su baja condición que los que lo conocieron por esta historia lo tienen por la persona más sensata de toda ella:

–¡Nacido soy, ay, para aguantar los disparates y ocurrencias de mi señor Aldonzo, pero en verdad que, sumados a los vuestros, señor don Selenote o Tlaxcalote o como os llaméis, son insoportables! Pregúntome yo, quizá en mi inorancia, de qué os sirven tantas y tantas letras si de todos modos acabáis como uno que es villano y lego y creéis sin dudar ni tantico las leyendas de esos señores latinos, franceses y castellanos que tanto mentáis. ¿No advertís, por mi vida, que las más de esas historias son partos de la imaginación que aquellos señores tuvieron en algún momento de su demasiado ocio y que tuvieron a bien dar a la imprenta solo para entretener a los ociosos como ellos? ¿Quién creería en verdad eso de que el tal Astolfo encontrase embotellado en estos parajes lunares el seso de su pariente Orlando o Roldán o Rotolando, o como se llamase, para devolvérselo como si nada? Que este caballero viniese en una carroza de fuego, a pesar de que ahora sabemos que para llegar a otros planetas es menester una cabina hermética porque en el espacio existe el vacío, es posible, pues se dice que dicen las Escrituras que de esa misma manera el profeta Elías ascendió a los cielos, y allá en su omipotencia Dios todo lo puede, pero de ahí en fuera, todo lo demás que se tiene escrito sobre Astolfo y nuestro planeta, creo, es pura mentira. Lo mismo va para aquel Cyrano de Berenjenas, que vosotros decís no conocer; yo tampoco, pero de oídas he sabido que ese señor dijo que encontró en nuestra luna gigantes de cuatro patas que poseían acá un reino o imperio, el cual no he visto yo en todos los días de mi vida, los cuales he pasado en este mismo planeta, porque, sabrá vuesarced, soy selenita viejo como mi amo Aldonzo. Además, ese Cyrano, me dijeron, no se nombra en su libro como a sí mismo, sino con otro nombre que dicen Anastasia o Anagrama o no sé yo qué cosa mujeril, de lo que se deja ver que lo que escribió son puras fantasías. De los grávidos señores latinos no digo nada porque de latines no mastico ni el paternóster, pero si decís que sus libros se intitulan sueños y que pasan en sueños, bien colijo que los sueños sueños son, y no hay que buscarle tres pies al gato. Y del señor don Domingo Gonsales, que tan mentado le tenéis que por solo eso debe haber resucitado ya, si es que existió, tengo noticia fidedigna de mis mayores de que no fue sino una ficción de un viejo obispo de una impronunciable villa inglesa, cuyo nombre, más pronunciable, era Francisco Godwin o Goduín, en la cual ficción se hace pasar por el traductor de las aventuras de nuestro compatriota, artificio, según he oído, no poco común en los libros de caballerías y otras novelas de ese jaez que la gente entendida señala como falsos y ociosos. Y en verdad no han de estar muy errados, pues ¿quién con sano juicio va a creer que don Domingo llegase a este planeta en una máquina halada por gansos salvajes ni aun que pudiese regresar de la misma forma, o las muchas otras paparruchadas de cristales y gigantes que dice haber visto, casi igual que el otro astronauta Cyrano? ¡O estos señores mienten o yo nunca he vivido en mi tierra ni soy selenita! Y si esta villa nuestra lleva el nombre de don Domingo ha de ser por una misma confusión como la que ahora padecen vuesas mercedes o por una mala broma, que esta persona nunca existió más que en la fantasía, como dije, y mucho menos, respondiendo a vuestra pregunta, señor don Selenote, conquistó la Luna para España, pues quien lo hizo y no para nuestra patria fue, como es bien sabido, el rey inglés Jorge I, quien después permitió que otras naciones asentaran aquí poblaciones como esta.

Tereso Mancas no bien terminó su discurso cuando su amo, movido a tal ira que solo pudo encontrar parangón en el pecho de don Selenote, comenzó a reprenderlo por semejantes injurias contra su patria, y bien se entiende, y debe creer el lector que nuestro caballero tlaxcalteca hubiese hecho lo mismo si antes no le ganase la palabra el hidalgo selenita. Este advirtió a su criado que no toleraría el que él desluciese las glorias de las armas españolas atribuyéndoselas a un monarca inglés, mortal enemigo de la Corona, y menos sabiendo que él y su familia, si bien eran selenitas viejos, no tenían ni tres generaciones de ser católicos, porque su abuelo había mudado Londres por Madrid aún estando en la vieja Tierra, pero no había mudado las malas mañanas del protestantismo por las de la verdadera fe. Cuando esto escuchó nuestro héroe, se encendió aún más contra el villano y entendió, además, por qué tenía tanto conocimiento de un clérigo como el tal Godwin y por qué se empeñaba en calumniar a un ilustre español como don Domingo Gonsales. Quiso luego defender el honor de España de la licenciosa lengua de Tereso y, olvidándose de su diferencia de condición, lo conminó a que defendiese su vida, que su honor estaba ya imborrablemente manchado. Tereso, envalentonado con el extranjero, dijo:

–Vos estáis más loco que un gusano lunar, indianillo advenedizo, pero si así me buscáis, aquí os espero, que sabré defenderme.

–Eso ya se verá –dijo don Selenote mientras encendía su sable fazal, que hasta entonces se supo era de color azul, como tocaba a su nobleza.

Tereso Mancas (que no tenía ninguna mano así) encendió también un sable fazal que por ventura poseía y que era rojo como su herejía. Ambas hojas ígneas crepitaban inmóviles, casi en silencio, enfrentadas una a la otra en espera de las órdenes de la mano, hasta que fueron al fin levantadas por sobre las cabezas de sus amos casi a la par buscando asentar el primer golpe. No haremos aquí, noble lector, como muchos poetas que, imitando ciertas suspensiones, interrumpen los golpes de sus héroes esperando captar atenciones con algo que de por sí debería ser parte la más sabrosa de una narración heroica, como lo es la que tienes en tus manos. No te preocupes, pues, caro lector, de que el verdadero autor de esta historia haga tal cosa, pues no lo hizo así, según copiamos fielmente de su original. Ya te contaremos, pues, sin más dilación ni historias fingidas de hallazgos ni traducciones, las cuales quizá podrás leer en otros lugares, lo que nuestro don Selenote y Tereso Mancas hicieron tras levantar sus sables.

Aferrados y levantados los centelleantes filos, sus puntas recortaban la noche eterna de la Luna y amenazaban al abismo del espacio con todas sus estrellas. Tras bambalearse un rato por sobre las molleras de sus amos, los brazos se descargaron por fin. Dudosos están los que han escrito sobre esto si fue don Selenote o el villano Tereso quien abajó primero el sable, y cada uno tiene sus partidarios y detractores, mas lo cierto es que ambos descargaron su golpe a la par y ninguno acertó al contrario, pues fue tanta la fuerza con la que alzaron sus diestras y tanta la luz de los sables que aquellas flaquearon errando el tiro y estos cegaron los ojos de nuestros combatientes, dando, así, cada golpe no más que en el piso. Las lumínicas hojas, al tocar el seco suelo de la plaza, rompieron el concreto con un estertor que hizo creer a Aldonzo Manchado que los huesos de alguno o de ambos eran rotos de muerte, y además atrajo a cierta multitud que se acomodó a admirar en qué acabaría la querella. Al mismo tiempo, la fuerza desbocada del golpe mismo, que primero había hecho casi caer a cada guerrero, ahora los hacía perder el piso merced de la menor gravedad que aquel nuestro satélite posee respecto a la Tierra; don Selenote y Tereso se dejaron llevar, ascendiendo lentamente hacia la nada, aunque sin dejar, aún ciegos, de soltar cuchilladas a diestra y siniestra. Allá en su vuelo espacial, quiso la suerte o la providencia que nuestro héroe tlaxcalteca recuperase primero la vista y activara el refuerzo gravitacional de su astrotraje; una vez recuperado, advirtió el aprieto en el que todavía se hallaba el villano y sin temer los golpes a ciegas, que no cesaban de los brazos del selenita, embistió contra él con su sable fazal bien firme y extendido hacia el frente.

Don Selenote de Tlaxcala desarmó al villano con un solo, casual movimiento de su hoja; lo golpeó sin devanarle ni un pelo, dio con él en tierra y aproximó la punta de su sable encendido hacia la cara tendida del vencido para proferir sus demandas de vencedor. Quieren los historiadores y aun los románticos literatos que aquí nuestro héroe diese un gran discurso en donde mencionase por primera vez el nombre de su dama a excusas, naturalmente, de que don Selenote mandase a Tereso encomendársele de su parte, como era usanza en los caballeros antiguos tras vencer alguna aventura; pero es cosa conocida que nuestro caballero no era de los de ese talante, sino de conquista, como se dijo al inicio de esta historia, y como tal no había menester de otra dama que la patria misma, por quien peleaba y vivía y a quien solo dedicaba la grandeza de sus obras sin que esto quitase nada de hojas ni frutos a su árbol ni alma a su cuerpo, y así en verdad quedó escrito que él lo creía. Requirió, pues, don Selenote a Tereso que tomase a su familia y las más de sus chivas y se fuesen todos la vuelta de Londres, donde sus malas costumbres y sus alabanzas de reyes ingleses mejor se estimasen, porque si porfiaba en permanecer en suelo español él mismo los expulsaría más bravamente que como los Reyes Católicos habían expulsado a los moros de España. 

En este momento, Aldonzo, que hasta entonces se había mantenido al margen, intercedió por su criado, pidiendo a nuestro caballero lo perdonase, que aquella dureza con la que él lo había reprendido había sido motivada solo por un pasajero ardor bien justificado aunque mal ejecutado, porque hacía mucho que él ya conocía lo licencioso de su criado, a quien, por lo demás, necesitaba en su casa por ser el único que le quedaba. Don Selenote aceptó de buen grado, diciendo que lo hacía más por hacer y agradar a un nuevo amigo que no por evitar y solapar a un viejo enemigo (adagiosa sentencia seguramente sacada de los mismos labios de nuestro héroe), refiriéndose al criptoluteranismo del villano.

Con tal resolución, todos fueron contentos, y entablada así esta nueva amistad, don Selenote no tardó en requerir a Aldonzo Manchado, ya que era cristiano viejo y español fervoroso aunque algo caduco, se uniese a él en sus venideras andanzas lunares en pro de la fe y la patria. Movido por el mismo furor y humor sanguíneo idénticos al suyo que había detectado en el caballero terrícola, así como por su mucha ociosidad, el hidalgo lunar no se hizo del rogar, y a su ejemplo se sumaron no pocos de los concurrentes que, aburridos también y asombrados por la nobleza del astrotraje de oficial y el sable azul de don Selenote, se habían congregado alrededor de nuestros personajes, leva que en nada extrañó al caballero, convencido, como se dijo, de que aquel orbe lo tenía rendido desde su arribo. Así concluyó la primera aventura de don Selenote de Tlaxcala en la Luna, sin que haya quedado nada registrado de lo que acaeció hasta que encontramos al tlaxcalteca y su hueste conquistando otros pueblos selenitas.

Lo único que conocemos de tal lapsus es que don Selenote se vio en seguida tan vencedor y tan expulsador de ingleses y luteranos de la Luna y aun de España (que era lo más) que creyó su tarea terminada en aquel planeta y resolvió llevar sus armas a donde fuesen más menester. Quiso luego llegar a Marte, adonde, recordaba, no era dado a los de su nación mantener más que un miserable espaciopuerto, y estimó imperioso el hacerse de una nave. Semejante propósito fue motivado, asimismo, por un accidente de aquellos que acontecen a los nobles y bienaventurados, a quienes la Providencia tiene siempre en su sapientísimo seno, y fue que una tarde en las últimas horas de luz, yendo de Don Domingo a un pueblo cercano, don Selenote y su hueste divisaron una mole brillante que al acercarse comprobaron ser un navío o bajel volante con alas plateadas de esos que usaron lo primeros padres de los selenitas. La majestuosidad que imponía la máquina era opacada por su estancamiento en un cráter lunar, que el dueño del bajel maldecía en un furioso francés. No faltó más para que nuestro héroe se acercase al desconocido, quien viendo el pequeño ejército que se le llegaba no supo si estaba salvado o condenado. El francés, que se conoció después que se llamaba Monsieur Onésimo Dutalón, quiso creer en lo primero y pidió a la tropa que le ayudara a desestancar su nave, y don Selenote lo consintiera si no hubiera visto allí la doble oportunidad de hacerse de las alas que necesitaba y de perjudicar, aunque fuese ligeramente, un efectivo de una nación enemiga. Sin hallar oposición en Aldonzo ni en ninguno de los que seguían su partido, nuestro caballero ordenó que se sojuzgase de inmediato al franchute, se rescatase y se tomase posesión de la nave.

La primera orden de don Selenote como capitán de bajel espacial fue nombrar a Aldonzo Manchado su primer oficial; la primera orden de Aldonzo como primer oficial fue designar a Tereso Mancas su segundo oficial; y la primera orden de Tereso como segundo oficial fue hacer a todos los demás marineros de tercera. La segunda orden de don Selenote como capitán de bajel espacial fue que Aldonzo descifrara el mecanismo de esa arcaica embarcación; la segunda orden de Aldonzo como primer oficial fue que Tereso resolviera la premática de esa antigua nave; y la segunda orden de Tereso como segundo oficial fue que sus achichincles desentrañaran las mañanas de ese viejo armatoste. Nadie pudo con la tarea: así de caduca era la máquina. Don Selenote resolvió entonces mandar traer a Monsieur Dutalón, que había sido abandonado con menos de media carga de oxígeno de su astrotraje en el fondo de un cráter cercano. Dutalón, que no pretendía ayudar de buen grado a sus malhechores, respondió en un afectado francés que dicen los historiadores se podría haber traducido de la siguiente forma:

Messieurs, con diferencia de una fracción ínfima, la relación que guarda este orbe con el humano común bien sabido es ser el mismo que guarda el 33 con el 121, con lo cual bien se calculará el diámetro, dato imprescindible para recorrer los paralelos lunares, que deben dividirse para el viaje, como la misma diosa, tres veces. Hecho esto, conoceránse las distancias de cada trayecto, que también pueden calcularse deduciendo el cuadrado de las tres distancias sumadas todas en 1,585,584 leguas. Descifrada esta algarabía algébrica, messieurs, estarán listos para despegar, sugiero que siguiendo la rota del sueste, ado se halla una población en la que algunos deudos he y ado podéisme, sin duda, dejar a salvo.

Nada de esto les servía a nuestros héroes. Don Selenote advirtió que solo jugaba con ellos y apuntando su sable a la garganta del francés lo conminó a cooperar.

–Pero si lo que vuestras mercedes solicitan –dijo Dutalón en un buen castellano– es alguien que gobierne el timón del bajel, bien podéis contar conmigo.

Fue así como don Selenote se granjeó una nave espacial y un piloto; y todo esto, de lo cual, como se dijo, no queda registro, bien colije el autor de esta verdadera copia que pudo ser posible y aún es necesario creer que así sucedió a nuestro caballero, como lo demuestra lo que ahora se contará.         

Monsieur Dutalón, habiendo comprendido muy pronto el fanatismo patriótico de don Selenote, no estaba dispuesto a cumplir el deseo de este de llegar a Marte, planeta tan pacífico como antiespañol por no haber casi ninguno allí, y aprovechó su ventaja en la cosmografía y astrología selenitas para mantener el bajel orbitando en lo más alto del empíreo lunar por varios días, completando algunas vueltas al planeta y haciendo creer a nuestro héroe y su tripulación que surcaban las estrellas rumbo a su nueva conquista. No satisfecho con este engaño, Dutalón decidió alunizar en La Luisiña, la única otra población española en la Luna además de Don Domingo, fundada durante el reinado relámpago de Luis I, a quien debía su nombre. Por milagro o por ventura, don Selenote y compañía creyeron el cuento de estar en Marte, pues a poco trecho de donde alunizaron hallaron una multitud que se congregaba alrededor de un carro ambulante de comediantes que representaban una adaptación de Las Aventuras del Barón Münchhausen, jocoso libro moderno cuya fama alcanzada ya aquellos siderales contornos, pero que ni nuestro caballero ni ninguno de sus partidarios había oído mentar nunca; y como la compañía era inglesa y ejecutaban en inglés, a pesar de conocer estar en pueblo hispano (tanta es siempre la necesidad de los comediantes), don Selenote no albergó duda de estar donde quería.

En escena, Münchhausen, al igual que don Selenote, llegaba en barco a un mundo extraño, donde habitaban gigantes que montaban aves como si fueran caballos y se mantenían en guerra con la gente de un orbe contrario jugando armas tan bizarras como rábanos por jabalinas y hongos por rodelas. A pesar de hablar poco la lengua de Shakespeare, el caballero tlaxcalteca pronto quedó cautivo de las tablas tanto que no distinguía ya entre lo que pasaba dentro y fuera de ellas. Cuando, siguiendo su exploración extraterrestre, el Barón pareció entablar una alianza bélica con unos naturales para afrontar a un enemigo común, don Selenote prorrumpió en amenazas:

–¡Ah, no, que ese truco ya se lo sabe mi familia y toda mi tierra! Y si alguna nación ha de conquistar este abundante mundo nuevo, antes será la mía que no la inglesa; con lo que, señor de Münchhausen, preparaos a luchar.

Don Selenote encendió su sable fazal y añadió a su tropa:

–¡Valientes españoles, a vencer o morir! ¡Santiago y cierra, Tlaxca… España!

Aldonzo y Tereso, que igual o más embelesados estaban con la comedia, siguieron la carga de su capitán sin titubear, con lo que los demás hombres los imitaron; solo Onésimo Dutalón aprovechó el alboroto general para escabullirse a su navío y dejar La Luisiña de inmediato.

Fue aquella contienda, según registran los más sabios copistas, la más alta ocasión que vieron ni esperan ver los venideros siglos, pues a pesar de la ventaja numérica del ejército selenotiano, la compañía inglesa defendió hasta la muerte sus tablas con ferocidad tal de sus rábanos y hongos que solo encontraba parangón en la destreza del brazo tlaxcalteca. Y es así que muchos perecieron tullidos y apelmazados alrededor del carro enemigo, entre ellos, es verdad, nuestro héroe, pero es verdad también que éste se levantó de entre los vencidos al final, firmando así su victoria en las páginas de la historia; y para que en efecto tal firma no quedase solo en las lenguas de los hombres, don Selenote resolvió escribir a su majestad el rey una relación puntual de todas sus conquistas hasta entonces, solicitando además el envío de tropas y vituallas, necesarias las unas para engrosar su ejército y las otras, para no perder al que ya tenía, y dispuso que se enviase como quinto real algunas de las extrañas armas y ropas ganadas en justa guerra a los comediantes.

Para semejante envío nuestro capitán designó como procuradores a sus más confiables, viejos y únicos oficiales, Aldonzo Manchado y Tereso Mancas, a quienes proveyó de un pequeño trozo de hombres, entre los que yo me encontraba, para resguardar el valioso quinto real, tarea que ciertamente no hemos podido cumplir a cabalidad por la falta de armas verdaderas, así como por el ruin robo de nuestra nave que hiciera a hurtadillas durante la batalla de El Carro (como bautizaron los hombres a la guerra con el actor de Münchhausen) el pérfido de Onésimo Dutalón, todo lo cual nos ha obligado a vagar por estos páramos lunares buscando el sustento diario ora con el sudor propio ora con la sangre ajena.

Y una historia verdadera que, aunque me avergüence, es menester que la refiera trata de que, habíandome el capitán Aldonzo confiado a mí y solo a mí las cartas de relación de nuestro capitán general don Selenote, las perdí en una de esas revueltas por el sustento en que iba la vida, y no pudiéndolas recuperar de forma alguna, perdidas en los mares de la Luna, resolví empuñar yo mismo la pluma ayudado no más que de la memoria colectiva de mis hermanos en armas y la mía propia, escribiendo de día y de noche, en la misma guerra, en pedazos de papeles, telas, cueros y aun en mi piel desnuda, donde cabían tan pocas de estas líneas que aun el nombre propio ha sido menester reducirlo a uno más corto, pero más resonante y glorioso que se recordará por siempre en las glorias españolas como don Selenote de Tlaxcala, caballero sublunar novohispano, adelantado marciano y visorrey selenita. Mi abuelo don Pedro y mi tío don Xicoténcatl estarán orgullosos.



Rafael “Alvazález” (González Alva) nació en la Ciudad de México en 1993. Es, entre otras cosas y además de millennial, escritor, diseñador y [novo]hispanista. Actualmente cursa la Maestría en Letras Mexicanas en la UNAM y es miembro del equipo de investigación “Leliteane. Lengua, literatura y teatro en la Nueva España”. Ha publicado verso y prosa en revistas digitales como Destiempos y Sombra del aire.

Arte: Racrufi, detalle de Tricentenario

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