Fantasmas en el armario


por Eduardo Barenas

Pero no había nadie más fiel que los fantasmas
—Mauricio Molina, “Lilit”


Viví muchos años en el armario después de asumir tempranamente mi homosexualidad. Una vez que tomé las fuerzas suficientes para confesarlo, pensé jamás regresar ni padecer semejante sensación claustrofóbica de nuevo. Oculté manos temblorosas en los bolsillos, justifiqué la frente perlada con el clima soleado y cuán vehemente ordené a mi pulso desbocado sosegarse cada vez que el tema de la novia surgía a flote en una reunión familiar. Con ello cargué, inconsciente de que eso terminaría por desbordarse.

Por fortuna, todo finalizó. Vinieron los años. Enamorado, me casé con el hombre con quien compartía una vida juntos desde los veintitrés. Una ceremonia íntima y exquisita. Perdido en sus encantos, nos mudamos juntos. Las preocupaciones, fantaseaba, desaparecían bajo el reflejo lumínico de sus ojos… ahora, frente a mí, rígidos y condensados por el miedo. ¿O acaso era una mera manifestación de lo que yo sentía? Entonces sólo se trataba de un fragmento, una pizca del temor que me embargaba. El sudor de mis axilas, de mi frente, de mi espalda descendía por la piel, inclemente, a pesar de que no podían haber corrido más que unos minutos desde el alboroto y, después, la oscuridad.

Tinieblas y los faros de Adrián, mi marido, que parecían fosforecer un halo ámbar. Oprimía su mano contra mi boca. Cerró sus parpados y faltó claridad. Junto a mi oreja, lo oí susurrar palabras de calma y esperanza; necesitábamos permanecer en silencio para no ser descubiertos y, además, para intentar averiguar qué sucedía afuera. ¿Y qué importaba lo que ocurría fuera del armario? Estábamos a salvo aquí, meticulosamente acomodados entre cajas y ropa desordenada. Se marcharán. Tomarán lo que quieran y se irán, aseguré.

Adrián se acercó a la puerta del clóset. Una vez que retiró su mano de mi cara, liberé el aire sostenido. Me obligué a exhalar con la más absoluta lentitud, aunque los pulmones dolieran. Me hervía la sangre, pero los músculos pesaban fríos como cemento. Exactamente, ¿cuánto tiempo transcurrió desde que las voces amenazadoras emergieron y Adrián, puesto en pie de un salto, me jaló hasta el armario y corrió el seguro de la puerta? Adentro fluía poco aire, costaba concentrarse en datos concretos. Arrancado de la tibia envoltura matrimonial, rogaba por mimetizarnos, una vez más, en el profundo manto nocturno, como en los días más jóvenes.

Entonces mi marido, a quien yo juzgaba lúcido, hizo algo verdaderamente estúpido: quitó el cerrojo y se fue. Al borde del desfallecimiento, lo maldije por abandonarme. Imprudente y tonto Adrián. Con el corazón palpitante, conseguí incorporarme y me recargué contra la puerta. No alcanzaba a distinguir sonido alguno. Antes, oímos lo que con seguridad eran objetos desplazándose y órdenes en modo de cuchicheo: habían entrado a robarnos. Mientras no se les importunara, no sobrevendrían problemas.

Con el apuro, olvidamos tomar nuestros celulares. Tal vez para eso partió Adrián y, si así era, ¿por qué tardaba? Me pregunté si los maleantes planearon asaltarnos puesto que, para ellos, una pareja de maricones no presentaría problema. Me avergonzaba admitir que tenían razón, en parte, porque yo me hubiera podido quedar encerrado hasta el amanecer; Adrián, por su lado, carecía de paciencia.

Decidí, de mala gana, no permanecer más tiempo aprisionado en el clóset, no de nuevo, aunque el contexto fuera diferente. Con las luces del interior apagadas, la escasa iluminación provenía de los postes de luz exteriores. A un lado de la cama, hallé mi celular; también observé el de Adrián sobre el buró. Marqué al 911 y expliqué lo sucedido. Antes de dar mi dirección, escuché un jaleo en el pasillo. Respondí a la voz femenina y agregué violentamente un de prisa más desesperante y audible de lo que pretendía.

Un grito conocido se elevó. Reaccioné automáticamente: agarré una vieja lámpara, regalo de mis suegros, y la ondeé para sopesar su potencial. Emergí de la habitación para encontrarme a dos masas forcejeando por un bate de béisbol. En cuanto el intruso reparó en mi presencia, se abalanzó sobre mí. Trastabillé al intentar alzar la lámpara. Adrián aprovechó el descuido para hacerse con el arma y asestarle un golpe en la espalda antes de que me alcanzara. Continuó la lucha, el ladrón en clara desventaja, hasta llegar a las escaleras. Adrián acometió contra la cabeza de su contrincante y éste, aturdido, perdió el equilibrio y rodó hasta el primer piso.

Me aproximé despacio. Adrián respiraba entrecortadamente, los brazos aún tensos y los músculos en espera de un próximo ataque. Pidió que no me arrimara más; ya era tarde: el hombre yacía contorsionado en la base de las escaleras, muerto.

Los acontecimientos posteriores sucedieron con soltura. Rendimos declaración de los hechos, a mitad de la calle y con los vecinos despiertos y atentos a los detalles. No, no conocemos a los asaltantes, oficial. No, nunca nos imaginamos algo así. No, tampoco planeamos acabar con ellos; sólo nos defendíamos, ¿sabe? Ya bastaba con el oprobio generado por las murmuraciones del vecindario —¿no nos merecíamos esto por el estilo de vida que llevábamos?—, como para, además, añadir la presencia del cadáver desparramado sobre la loseta.

Aquella noche, entre la visita al Ministerio Público y la angustia, no pude conciliar el sueño ni descansar en lo más mínimo. Tiritaba con ganas, puesto que apenas habíamos podido recoger un par de prendas antes de partir para evitar alterar la escena del crimen. Los oficiales, advertí, parecían tomarlo como un símbolo de conmoción, recogimiento y debilidad. Nadie me ofreció una manta o una bebida caliente, pero sí sus miradas condescendientes, días después, enaltecidos por capturar a los ladrones restantes mientras pretendían desaparecerse, su botín resguardado en un camión de mudanzas. Reprimí el impulso de herirles su orgullo recordándoles que su éxito se debía al descuido y desesperación de los criminales al tratar de empeñar los objetos robados al mismo tiempo en un Monte de Piedad del centro.

Al interrogarlos, arguyeron que, después de un trabajo de vigilancia, concluyeron que nuestra casa sería un objetivo sin inconvenientes, porque carecía de sistema de seguridad —en el vecindario, había viviendas de mejores condiciones y más abundantes en riqueza—. El oficial a cargo nos compartió la información mientras agitaba su café con una cucharita y sonreía socarronamente. Lo adjudicaba a nuestra homosexualidad, podía leerse en su rostro, y fingía ignorar la idea; sin embargo, Adrián interrumpió con una carcajada:

—¡Ja! Pobres imbéciles. Nunca se imaginaron que terminarían así.

El policía le dedicó unos segundos de atención. De reojo, lo noté satisfecho y confiado, el cuello erguido y la barbilla casi tocando el techo; hacía mucho que un gesto suyo no me resultaba irreconocible.

El crimen dejó de ser noticia rápidamente, los chismosos dejaron de preguntar y los ánimos se calmaron a nuestro alrededor. Por dentro, sin embargo, algo cambió. Debido a mi trabajo como traductor, permanecía en casa la mayor parte del día y, en consecuencia, sufrí con mayor aflicción las secuelas: a pesar de que el equipo forense retiró el cuerpo, aún podía imaginarlo en la base de las escaleras; sin darme cuenta, comencé a sortear la ilusión del cadáver, con un paso agigantado y los ojos semicerrados. Para Adrián, esto sólo se convirtió en su anécdota favorita para amenizar las reuniones nocturnas con nuestros amigos; se humedecía los labios y narraba con deleite cada escena. Mi participación figuraba como secundaria, aunque Adrián se empeñara en hacerme partícipe, atribuyendo cierta parte de lo acaecido a mi desenvuelta bravía con la lámpara.

Era más que claro que mis actos se desarrollaron fortuita y afortunadamente, nada más. Lo leía en los rostros asombrados de nuestros amigos. Él, valiente, blandiendo un arma; yo, resguardado tras una pieza de cerámica. Por lo general, no le hubiera dado tanta importancia; sin embargo, la sensación de peligro no me abandonó cuando la aparente normalidad se instaló a las dos semanas. Cualquier perturbación, auditiva o visual, crispaba mis nervios y mis defensas. Espiaba el exterior desde las ventanas y volteaba continuamente para asegurarme que nadie me siguiera. Adrián no tardó en tildarme de loco, puesto que no creía que algo así se repitiera. ¿Cómo lo garantizaba? Es más, ¿quién nos aseguraba que los maleantes no tenían más cómplices esperando vengar a su compañero caído o que no harían lo posible por escapar de la cárcel y tomar represalias contra quienes los metieron ahí?

Pero aquello no era lo más me inquietaba. Sabía de antemano que los delitos ocurrían con frecuencia. No había mucho por hacer más que mantenerse vigilantes. Lo tenía claro a pesar de mi paranoia (sólo que ésta a veces vencía a la razón). Se trataba de Adrián, de su actitud arrogante y andar despreocupado que adoptó tras el evento. Nunca había conocido esa faceta suya, ese semblante engreído y voz autoritaria que empleaba al intentar tranquilizarme.

—Nada te pasará mientras yo esté junto a ti.

La frase, articulada con un dejo dulce y cariñoso, sonaba al cántico de un dios narcisista. Podía adornarlo con besos y abrazos y aun así las palabras arañaban: poco preocupado por protegerme y más enfocado en engrandecerse. Sobrepasamos diez años de relación y ésta era la primera vez que lo desconocía.

Para la tercera semana, mi hogar comenzó a parecerme inhabitable. En un intento de borrar todo rastro del muerto, empleé productos químicos fuertes que, al olfato, inundaban los cuartos con peste a descomposición. Por más ahínco que imprimía al momento de lavar el suelo, esta mezcla de aromas resistía; por si fuera poco, inhalarla disparaba un torrente de visiones indeseadas. Tampoco ayudaba el que hubiéramos aprovechado la pulcritud puesta en la limpieza de la escena para remodelar. El ambiente pesaba con extrañeza y la comodidad se perdió cuando el camión con los muebles modernos se estacionó frente al domicilio.

No compartí nada de esto con mi marido. Lo dejé llenar los espacios en blanco con piezas modernas y pasearse en su renovado hábitat. Sorpresivamente, pasó por alto mi desazón, tan impropio de él, pues solía mostrarse atento y afectuoso.

A Adrián le propusieron auxiliar la patrulla vecinal. Un par de noches a la semana, se ataviaba con uniforme (un chaleco y calzado deportivo) y un arma (un grueso palo a modo de garrote) para protegerse si hacía falta. Por tres horas, marchaba junto a un vecino, prestos a la acción. Primera defensa y blanco fácil. Él debatía que no habría mejor manera de prevenir otro incidente y se erguía altivo. Cedí a su argumento y, para mi pesar, adoraba que, aun después de una extensa jornada laboral y de su ronda nocturna, llegase hambriento de mí; satisfecho, me resigné.

Las anomalías —o cualquiera que sea el término para lo que vino después— se suscitaron un mes exacto del robo frustrado. Aún las escenas del evento pervivían y tornaban sombrío mi entorno. Primero las omitía y luego reparé en las alteraciones con fastidio: si dejaba encendida la estufa para calentar el té, la encontraba apagada y con el agua fría; el refrigerador, modelo del año, congelaba su contenido al punto de hacerlo incomestible; el microondas echaba andar por sí solo, con los números parpadeando de un verde fosforescente; el agua del grifo disminuía continuamente, como si alguien estrujara la tubería para impedirle el paso.

Se trataba de niñerías, por supuesto; sin embargo, la suma de estos actos provocaba irritación por los retrasos al momento de realizar los quehaceres. Cada desperfecto debía arreglarlo yo, de pronto convertido en plomero, electricista, mucama. Adrián se encontraba abrumado por su trabajo, las guardias y el gozo de montarme a altas horas.

Al verse ignorado el espíritu, decidió aumentar la intensidad de sus hazañas. Fundir los fusibles, descomponer la lavadora, aumentar la flama en la estufa eran apenas travesuras. Adrián me amonestaba por la ausencia de ropa interior en sus cajones, el agua helada de la regadera y los alimentos echados a perder. En nada de eso tuve control. Consideré que todo ello se debiera a desajustes excesivamente sincronizados, una jugarreta; conforme progresaban, me convencí de su determinación para hostigarnos. Nadie más en la colonia padecía algo similar, súbito y con malicia. Evitaba sospechar del ladrón como causante de los estragos y me dispuse olvidarlo; que se divirtiera quien fuera, pues ¿cuánto daño podía generar?

Un martes por la tarde, atiborrado yo de trabajo, se ensañó con el internet; no sólo alentó la señal, sino que descompuso por completo el módem. Llamé a la compañía y dijeron que estaban saturados: tardarían un día o dos en repararlo. Me urgía enviar mis avances, así que, furioso, gasté el paquete de datos de mi celular.

Busqué un indicio de su posible presencia. ¿Se materializaba sólo al momento de joderme la vida y se esfumaba satisfecho? Recorrí cada pasillo. Al no hallarlo, se lo grité desde cada habitación, la pesadilla aún vívida al hacerlo dentro del armario.

—¡Muéstrate, cabrón! ¿Qué es lo que quieres?

Sin embargo, como aquel día, temía confrontarlo, porque la situación se había torcido: se trataba de una aparición súbita, un mero atisbo óptico de la muerte. ¿Cómo hacerle frente a lo inasible? Intuyó mi miedo y, quizá, prefirió mantenerse oculto. Volví a mi escritorio y, sorprendido, hallé el documento abierto en la pantalla que contenía una palabra: cuidado.

Barajeé la posibilidad de compartirlo con mi esposo. ¿Lo creería? Por fin, padecía las consecuencias de las labores extra: caía rendido al entrar. Ya no buscaba, ávido, mi piel como antes y, ciertamente, tampoco prestase mucha atención a mis desvaríos. Lo adjudicaría al estrés postraumático e insistiría en terapia; quizá la necesitaba, sólo que yo no deliraba: las primeras manifestaciones fueron levísimas, pueriles en su ejecución y propósito, pero se hacían más visibles ahora, especialmente en lo que concernía a Adrián. La rabia de la fuerza sobrenatural hacia mi esposo me orilló a sospechar, contra toda lógica, del ladronzuelo.

La tensión entre Adrián y yo se hacía más palpable. Una soga se anudaba a mí cuando se asomaba e intuía en él un efecto similar. La cuerda se distendía por todo el hogar, escalaba paredes, se subía a los sillones, invadía el baño. Cada vez que desviábamos la conversación o pretextábamos algo para evitar la intimidad, el lazo se tensaba y nos asfixiaba. ¿Estábamos unidos por las mismas hebras? Podría tratarse de un enredo sin conexión: cada uno amordazado con su propia carga. De cualquier manera, no me atrevía a rebuscar entre las raíces; bastaba con padecer las secuelas del atentado y la acritud de Adrián sólo me exasperaba.

Un buen día me desbordé. Bebía una taza humeante de té y me sobresalté con un estrépito en el piso superior. Mi material de trabajo se empapó y me quemé la boca con el líquido. Brinqué de mi asiento y me planté en el lugar del crimen. La loseta sin brillo parecía más vieja de lo normal. Había perdido los estribos. Sacaría a ese fantasma de una u otra forma. Traería brujas o sacerdotes, incluso recurriría a una limpia. Pero primero deseaba hablar con él (si eso era posible). Nosotros no teníamos la culpa; sus acciones lo guiaron hasta su desenlace. Sabía a lo que se atenía y actuó sin miramientos.

—Vamos, sal. ¿Qué es lo que quieres? ¿Quieres vengarte?

Silencio.

—Anda. Podemos arreglar esto.

Pisadas amortiguadas.

—¡No te hagas pendejo! Sé que estás por aquí.

Entonces, distinguí un repiqueteo como de gotas al tocar el suelo, aunque mecánico. Tardé en comprender que se trataba de la computadora. Regresé a la cocina y me asomé a la pantalla: letras, una frase incompleta. A pesar de que lo animé a terminar, no continuó. Dejé la laptop sobre la mesa y corrí en su búsqueda. Al poco rato, lo escuché. Volví sólo para hallar desierta la habitación y el teclado intacto. La tercera vez lo dejé completamente a solas por unos minutos. De regreso, recibí su mensaje: adrian noche cuerpo.

*

Llamé al celular de Adrián repetidamente, siempre dirigiéndome al buzón. Probé con marcar al teléfono de su oficina, pero sonaba ocupado. ¿Lo acosaría en su trabajo? Lo dudaba y, sin embargo, presentía el nudo rígido entre nosotros. ¿Provocaría un accidente para deshacerse de él? Pronto anocheció y el escenario pronosticado se hallaba en el punto exacto. Mi celular vibró con la llegada de un mensaje de Adrián. Le habían pedido auxiliar al guardia de hoy, pues el otro se reportó enfermo; iría directamente hacia allá.

Le escribí que era de sumo cuidado que pasara primero conmigo, ya que existía un problema relacionado al asalto. Respondió en seguida pidiendo que no exagerara: no tardo, estarás bien. No se trata de mí, sino de ti, repliqué, pero mi advertencia ya no le llegó. Marqué y encontré un resultado parecido. Me senté en la cama a esperarlo intranquilamente. Sin embargo, cerca de medianoche, entreoí el eco endeble de su voz, una sucesión desgarradora de su nombre. No lo soporté más y salí.

Con teléfono en mano, recorrí la calle mientras enviaba mensajes desesperadamente. No los recibía. Anduve por las vías laterales sin detectarlo. Entonces recordé la caseta que servía de base: una choza ruinosa y destartalada, arrebatada a los mariguanos que ahí se hospedaban y transformada provisionalmente en guarida. Lucía abandonada desde el exterior; mas, al acercarme, alcancé a distinguir un sollozo reprimido y una repetición ronca: Adrián, Adrián, Adrián.

Entré. La soga al cuello —de un tirón, el último— se tensó.

Con los pantalones hasta los tobillos, reconocí de inmediato a Adrián, quien moldeaba la figura de otro hombre. El vecino reparó en mí, lo empujó y emprendió su huida con la camisa desabotonada y los pantalones desajustados. No le cuentes a mi mujer, suplicó antes de perderse. Mi esposo me devolvía una mirada opaca, desnudo entre polvo y telarañas. Contuve el llanto y la furia, la realidad sin asentarse, y le pedí que se vistiera para poder irnos.

Acomodados en la sala, abordé a Adrián sin preámbulos: ¿por qué? Explicó que, tras el incidente, los demás comenzaron a verlo diferente. ¿Quiénes? Otros tipos, la mayoría hetero. Saboreó los halagos y las palmadas amistosas de los vecinos, signo de su recibimiento. Incorporado en la patrulla vecinal, lo felicitaron por apalear al ratero. Ya formaba parte de la camaradería masculina, entre cervezas, abrazos fraternales y pequeñas caricias de aceptación, especialmente por parte del sujeto con quien lo había descubierto. En poco tiempo, las bromas entre ambos dejaron traslucir un matrimonio problemático, un deseo de romper con la monotonía y una cosa llevó a la otra. Era meramente carnal, sin ataduras o promesas. Ninguno buscaba una relación a largo plazo ni mucho menos divorciarse, sólo un rugido entre tanto silencio.

—Íbamos a parar —continuó—. Te lo juro.

Colérico, el cuerpo entero se contraía en espasmos agresivos: no había comido a lo largo del día ni había preparado nada debido a la angustia. Las piernas me temblaban y mi mente vagaba en niebla. La tristeza amenazaba con cegarme; en mi cabeza, el dolor martillaba mi cráneo. Con los brazos en torno mío, esperé a que los mareos disminuyeran.

—Ya —anuncié a modo de respuesta y agregué que iría por un sándwich para cenar (necesitaba alimentarme y tomar una aspirina) y le ofrecí uno. Dijo que no tenía apetito y yo partí a la cocina. La solución se esforzaba por aclararse con cada pulsada; no podía concentrarme en los detalles, como en dónde me hospedaría, aún no. Me disgustó encontrar el pan aplastado y el conjunto me supo a tierra húmeda, aunque lo tragué completo para acallar mi estómago.

—Me voy a dormir —dijo de pronto Adrián desde el marco de la puerta—. Supongo que mañana hablaremos de esto.

Sólo asentí mientras masticaba de mala gana mi último bocado. Encendí la computadora sobre la mesa y las tres palabras sobresalieron con nitidez. adrian noche cuerpo. Adrián en la noche junto a otro cuerpo, compuse; mas no el cuerpo de Adrián en la noche. No su cuerpo accidentado, frío, inmóvil ni lastimado, sino su cuerpo oscilante, sudoroso, mancillado, complacido.

El ladrón había logrado su cometido. Las murmuraciones recorrerían la manzana una vez más. Un matrimonio estaba sostenido en ruinas; el otro, polvo insalvable. Y, en la claridad de la noche y con el corazón en la mano, me pregunté si el espíritu se quedaría, tras mi partida, para rondar aquí o si, como fantasma, uno es capaz de percibir, a modo de estratagema, la verdadera naturaleza de su anfitrión, porque esta casa había dejado de ser mi hogar: era yo el que anhelaba una vida pasada.



Eduardo Barenas (1996, Veracruz). Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y terminó su tesis: una edición crítica de cuatro cuentos fantásticos de Justo Sierra Méndez. La pandemia le ayudó a, finalmente, sentarse a escribir.

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