Un libro de culto


 

Me dieron el maldito libro como regalo; había adquirido un buen lote en una subasta por internet. Desde el principio me dio mala espina, todo en él era horrible, empezando por el título, se llama Historias de sexo, conspiración y muerte. La portada era una Santa Muerte y una mujer violada, un collage bastante torpe. Nunca imaginé las desgracias que me traería esa cosa.

Hay libros que en lugar de ayudar te joden la vida. Algo así le pasó al poeta José Carlos Becerra. Recibió el diario de Camus, de manos de un viejo amigo, antes de partir a Brindisi. Con el diario en la guantera su auto se desbarrancó en un mortal accidente.

Joder, uno nunca se toma en serio esas cosas hasta que te pasan. La primera vez que lo abrí fue un mal presagio. Debo confesar que sentí una atracción irrefrenable por leerlo —vaya que los cuentos eran geniales—. Al terminarlo tuvieron que hospitalizarme por una infección en los pulmones.

Después de eso lo tiré a la basura. A los pocos días mi vecina llamó a la puerta. Mi perro encontró esto, creo que es tuyo. Era el libro, la mitad de las hojas estaban húmedas y las otras mordidas.

Creí que podría regalarlo, cité a mis amigos en una cafetería con cualquier pretexto. Ey carnales, hace cuánto que no nos vemos. En la cafetería había buena música, rock setentero, una excelente combinación entre bandas gringas y mexicanas.

Todo marchaba bien hasta que sonó una canción de Enigma, era “Viento de Diamantes”, una verdadera rareza escucharla en estos tiempos. La rola estaba inspirada en un poema de Juan Bañuelos. Conté a mis camaradas la vez que le hablé por teléfono al poeta Bañuelos. Le dije, maestro quiero hacerle unas preguntas. A lo cual me contestó, claro, maestro, piensa bien en tus preguntas y luego me llamas, adiós.

No mames, ésa es una actitud de alguien que ya está más muerto que vivo, dijo Lauro. Nunca olvidaré el comentario de mi cuate, porque dos días después el poeta chiapaneco fallecería a los 84 años, víctima del libro asesino. Sí, el pinche libro satánico estaba ahí, sobre la mesa, cuando pronunciamos la sentencia mortal. Seguro que están pensando que fue una coincidencia, pero no lo es. ¿Por qué estoy tan seguro? A los cuatro días murió el escritor y periodista Sergio González Ramírez, quien también era roquero: tocaba el bajo en la banda Enigma.

Tampoco soy un esquizofrénico. Lo que voy a contarles a continuación es lo más grave y lo más importante. No me chingues si no crees que es algo para asustarse.

Vivo en Ecatepec y ahí es muy frecuente que te topes con zafados. Tomé mi bicicleta, guardé el libro en las costuras interiores de mi chamarra de mezclilla y me dirigí al canal de desagüe. Arrojaría el libro entre la mierda, y adiós para siempre.

En las inmediaciones de las aguas fétidas, dos adolescentes jugaban tiro al blanco con una veintidós. Traté de ocultarme, me arrojé detrás del cadáver de un perro hinchado por la descomposición. Las balas rebotaban por aquí y por allá, porque en verdad esos muchachos eran imbéciles. A lo lejos se reventó el vidrio de un auto y comenzó a sonar la alarma. El ruido espabiló a los tiradores, que se echaron a corren. Pasaron a un lado sin verme.

En la orilla del canal me detuve a contemplar el vaivén de las aguas negras. Aquel instante fue un momento de introspección, puesto que pensé en la vida, en la muerte y como a veces hay libros que te joden la vida. No sé cuánto tiempo estuve en esa orilla del ser, seguro no pasaron ni quince minutos cuando los chacas venían corriendo hacia mí.

Los perseguía una camioneta patrulla. Un policía se bajó como un lince, pese a su corpulencia, gritó, no te muevas o disparo. Un instante para precipitarlo todo hacia la crisis. Nomás sentí el golpe de la bala en mis costillas. Desperté al anochecer ahí mismo, tirado; ya me habían robado el celular, la cartera, la chamarra y los tenis. Seguro fueron los policías.

El frío de la noche me caló los huesos. No tenía sangre por ningún lado, ni una pinche herida —yo que creí que había muerto—. Una cosa no se habían llevado los malnacidos. El libro seguía allí, con un agujero en el centro.

 

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