Canción de las simples cosas


 

Decir que soy un hombre ridículo para mí es sinónimo de decir que soy un hombre con memoria. Recordando la canción de Tejada Gómez he querido llorar y no he podido. Las cosas me llevan a las lágrimas por sí mismas o por lo que recuerdo al encontrarme de nuevo con ellas, de ahí que el opening de un anime pueda quebrarme más que una sinfonía. “Recordar es vivir”, dice el narrador al inicio de La isla de las flores, cortometraje brasileño. Pero la memoria es traicionera y yo soy otro. Rememorar no es muy distinto del retorno de un largo viaje, de la vuelta del exilio de la que habla Tejada Gómez en la “Canción de las simples cosas”. Los sitios más queridos están mutados. Una vívida evocación puede mentirnos, ser falsa. Y, al confrontar los cambios, surge la desesperación o el vacío, el odio o el aburrimiento. Al recordar a Pavese en su concierto en vivo Mercedes Sosa cita a uno de los grandes escritores de la nostalgia, el mismo Pavese cuya primera memoria en su diario El oficio de vivir es una declaración de hastío por una actividad antes adorada, a la que destinó su vida: “Que alguna de mis últimas poesías sea convincente no le resta importancia al hecho de que las compongo con cada vez mayor indiferencia y repugnancia”, escribe el 6 de octubre de 1935, uno de los 15 años que registraría. No hace falta ser escritor para reconocer este sentir. He releído libros que ya no me han emocionado. He vuelto a un lugar que amaba: no ha significado nada para mí.

Enamorarme, desenamorarme, enamorarme, desenamorarme. Mis devociones varían en desintereses. De mis viejas lecturas hay varias que no me entusiasman, me son ajenas. Se fue Rubén Darío, el primero poeta que consideré El poeta, aquel que representaba lo que debía ser la poesía, si es que la poesía debe ser algo. Se fue la María de Jorge Isaacs y los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda. Podría hablar de madurez, de refinamiento de gustos. Podría engañarme así. Es el tiempo, la tristeza del tiempo, el cambio que agota. Todos tenemos libros que se nos amargan, similares al encuentro con un viejo amigo al que de súbito ya no deseamos hablarle. La vida puede ser así de insatisfactoria. Vuelvo a Pavese: “encuentro que el mundo ha perdido ahora para mí todo su aspecto encantado, puesto que muchas cosas que me gustaban y alegraban se han apagado en la página escrita que las incineró”.

¿He construido acaso una expectativa demasiado grande para mi pasado? Imposible arremeter contra una obra que no ha variado en su configuración. Puedo culpar a las ciudades de las que he partido de no esperarme, pero nada puedo discutir contra los tomos que apenas he leído de nuevo, cuyos cambios, apenas milimétricos, son en realidad imperceptibles. De la casi totalidad de obras que me han dejado de gustar sólo hay un culpable: yo mismo. Esta conclusión alcanza a un compatriota de Pavese, Pier Paolo Pasolini, que, llegado a la madurez, hace un ajuste de cuentas poético: “Sé bien, sé bien que estoy en el fondo de la fosa;/ que todo aquello que toco ya lo he tocado;/ que cada convalecencia es una recaída;/ que las aguas están estancadas y todo tiene sabor a viejo (…)”.

Como un inmigrante comprendo la pérdida. He dejado mi hogar y el recuerdo me consume. En “La trama”, Borges habla de vidas que se repiten como se repite la literatura. En una novela corta, José Donoso retrata a un joven que sale de su país y que con el tiempo anhela hasta los detalles que antes aborrecía por considerarlos vulgares. No hace falta, en verdad, salir de casa para hacerse eco de esta historia. Acomodado en mi nuevo hogar también he viajado constantemente hacia el olvido, han pasado los años, y la edad me ha hecho extrañar gestos y palabras y sabores que sé que ya no existen, de la misma manera que hay libros que no leeré con gusto una vez más. Porque ahora logro comprender que lo que en realidad detesto es poder regresar al libro inmutable, idéntico, el mismo orden de letras como una amenaza contra el tiempo (el libro, el signo de la eternidad), pero no poder volver a mí. “Llega una época en la que nos damos cuenta de que todo lo que hagamos se convertirá, a su tiempo, en recuerdo”, escribe Pavese.

Una desmitificación de la memoria y de la frase de La isla de las flores que antes he recordado, el verso final de un poema de Miquel Martí i Pol: “Y recordar no es vivir de nuevo”. El peligro de la memoria es que engaña. El peligro de las primeras experiencias es que son definitorias. Regresar a ellas es la más de las veces decepcionante. La emoción insensibiliza, adormece, y aún en el más intenso de los amores hay algo anestesiado, perdido, porque no es siempre nuevo, siempre nuevamente descubierto. Al retomar la lectura de un viejo libro pongo en riesgo este amor. Hay éxitos y hay fracasos. Hay emoción verdadera y sólo nostalgia. Ahora estiro la mano y tiemblan entre mis dedos las páginas del libro, a punto de descubrir qué más he dejado de querer. Y recordar no es vivir de nuevo.

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